Huntington, que fue asesor de Seguridad del ex presidente Jimmy Carter, ha demostrado ser muy adepto a un método de pensamiento de tipo dualista y simplificador (o «reduccionista» más bien), que él aplica cada vez que quiere explicar la realidad del mundo actual. Y ha terminado por dividir al mundo en muy diversas civilizaciones que -según él- se encuentran en estado de permanente hostilidad, como si acaso un grupo de países que posee una cultura semejante pudiera ser reunido bajo el concepto cerrado y pretendidamente unívoco de «civilización». Huntington habla, sin embargo, de Occidente como de una categoría clara y distintiva, así como de las «civilizaciones emergentes» islámica, china, hindú, japonesa, ortodoxa, budista, africana y latinoamericana. Se imponen, a mi entender, algunas aclaraciones.
En primer lugar, Huntington olvida que la realidad no es racional, y que los conceptos que comúnmente elaboran los historiadores para explicar el mundo son verdaderos en un plano muy general y abstracto, mientras que la realidad es particular, concreta y múltiple y, por lo tanto, no susceptible de racionalización. Es así que el medievalista Etienne Gilson, por ejemplo, siempre dejó en claro que la Edad Media jamás existió, y que la división por épocas sólo vale para el estudio ordenado del pasado humano. Lo mismo con los conceptos de «Occidente» y «Oriente» que, en última instancia, son construcciones intelectuales válidas para determinadas consideraciones generales, pero relativas para la comprensión profunda de un mundo en el que las culturas existentes se mezclan entre sí e interactúan, confundiéndose y enriqueciéndose de continuo, pertenezcan o no a un megagrupo cultural o «civilización».
El término «civilización», por lo tanto, es evidentemente impreciso, máxime si se considera que las naciones que poseen una cultura semejante se diferencian unas de otras por el modo peculiar que esa cultura común adoptó en cada una de ellas. Por otra parte, las mismas naciones suelen estar fragmentadas internamente por motivos de raza y de lengua, o incluso de religión, según ocurre con el cristianismo y el islamismo, que están divididos en numerosísimos credos no siempre armónicos entre sí: en Irlanda, los cristianos católicos estuvieron en guerra durante décadas con los cristianos protestantes, y hoy en día, en Irak, los chiítas y sunitas musulmanes se desangran en medio de una guerra civil fratricida. ¿Dónde están entonces las supuestas civilizaciones compactas y totales? Cuando el señor Huntington habla de la civilización islámica, ¿tiene en cuenta las fracturas étnicas entre kurdos, árabes, persas, turcos, pakistaníes e indonesios?En suma, si no existen las civilizaciones como un todo homogéneo, mucho menos podrá hablarse del choque entre ellas, aun cuando a los fines imperialistas de una nación el concepto de civilización resulte algo sumamente útil (contribuye a la demonización, invasión y saqueo de las otras «civilizaciones», ahora consideradas bajo el nuevo paradigma como amenazas latentes).
Y aún hay que decir que tanto es erróneo hablar de choque de civilizaciones para explicar los actuales conflictos internacionales como para describir las guerras del pasado. Y la razón es que lo que se denomina «civilización» en un sentido excesivamente amplio, y que es el conjunto de ideas, creencias, ciencias, técnicas, artes y costumbres de varios pueblos o naciones, no puede tener jamás un centro de poder que represente realidades tan diversas como las enumeradas, las cuales son de índole espiritual más que material o política. Son los Estados, en cambio (o los califatos, o los reinados), es decir organizaciones de poder, los que chocan entre sí por razones económicas o territoriales, y arrastran a miles de hombres al fuego de la guerra como a insectos enceguecidos, mientras que las culturas de las naciones en conflicto se mezclan, interactúan y dialogan, o bien «copulan», para utilizar un término caro a Eugenio D?Ors. Así que el intercambio de sangre espiritual; la transfusión mutua de ideas y creencias, idiomas y costumbres es el aspecto positivo y creativo del choque entre Estados y hombres.
La cultura, por definición, es pacífica. Es el espíritu de uno o más pueblos. Es el estilo y la idea, la creencia, y el muy singular mohín al articularse una palabra en tal o cual idioma. Es el soplo musical, folclórico, que arremolina a las gentes en la plaza pública para hacerlas danzar de un modo ancestral y único. Es, en Turquía, la voluta de humo del narguile (la pipa oriental) que un artista reproduce en la arcada de un templo, un jarrón o una túnica. Es, en China, el sombrero cónico que luego da su forma a los techos de las casas y los templos. Es, en Rusia, la bebida espirituosa del vodka, cuyo fuego blanco enardece al cosaco cabalgador y arranca a los músicos de esas tierras sones pasionales y místicos.
La cultura no declara guerras, no incita, no divide, sino que se derrama y se infiltra. No es la piedra de escándalo de los pueblos, sino el elemento conciliador por excelencia.Se objetará: ¿y si fanáticos religiosos de varios países se alzan en armas en nombre de Mahoma? Precisamente, son grupos de fanáticos y no toda una «civilización». Y alguien puede replicar todavía: ¿cómo es que la religión puede ser motivo de conflicto, cuando se dijo que la cultura es un elemento conciliador? Y habrá que responder que no es la religión la que provoca un conflicto entre dos naciones, sino la manipulación de las creencias de un pueblo por parte de un Estado. Y conste que así como los líderes irakíes invocaron a Alá durante el actual conflicto bélico, Bush y el premier inglés Tony Blair invocaron al Dios cristiano.
Por último, es importante señalar que la popularización del concepto «choque de civilizaciones» comenzó el día en que unos terroristas musulmanes derribaron las Torres Gemelas de Nueva York y sembraron el caos en esa ciudad. Fue entonces cuando empezó a hablarse de la amenaza del Islam, y Estados Unidos invadió Afganistán e Irak en represalia por esos ataques. ¿Pero no es evidente que no fue el Islam como «civilización» el responsable de los atentados, sino un puñado de fanáticos religiosos? Y entonces, ¿por qué tantas personas se adhirieron a la tesis de Huntington? Uno de los motivos es el poder sugestionador de la imagen televisiva y otro la muy humana tendencia a la simplificación.
Las imágenes de las Torres desmoronándose fueron repetidas tantas veces por las cadenas televisivas del mundo, que se generó la sensación colectiva de que no había quedado una sola torre en pie en todo Manhattan y que, en efecto, Estados Unidos había sido atacado por un gigante. Más aún, a partir de esas imágenes, se creyó que el 11 de septiembre dividía la historia en dos, y que había comenzado una apocalíptica guerra de civilizaciones. Pero no había cambiado el mundo sino la forma en la que se lo había mostrado.
Lo que dio lugar, en definitiva, a la infeliz expresión «choque de civilizaciones» fue una especie de ilusión óptica, o imaginativa más bien, semejante a la que sufrió el público que asistió a la primera función cinematográfica de la historia, cuando los hermanos Lumière proyectaron la imagen de una locomotora arribando a la ciudad de Ciotat. En aquella ocasión, los espectadores huyeron en desbandada al creer que, en efecto, la locomotora ficticia habría de arrollarlos fatalmente. Asimismo, los millones de televidentes que vieron una y otra vez, y desde todos los ángulos, las imágenes de los aviones derribando las Torres Gemelas, creyeron ver al mundo musulmán (expresión harto incierta) avanzar contra Occidente (nada más que una construcción mental), como si un descomunal Expreso de Medio Oriente se hubiera salido de sus carriles para arrasar las ciudades cristianas del mundo. Pero, afortunadamente, esto no era así, aun cuando algunos políticos oportunistas se encargaron de avivar el miedo de las masas espectadoras para llevar a cabo el negocio criminal de la guerra.
Pero han pasado ya varios años desde entonces, y si bien los atentados perpetrados contra Estados Unidos fueron serios y reales, no lo fueron muchas de las teorías que se elaboraron para explicar esos hechos, y que generaron una especie de «choque de imaginaciones» en uno y otro lado del globo. Por lo tanto, en deshacer los prejuicios e ilusiones que ruedan por las mentes desde aquel fatídico 11 de septiembre, consiste la misión de los intelectuales de hoy en día. Una misión nada despreciable, por cierto, si se considera que una labor tal de esclarecimiento puede contribuir a evitar, quizás, nada menos que la hecatombe de la Tercera Guerra. (c) LA GACETA