Catolicismo «a la piedra»

El norteamericano Tomás Monaghan vendió su imperio de pizzerías, Domino´s Pizza, en mil millones de dólares y, con parte de ese dinero, compró un campo de tomates de 2000 hectáreas para edificar allí una «ciudad de Dios», es decir, un sitio en el que la universidad, las farmacias, las escuelas y los hospitales, sean católicos, al igual, claro está, que los habitantes de las 11.000 viviendas que se construirán en ese predio.

¿Qué es una universidad católica? Un centro de estudios en el que se enseñan principios cristianos. ¿Y una farmacia católica? Un lugar en donde no se venden pastillas anticonceptivas ni preservativos. ¿Y un hospital católico? Un lugar en donde no se practican abortos, fecundaciones in vitro, ni nada que la religión considere inmoral. ¿Es esto algo malo o pernicioso? No para el hombre religioso que mira con desagrado todo aquello que atente contra el orden natural. ¿Cuál es el problema entonces con el proyecto que Tomás Monaghan lleva a cabo a 150 kilómetros de Miami?

El problema no es el catolicismo de la universidad, la farmacia y el hospital, sino el hecho de que esos establecimientos vayan a funcionar dentro de una ciudad católica. ¿Por qué motivo? Porque hablar de «ciudad católica» es incurrir en una contradicción, ya que católico significa «universal», y una ciudad regida por determinados principios religiosos tiene más bien un espíritu cerrado que abierto, y sectario que universal.

La noción de «country religioso» es absolutamente contraria al cristianismo, en tanto que traiciona el espíritu del Evangelio, en cuyas páginas puede leerse: «Ya no hay judío ni griego, no hay siervo ni libre, no hay varón ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo».

Ciertamente, antes del Evangelio, nadie había puesto al hombre (o a cada persona más bien) por encima de las ideas, las razas, y los credos en pos de un ideal de fraternidad cósmica. Y he aquí la razón de que Jesús haya sido el primer gran subversivo de la historia: subversivo porque subvirtió los valores antiguos, y grande, porque realizó esa subversión en armonía con su prédica pacífica, contraria a toda clase de intolerancia y discriminación. De modo que las palabras citadas bien podrían ser completadas con otras como éstas: «Ya no hay católicos ni protestantes, musulmanes ni budistas, occidentales ni orientales».

«¡Ah!, eso sí que no», vociferarán los partidarios de una sola religión verdadera, sin advertir que el partidismo religioso es justamente lo contrario al mensaje evangélico. ¿Significa esto que la religión católica no es verdadera? No, sino que no es la única depositaria de verdades espirituales, y que si en ella existe algún tipo de superioridad es, precisamente, en virtud del espíritu universal que la alienta. ¿No acaba de renunciar Benedicto XVI al título de Patriarca de Occidente, en aras del ecumenismo tan anhelado? Es de esperar que éste sea el motivo de su renuncia.

Un católico genuino, en suma, es aquel que cuanto más católico es, menos lo parece, por su apertura hacia todos los hombres, culturas, razas y religiones. De aquí el contrasentido de que se vaya a edificar una ciudad sólo para católicos, que es algo tan absurdo como construir un cuartel para pacifistas, o un prostíbulo para puritanos.

Y a propósito de prostíbulos. Jesús, ¿no pasó su vida entre ladrones y prostitutas, usureros y bebedores, que eran los más necesitados de su acción sanadora? ¿Cómo es entonces que Tomás Monaghan y los suyos dejarán fuera de su ciudad a los mal vivientes de la Tierra? Y los pobres, por los que Jesús tuvo predilección, ¿tendrán cabida en una ciudad tan ilustrada y selecta? ¿Se permitirá la entrada a los niños descalzos y a los mendigos hambrientos, o se los expulsará de ese paraíso terrenal que costará a su dueño 400 millones de dólares? Y en cuanto a los 30.000 Adanes y Evas que poblarán la ciudad «Ave María», ¿andarán desnudos como inocentes criaturas, por no sufrir la contaminación del mundo que abandonarán por inmundo y herético?

Ironía aparte. Creemos que el señor Monaghan haría bien en leer al poeta nacional de su país, Walt Whitman, que, como ningún poeta de la historia (con excepción de Francisco de Asís), estuvo imbuido de un espíritu auténticamente cristiano, universal y democrático. «El único panteísta cristiano que conozco», dijo G. K. Chesterton del gran poeta yanqui.

Whitman, en sus Hojas de Hierba, que es el Evangelio de la literatura, expresó con celo fraternal que no hay «enseñanza más profunda» que «la admisión sin preferencias ni rechazos», y en cada verso suyo reafirma su credo humanitario, declarando que: «Mi actitud no es la del censor ni la del que todo lo niega», y por eso: «Todo es aceptado, todo ha de ser acogido con amor por mí». Y aún va más allá, y en un rapto de amor desmedido, exclama: «¡Desnúdate!, ante mí no eres culpable, ni estás decrépito, ni has sido descartado», y proclama a viva voz los derechos de los «deformes, vulgares, simples, tontos, desdeñados». Y por si hubiera dudas de que la religión y la filosofía están al servicio del hombre y no lo contrario, afirma, como un David que no cree en gigantes: «Esta cabeza mía es más que las iglesias, las biblias, y todos los credos».

He aquí un hombre de espíritu universal. Un católico sincero. Un profeta de la democracia en el más amplio sentido. Y, sin embargo, hombres como Walt Whitman y el mismísimo Jesús, si ingresaran en esa ciudad serían declarados por las autoridades de Ave María «personas no gratas», por su bondad para con los pecadores, los marginados, y hasta los criminales.

Ahora bien, ¿esto justifica que a Tomás Monaghan se lo condene moralmente? No, porque se adoptaría, también, una actitud excluyente como la que se reprueba. «No juzgar», es el lema admirable de los hombres superiores, es decir, ser tolerante con el intolerante, pacífico con el violento, dadivoso con el avaro, compasivo con el inquisidor. Lo que no significa que deban evitarse los juicios de valor sobre las acciones y las ideas, sin lo cual se caería en un cómodo y flagrante relativismo.

Tomás Monaghan, en definitiva, erigirá una ciudad mal llamada «católica» para albergar allí a personas con determinados principios y creencias. Esto, sin duda, no contribuirá a hermanar a los hombres de distintos credos y culturas. Pero valga decir en su favor que lo que hizo este millonario norteamericano, acaso sin notarlo, fue cambiar de «rubro» sin transformar su mentalidad cuando pasó del negocio de las pizzerías al de la religión. ¿Y cuál fue el resultado? Una nueva variedad de catolicismo dentro de la sociedad norteamericana. Rotundo, rígido, y troglodítico. En suma, una especie de catolicismo? «a la piedra».

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