Las caricaturas de Dios

Cuando, cierta vez, le fueron a Aristóteles con el cuento de que unos intelectuales lo habían ridiculizado, el filósofo respondió: “Estando yo ausente, que me azoten si quieren”. ¿No habría respondido Mahoma con la misma serenidad, si alguien le hubiera contado que en un lejano país del Norte se habían hecho caricaturas suyas con ánimo ofensivo? Es de creer que sí, ya que sabios y profetas vienen al mundo con la misión de iluminar las mentes y pacificar los corazones, y no para incitar al odio y la venganza.

Entonces, ¿por qué los discípulos de Mahoma queman embajadas y se alzan en armas en nombre de su líder espiritual? ¿Acaso ese líder predicó la violencia en vez del amor, y la soberbia en vez de la humildad? Es improbable, ya que la historia da ejemplos innumerables de sabios, poetas y filósofos salidos del seno del islam. Para el caso, también se lo podría acusar de violento a Jesús, que dijo: “No vine a traer la paz, sino la espada”, cuando en realidad esas palabras aluden al combate del hombre consigo mismo, y no a la guerra fratricida. Así que, una vez más, el problema no es la religión, sino el modo en que se la interpreta. Basta con pensar en las Cruzadas y en las guerras “santas” del medioevo.

Y si bien hubo un tiempo en el que, en Medio Oriente, se habló de la jihad (guerra santa) como de un mandato divino, y los israelíes, a su vez, llamaron a Javéh “Dios de los ejércitos”, hoy nadie tomaría esos conceptos como dignos de una religión madura. Sin embargo, una y otra vez se retrocede en el tiempo, y la religión degenera en ideología y fanatismo, en política y en actitudes totalitarias. ¿A qué se debe esto?

En un sentido amplio, la religión es el conjunto de ritos y creencias de un pueblo derivado de la vida y enseñanzas de un hombre santo. Pero esto es sólo su aspecto social e institucional, y no su esencia, ya que, en sentido estricto, la religión es la unión mística del hombre con Dios por medio de la oración, y la bondad resultante de esa ligazón con lo divino.

Ahora bien, cuando se traiciona la esencia de la religión y se exaltan sus símbolos y formas como fines en sí mismos, y como lo que da identidad a un grupo de correligionarios, Dios deja de ser un inspirador de bondad para convertirse en una idea vacía, y en el ídolo hueco en el que resuenan los gritos de una multitud enardecida. Dios ya no es ningún Ser trascendente, sino la palabra-máscara con la que se disfrazan, sacralizándolos, los bajos instintos del hombre. Todo lo que se hace en su nombre está justificado, y cuanto más osados sean los actos consagrados al ídolo, mayor la prueba de fidelidad y sacrificio, y hasta de santidad, del hombre “devoto”, ¿y hay algo más osado que el crimen? Con lo que se llega a la contradicción más absurda, que es matar al prójimo en nombre del que predicó el amor al prójimo, o bien, quemar embajadas –según es el caso– en nombre del embajador de Dios en el mundo, que para los musulmanes fue el mismísimo profeta Mahoma.

Cuando acontecen estas típicas tergiversaciones de lo religioso, Dios se vuelve una caricatura de Dios, al no ser otra cosa que el ego del hombre proyectado hacia afuera y divinizado, y entonces los símbolos religiosos enloquecen: la Cruz se convierte en encrucijada y perdición, la Media Luna en daga homicida, la Estrella de David en espuela azuzadora del odio. El sacerdote, en vez de ser un modelo de virtud, alza el Libro Sagrado ante las multitudes como una cabeza cortada, y es un “iluminado” que encandila al vulgo con palabras absolutas que nada significan.

En consecuencia, los ritos se tornan prácticas vacías, imitadas por ejércitos de autómatas. Los altares se vuelven piedras de sacrificios humanos. Los símbolos, que son meras representaciones de lo divino, son tomados por Dios mismo, y el que reza y se prosterna sin piedad, dándole más importancia a la forma que al contenido, procede como el que pela una manzana, arroja el fruto y se come la cáscara insípida. Asimismo, el dogma se convierte en imposición despótica. La verdad revelada, en privilegio de pocos. La doctrina, en letra muerta. El fundador de la religión, en líder político y en tirano. Y los fieles, en turba narcisista y fanática que, tea en mano, vocifera: “¡Dios es el más grande!”, que es igual a decir: “mi Dios es el más grande”, o bien, “yo soy Dios, puesto que lo proclamo y soy el depositario de su Verdad”, y arden en Siria las embajadas de Dinamarca, Noruega y Chile, y en Beirut, el consulado danés.

La religión deja de ser lo que religa al hombre con lo divino, para convertirse en enmascaramiento del odio humano. Más aún, si se arrancara la máscara a ese Dios que adoran las masas vengativas y ciegas, asomaría la cara grotesca de un ser troglodítico sediento de sangre, con un rictus de eterno humillado en su boca torcida. Y he aquí el meollo de la cuestión, ya que el hombre verdaderamente religioso jamás respondería con odio al que caricaturizara a su Dios o sus profetas, porque, simplemente, consideraría que uno y otros están más allá de las vanidades humanas. El que reacciona con ira es porque idolatra a un fetiche de su propia mente que nada tiene que ver con Dios, sino más bien con él mismo y sus arrogancias propias.

Para el hombre religioso de verdad, la palabra Dios no es más que eso, una palabra, mientras que lo real y concreto es la vivencia del encuentro con Dios, y todo lo bueno que se experimenta al contacto con su Creación. “¿Dios?… El santo no precisa de esa hipótesis”, respondió el escritor italiano Lanza del Vasto al ser interrogado sobre su idea de la divinidad.

Alguien se preguntará: “¿Pero, entonces, es lícito ridiculizar los símbolos religiosos?” No, por dos motivos básicos: el primero es que las creencias del prójimo deben respetarse, por respeto al prójimo antes que a sus creencias; el segundo, que eso que se llama comúnmente religión, no suele ser, sensu stricto, religión, sino la identidad simbólica de un pueblo, y en el peor de los casos, el pretexto colectivo para sacralizar los peores instintos humanos, es decir, para desatar lo más bajo en nombre de lo más alto. De esto se deduce que, cuando la religión es sinónimo de identidad cultural, el ataque a la religión equivale nada menos que a una declaración de guerra.

Ahora bien, si es sabido que determinada comunidad religiosa es proclive al fanatismo, ¿por qué se la provoca innecesariamente? ¿Quién está detrás de esa incitación maliciosa? ¿Y por qué no se le ofrecen a esa comunidad ofendida las debidas disculpas y una reparación, para evitar males mayores? Por último, ¿si alguien, escudándose en la libertad de expresión, se riera de un hombre colérico por puro divertimento, y éste reaccionara con violencia, quién sería más culpable, el que ofende o el ofendido?

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