¿Por qué no se calla Hugo Chávez?

Hoy, la pregunta de Juan Carlos I cobra nueva vigencia con la noticia de que el mandatario venezolano batió su propio récord al hablar casi diez horas seguidas ante la Asamblea Nacional de su país, ante una audiencia compuesta por parlamentarios, embajadores, militares, clérigos, representantes de los poderes públicos e invitados especiales. Su par cubano, Fidel Castro, que desde su ascenso al poder pronunció más de 20.000 discursos, y que llegó a hablar en una ocasión hasta 12 horas seguidas, calificó de «genial» la maratón oratoria de Chávez, y atribuyó la capacidad discursiva de su discípulo al talento y la agilidad mental que según él, lo caracterizan.
Chávez, en los diez años de su mandato, ya pronunció 2.000 discursos y habló 1.300 horas por cadena nacional, lo que equivale a haber hablado 54 días completos. Mientras tanto, para que nadie ose contradecirlo, el polémico mandatario, que en nuestro país recibió en la Facultad de Periodismo de La Plata el Premio Rodolfo Walsh a la Comunicación Popular, cerró las emisoras independientes de Venezuela, y silenció por la fuerza a los medios de prensa críticos, para que el pueblo sólo pudiera oír su monótona e incesante voz. ¿No es hora, entonces, de tomar en serio la famosa pregunta del rey español a Hugo Chávez en aquella Cumbre Iberoamericana de 2007?
La palabra y el silenciamiento
Ante todo, hay que decir que la mayoría de los discursos de Chávez no son propiamente discursos, sino divagaciones. Cuando él toma la palabra, o más bien, se apodera de ella, no tiene la intención de comunicar ideas, persuadir, explicar un asunto de Estado o reflexionar sobre temas de interés público. Sus charlas son mayormente autorreferenciales; usa la cámara y el micrófono para contar anécdotas de su vida, bromear, hacer campaña, insultar, y hasta para contar chistes y cantar. Lo que le importa no es que su audiencia lo escuche y entienda, sino que «esté ahí» en silencio, pendiente de lo que a él le venga en gana decir, y hasta que él se canse de perorar, sin que a nadie deba molestarle que su cháchara dure tres, cinco, o diez infinitas horas.
La palabra, en estos casos, deja de ser un medio de comunicación para convertirse en arma de dominación. De silenciamiento. De opresión física e intelectual. Quienes quedan atrapados dentro de esa clase de discursos (verborrea asfixiante que no abre el espacio al diálogo y la réplica), están ahí sin poder hablar, ni moverse demasiado, obligados a una actitud de escucha atenta delante de un orador que dirige la palabra (su palabra) a sí mismo, a nadie (flatus vocis), sin otra intención que la de silenciar y vejar, humillar e infantilizar a sus supuestos escuchas, para dejar en claro quién manda y quién obedece, y quién es el dueño absoluto de la verdad. Pero no de una verdad racional o política que pueda caber en un discurso, sino de una clase de verdad absurda y totalitaria, al mejor estilo de «el Estado soy yo».
Al orador despótico no le importa decir algo, sino demostrar al mundo que sólo él tiene derecho a hablar, a decidir, a pensar. Y paradójicamente, el mejor modo de evidenciar esto, es no diciendo nada lógico ni importante. Cuanto más tiempo el déspota, públicamente, hace uso y abuso de palabras vacías, más afianza su poder arbitrario, y más amordazados quedan quienes, muertos de tedio y cansancio, están obligados a verlo hacer ademanes y ruidos con la boca durante horas interminables. Entonces, el auditorio en el que discursea un orador semejante, se convierte en cámara de tortura psicológica; el Parlamento deja de ser un órgano constitucional que representa a la voz del pueblo, y deviene caja acústica de un parloteo egocéntrico y estrafalario; a su vez, la audiencia del tirano ya no la conforman personas con inteligencia y voluntad propias, sino títeres mudos y tiesos de un prestidigitador sádico.
Más de cuatro años atrás, el rey de España le hizo a Chávez una pregunta de suma gravedad que pasó desapercibida, debido a que la comicidad del hecho en cuestión prevaleció sobre la seriedad de la interrogación lanzada por el estadista español al presidente venezolano. Sin embargo, apenas dos días después del suceso, mientras el mundo reía y comentaba lo ocurrido, Chávez daba a aquella pregunta una suerte de respuesta cínica e indirecta, al declarar: «Yo no oí lo que dijo el rey», que vale tanto como decir: «Yo no me callo, don Juan Carlos, porque no estoy para oír a otro que no sea yo mismo». © LA GACETA
Sebastián Dozo Moreno – Escritor, profesor de Filosofía.