¿A qué se debe el entusiasmo que se produjo en todo el mundo por el fútbol? ¿Cuál es el atractivo irresistible de este juego que apasiona a todas las edades, en todos los continentes y que borra, durante 90 minutos, las diferencias entre las personas, haciendo participar a las naciones de un mismo hecho festivo y universal? ¿Es un acontecimiento paradigmático de la globalización? Muchas preguntas surgen en torno del fenómeno del Mundial que parecen muy actuales. Sin embargo, hay que decir que la pasión por el fútbol es muy antigua, que el ser humano es lúdico por naturaleza y que nada invita más al juego que echar a rodar una simple esfera.

Fue el historiador Johan Huizinga (pensador holandés al que hoy podemos citar sin rencores) quien desarrolló, en su obra Homo Ludens, la teoría de que el hombre es “un ser que juega”, ya que el juego aúna goces muy diversos y elementales, como la entrega a una acción fuertemente irracional, el gusto por la competitividad, la satisfacción del instinto tribal –en el caso del juego en equipo–, la alegría de que en el juego no esté “en juego” nada vital, el placer de que el resultado sea incruento (en la actualidad, al menos), etcétera.

De modo que el hombre goza jugando, pero también goza viendo jugar, porque es una forma de participar del juego de un modo pasivo y por identificación. La afición por el fútbol, por lo tanto, es lo más natural del mundo y, por lo tanto, algo inherente a la cultura misma.

En China, hace 2500 años, los soldados del ejército imperial jugaron el violento tsu-chu, consistente en pasar una pelota de cuero rellena con pasto por entre dos palos, juego que los japoneses practicaron después con el nombre de kemari, aunque de un modo pacífico y sólo entre cortesanos.

En Egipto, en el siglo III a.C., se practicó un juego de pelota que era un rito consagrado al dios de la fertilidad. En la misma época, los griegos jugaron el episkyros con una vejiga de buey como pelota. A su vez, los romanos jugaron el haspartum, una mezcla de fútbol y rugby que era practicado por soldados y tenía la exigencia de ser violento, al punto que cierta vez en que sólo murieron veinticinco hombres, luego de un partido Julio César amenazó al general Espartaco con eliminar el juego si la cantidad de muertos no ascendía a un número “razonable” (el exigido director técnico complació a Julio César con la cifra de 47 muertos al final del siguiente evento).

Cuando el haspartum pasó a la Galia (actual Francia) y a Bretaña, sufrió cambios importantes y se convirtió en el soulé, que consistía en llevar un balón desde la plaza de una ciudad hasta otra de una ciudad rival. Por su violencia, los reyes de una y otra región lo prohibieron en el curso del siglo XIV. Siglos después, cuando en las islas Británicas el soulé pasó a llamarse foot-balle, William Shakespeare humilló a un personaje de su Rey Lear llamándolo “absurdo jugador de fútbol”, tal era la mala fama de esa práctica.

En la Florencia del Renacimiento, en cambio, el juego de pelota fue celebrado por los poetas como “escuela de guerra y luz de la vida, noble fatiga de héroes bien nacidos”. El 17 de febrero de 1530, el mismísimo Miguel Angel Buonarroti presidió el partido de fútbol de la ciudad (llamado calcio, entre los florentinos), en la plaza Santa Croce.

El calcio (se pronuncia “calcho”), padre del fútbol moderno, también fue practicado en Roma, en los alrededores del Vaticano, con la ilustre participación de papas como Clemente VII y León X (tiene sentido que Benedicto XVI, tan amante de la tradición, haya alentado al seleccionado alemán como si arengara a once caballeros cruzados).

Y a propósito de caballeros, en la Edad Media, durante la Tercera Cruzada, Ricardo Corazón de León le propuso a Saladino, líder musulmán, que resolviera el conflicto por la propiedad de Jerusalén con un partido de pelota, algo que el valiente Saladino no aceptó, acaso porque intuyó que el talento futbolístico de los ingleses era muy superior al de los árabes (y porque no tendría una “mano de Alá” entre sus valientes, por supuesto).

Pero no sólo en Oriente y en Europa fue practicado el “balompié”. Los mayas del antiguo México, y demás pueblos mesoamericanos, jugaron el sagrado pok-ta-pok, un juego de pelota que concluía con la decapitación del líder del equipo perdedor (Ricardo La Volpe, por ejemplo, director técnico del seleccionado de México, habría terminado en la picota después del partido con la Argentina si hubiera nacido algunos siglos atrás).

Finalmente, luego de que el fútbol se jugó de mil y una maneras distintas en todas las épocas y lugares, fue sometido a reglas por la Universidad de Cambridge, en el año 1848. Y poco después, el 23 de octubre de 1863, fueron creadas nuevas reglas que separaron definitivamente al fútbol del rugby, en ocasión de la fundación de la Football Association (el primer club de fútbol), en la Freemason’s Tabern de Londres. El 21 de marzo de 1904 se fundó la FIFA y se establecieron reglas universales.

En cuanto a nuestro país, los primeros en jugar fútbol fueron, naturalmente, los inmigrantes ingleses: los hermanos Thomas y James Hogg fundaron aquí el Buenos Aires Football Club, en la Calle del Temple (hoy Viamonte 38), y muchos de los primeros futbolistas argentinos fueron ferroviarios ingleses. Hoy, los clubes River Plate y Racing Club testimonian con sus nombres el origen anglosajón del fútbol en la Argentina.

Ahora bien, ¿a qué se debe la pasión mundial por este juego? Ante todo, el mérito es del balón, que por su forma (la más perfecta, según Platón) se desplaza libre y constantemente por el espacio obligando a los jugadores a convertirse, muchas veces, en danzarines rápidos y livianos.

Pero además de ser juego y danza (o “baile”, si el contrincante es Serbia y Montenegro), el fútbol es una fiesta y, más concretamente, un carnaval, ya que sus adeptos lo festejan con máscaras, trompetas y disfraces. Su carácter festivo y competitivo hace del fútbol un verdadero espectáculo que los medios de comunicación modernos convirtieron, no hace mucho, en acontecimiento global.

Otras virtudes del fútbol son: afianzar la identidad de los pueblos; provocar un efecto catártico en los espectadores al hacerlos pasar constantemente de la alegría a la angustia, y viceversa, durante interminables 90 minutos; dar a amigos, familiares, y desconocidos una alegre excusa para reunirse y participar de sentimientos comunes; sublimar el instinto bélico del género humano; hacer olvidar a la gente sus penas y obligaciones cotidianas, y también su soledad, al hacerlas participar de un evento universal en el que, paradójicamente, todos son protagonistas anónimos (y ya advirtió el filósofo Gastón Bachelard que “el hombre no es un problema para resolver, sino una soledad para curar”).

Y todavía puede decirse en favor del fútbol que sus reglas son muy simples, que su campo de juego es un recorte de pradera, y que la palabra gol permite ser gritada de un modo prolongado y estridente, como justo desahogo de la explosiva alegría que provoca ver entrar el balón en el arco del contrario.

El fútbol, en suma, al margen de los intereses y negocios que se urden en torno de él, forma parte esencial de la cultura, por lo que ha merecido el elogio de intelectuales agudos, como el sociólogo francés Edgar Morin, que afirmó: “No veo en el fútbol una forma de alienación moderna, lo siento más bien como una poesía colectiva”, lo cual está en consonancia con esta sentencia de Huizinga: “Cuando el juego origina belleza, queda implícito su valor para la cultura”.

Albert Camus, a su vez, aportó al respecto su visión de filósofo vitalista, al asegurar que: “No hay lugar en el mundo donde un hombre pueda sentirse más dichoso que en un estadio de fútbol”. Una afirmación tal, quizá, bastaría para justificar la existencia de este juego apasionante ante quienes, durante un mes, se sintieron invadidos por “el Mundial”.

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