La ignorática y la deshonra del cero

El cero es uno de los grandes inventos de la humanidad. Lo idearon (o descubrieron) los hindúes en el siglo V antes de Cristo, y lo bautizaron sunya , que significa vacío. Los árabes lo tomaron muchos siglos después (siglo VIII) y lo llamaron también vacío ( cefer ), vocablo que pasó al castellano como «cero» y «cifra» a comienzos del siglo XIII. Hubo que llegar al año 1202 para que el matemático italiano Leonardo Fibonacci escribiera un texto sobre los números arábigos, El libro del ábaco . En él intorudjo la noción clave del cero en el intelecto de Occidente.

La adquisición del cero permitió el cálculo infinitesimal, la matemática financiera, la geometría proyectiva del Renacimiento, la figuración de la divinidad como Cero Absoluto (impensable y sin límites), las teorías de Newton, Einstein y Max Planck, así como la filosofía nihilista de Schopenhauer y la literatura escéptica de Kafka y Jorge Luis Borges (pero también la noción mística, de San Juan de la Cruz y Santa Teresa, del éxtasis como vaciamiento). En suma, sin el cero nuestra civilización sería algo totalmente distinto a como hoy la conocemos: no habría computación, ni era espacial, ni determinadas teorías físicas y filosóficas, ni tampoco… ¡calificaciones alarmantes!

Dos mil quinientos años después de que los hindúes descubrieron el cero con temor y temblor, los nuevos universitarios argentinos se estremecen de espanto al ver girar esa cifra absoluta en sus libretas de calificaciones, y las de sus compañeros de aventuras: cero… cero… cero… Mientras tanto, las portadas de los diarios (como si se tratara de una catástrofe natural o de algún atentado terrorista y devastador) anuncian: «Aplazos masivos en Astronomía, Ingeniería, Ciencias Exactas, Odontología, Medicina, Informática»… ¿Acaba de leer ignorática ? No, en esa «ciencia», por excepción, hubo ingresos masivos, y con cero sobresaliente.

¿A qué se debe semejante catástrofe? ¿No es la educación la prioridad máxima de profesores, políticos, y progenitores? Sí, pero sólo en teoría. En la práctica, la realidad es bien distinta. Hablando de un modo genérico, puede afirmarse que los profesores no se instruyen debidamente y no se sienten con la autoridad de exigir lo que ellos mismos no cumplen. Los políticos exaltan la importancia de la educación durante sus campañas y, una vez obtenidos los votos, hacen votos de no hablar nunca más de esa cuestión escabrosa que no aporta ningún rédito a la economía del país a corto plazo. Y los padres, por exceso de complacencia unas veces, de comodidad, otras, buscan para sus hijos, cada vez más, aquellos colegios en los que el alumno no sufra exigencias que puedan llevarlos al estrés o a la repetición. ¿Las consecuencias de esta complicidad de causas? Los aplazos que acaban de producirse y la peligrosa promoción en nuestro país del hombre masa anunciado por Ortega, cuyas cualidades propias son falta de instrucción, relajamiento de las costumbres, carencia de ideas e ideales, mimetismo con las tendencias imperantes en todos los órdenes, incapacidad de reacción ante la libertad avasallada, ausencia de conciencia histórica, etcétera, etcétera. Todo lo cual puede resumirse trazando en una hoja en blanco un rotundo cero, símbolo, en este caso, de nulidad total y de circulación viciosa.

El cero que fue noticia en estos días no es el cero que hizo prosperar a las ciencias y las artes. No es el cero del cálculo, sino de la especulación. Más que en las teorías físicas de Einstein o en la Nada positiva de los místicos, el cero en cuestión hace pensar en la ociosidad vacía y en los juegos de azar. ¿O no apuestan, acaso, los estudiantes a ingresar en la universidad con un mínimo de conocimientos, para obtener un día los beneficios de un título profesional? Pregunta obligada: ¿fue adquirido el vicio de esa apuesta a la ignorancia en el colegio secundario?

Como sea, la bien llamada «cultura del zafe», imperante en las nuevas generaciones, da, al parecer, pésimos resultados en la instancia universitaria, ya que la apuesta al cero conocimiento acaba siempre en una calificación cero y en el «¡no va más!» de las ambiciones profesionales del aspirante a la universidad. ¿Acaso durante los doce años de formación primaria y secundaria el cero fue el número de la suerte de muchos educadores y educandos? De ser así, es lo que hizo saltar a la educación por los aires. El suceso devino calamidad nacional.

Ironía aparte: si los norteamericanos, según nota de LA NACION, comenzaron a llamar a sus hijos con nombres de autos y marcas de ropa, como Chevy, Timberland, Camry y Celica, Armani, etcétera, en concordancia con su sociedad de consumo, ¿empezaremos a bautizar a nuestros hijos con nombres tales como Serapio, Platero, e Ignorencio, como identificación inconsciente con nuestra situación cultural y educativa? Justifica este comentario el filósofo que dijo: «La ironía es la alegría de la indignación».

Pero entonces, ¿qué queda por hacer ante un panorama semejante? Al ser consultado el gran novelista Tolstoi sobre cómo salir de una situación catastrófica, dio como respuesta: «Trabajar, trabajar y trabajar», que se relaciona con aquello de Goethe: «En el principio era la acción». Y cuando le preguntaron a la Madre Teresa de Calcuta cómo haría para socorrer a cientos de niños huérfanos de guerra con sólo un puñado de hermanas, dijo sin alterarse: «Muy simple: los vamos a socorrer uno por uno», lo que nos recuerda que la educación bien entendida es, siempre y ante todo, una labor paciente y personalista, casi artesanal.

Pero junto con el fortalecimiento del esmero y la paciencia, se deberá también, sin duda, tomar medidas urgentes, tales como instrumentar en la educación media nuevos métodos de estudio, crear el hábito de la lectura completa de libros, promover el diálogo inteligente entre el colegio y la universidad, exigir a los docentes mayor formación (y remunerarlos con justicia), erradicar de los textos del Ministerio de Educación frases como «construcción del conocimiento» para suplantarlas por otras más humildes y eficaces como «adquisición del conocimiento» y, sobre todo, convertir esta amarga experiencia de los aplazos masivos en la hora cero de una nueva etapa en la historia de la educación argentina, sin demoras y con ánimo decidido y abierto.

Y una última sugerencia: si el gran filósofo Platón hizo colgar un letrero sobre la puerta de entrada a su cátedra que advertía: «El que no sepa geometría no entre aquí», en las universidades argentinas debería ponerse un cartel semejante que rece: «El que no sepa nada de nada, que no entre aquí, por respeto al conocimiento, a sí mismo y al cero… de gloriosa memoria».

El autor es escritor y profesor de literatura.

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