Fascinación por el crimen

“Matar es fácil, ya que el corazón está colocado a la izquierda, es decir, justo enfrente de la mano armada del asesino y, además, el cuello humano encaja muy bien en las dos manos juntas”, declaró el novelista marginal Jean Genet. A su vez, Alfred Hitchcock, que no tenía mente criminal, dijo: “Es muy complicado, muy doloroso, y toma mucho tiempo matar a una persona”. Por lo tanto, matar no es fácil ni difícil, sino que depende de quién sea el que perpetra el acto criminal. Sí puede decirse, en cambio, que el crimen fascina por igual a asesinos y pacíficos (nunca a la víctima, claro), ya se trate de la muerte de un investigador ruso o de la desconocida habitante de un country de Río Cuarto. ¿Cuál puede ser el motivo de esa fascinación?

Los poetas griegos habían puesto al crimen en el centro de sus representaciones teatrales. ¿Con qué objeto? Según Aristóteles, con el fin de provocar en el público una suerte de purificación (catarsis) por medio de una emoción violenta: al identificarse con los personajes del drama, el espectador experimenta todos los horrores por los que pasan el criminal y la víctima y se libra de sus bajas pasiones sin tener que matar ni morir él mismo, ni tener que sufrir prisión o muerte.

En el siglo XIX, el crimen se convirtió, asombrosamente, en un hecho estético. Fue el escritor Thomas de Quincey, en su obra El Crimen como una de las Bellas Artes, quien planteó que el asesinato es un arte, y adujo estas razones: provoca un “placer emotivo”, tiene aspectos escénicos relevantes (la escena del crimen es el escenario ideal de un drama humano), es sometido a comparación como cualquier obra artística, es fruto de pasiones extremas, y sus efectos de sorpresa y misterio son equiparables a los que provoca en un espectador un poema o una sinfonía. ¿Y la moral? Sólo importa antes del crimen, ya que, una vez que el acto homicida fue perpetrado, se entra en el terreno de la estética y se abandona el de la ética, mal que les pese a Dostoyevski y a los predicadores de la culpa redentora. Chesterton, por su parte, afirmó que “el criminal es el artista y el detective es el crítico”.

Con los cultores ingleses del género policial (Poe, Conan Doyle, Agatha Christie y el propio Chesterton), el crimen también adquirió categoría de obra artística, pero no por las emociones que suscita, sino por la perfección que busca el homicida en su obra. Y si el criminal se convirtió en un artista, el investigador pasó a ser el genio capaz de resolver un crimen valiéndose de los tres pasos del método científico: observación, análisis, y deducción. Hay que decir que en estos autores (ingleses al fin), el crimen fue más la ocasión para elaborar un juego de adivinanzas y de poner en práctica la destreza intelectual que un modo de acceder a una experiencia estética.

Pero se lo considere una obra de arte o no, el crimen sigue fascinando en nuestros días tanto como hace miles de años, no importa si se trata de relatos ficticios, como los de Medea, Edipo, Hamlet o Hannibal Lecter, o reales, como los recientes asesinatos del detective ruso Litvinenko, en Inglaterra, y de Nora Dalmasso, en la Argentina. Dondequiera que acontezca, y desde Caín hasta nuestros días, el crimen atrae y repele como los precipicios. Horroriza y emociona como las tempestades. Mueve a la compasión. Enciende el intelecto. Enfría la confianza. Y traza con sangre un signo de interrogación en la frente altiva del Homo sapiens . .

http://www.lanacion.com.ar/869558-fascinacion-por-el-crimen

File not found.