Oriana Fallaci, su legado

Por Sebastián Dozo Moreno para LA GACETA – BUENOS AIRES. Una mujer enérgica e intransigente que era muy semejante, casi idéntica en talante y actitud, a esos fanáticos a quienes fustigaba sin piedad. Privilegió la sinceridad sobre la cómoda diplomacia, y la convicción arriesgada sobre la duda acomodaticia.
Sobrados motivos tenía Oriana Fallaci para odiar a la muerte que la acechó los últimos años de su vida: la muerte, en el imaginario occidental viste de negro, al modo de las mujeres musulmanas, a las que no se les ve ni la cara ni la cabellera. Y ase una guadaña corva que semeja a la Media Luna del Islam. Buenas razones (viscerales y no racionales) tenía Oriana para no querer encontrarse con ese monstruo que ciega la vida. ¿Y acaso la Parca no mata sin anunciarse, como una terrorista, y siembra a su paso la devastación sin respetar los avances de la cultura y las buenas costumbres?»Ya sabía yo que eras musulmana», debe haberle dicho al encontrarse con ella, cara a nada (porque la muerte no tiene rostro), y su último grito, antes de lanzarse contra su mortal enemiga, debe haber sido: «¡Hay una sola Oriana, y Fallaci es su profeta!, en una última y valiente afirmación de vida, y de consustanciación espontánea con ese espectro fanático que impone su ley a cualquier costo, y desprecia llantos y súplicas femeniles.Y es que Oriana Fallaci, esa mujer enérgica e intransigente, era muy semejante, casi idéntica en talante y actitud, a los fanáticos a los que fustigaba sin piedad. Estaba amasada con la arcilla de los iluminados que fundan religiones, y de los líderes que encabezan revoluciones sangrientas. En nombre de la democracia y la civilización, soñaba con recibir la cabeza de Saddam Hussein en bandeja de plata, y ver al presidente de Irán metido en una jaula de Guantánamo, privado, por indigno, de los valores occidentales que es incapaz de comprender: libertad, tolerancia, igualdad…

«¡Guerra al Islam!», es el grito que resuena en su obra, con una estridencia que dista mucho de ser racional y cristiana. Pero Oriana no tenía que preocuparse por esta contradicción, ya que ella misma declaró ser «cristiana pero atea», es decir, no creyente en Dios, pero partidaria de la cultura pluralista occidental que -según ella- se deriva del cristianismo.
Oriana Fallaci estaba más cerca de los musulmanes fanáticos (de los fanáticos digo), que de los europeos liberales, y en ella se cumplió el viejo principio romano que postula la «coincidencia de los opuestos». Así como el frío quema y una alegría emocionante puede acabar en llanto, el odio de Fallaci contra el Islam fue fanático (todo odio lo es), y su beligerancia, propia de una fundamentalista. Al igual que el musulmán (o el cristiano) más intolerante, juzgó el mundo de un modo absoluto y monolítico, incapaz de reconocer los matices y semitonos, grados y variaciones de la realidad, que es múltiple y variopinta por definición (y de ahí su riqueza). Su forma de pensar, por tanto, fue racionalista y maniquea, y acabó dividiendo al mundo en occidentales y bárbaros.
Pero si su pensamiento fue implacable, su corazón fue apasionado: «cerebro frío y corazón ardiente», reza un lema antiguo, y en ella se realizó ese ideal, aun cuando el frío al que alude esa sentencia se relacione más con la lucidez que con la crueldad.
«El peor enemigo del hombre es el frío», dijo a su vez el filósofo Giovanni Papini, florentino y polemista como ella. Y otro toscano, Dante Alighieri, imaginó el infierno como un paisaje helado. Por eso, quizás, Oriana eligió arder en un fuego que la hizo crepitar de rabia, orgullo, y sinceridad quemante.
En una Europa en la que el escepticismo y el confort atentan con sumir el Viejo Continente en la tibieza anímica, y en una gélida e incomprometida «objetividad», Fallaci habló con el verbo incendiario de los profetas, y su pluma fue tizón encendido. No dijo, quizás, grandes verdades, pero -algo más válido aún- fue ella misma verdadera e insobornable.
En la Europa del triunfo del espíritu burgués, eligió exponer su vida como corresponsal de guerra, y buscó enemigos mortales para templar su ánimo en la fragua del combate cotidiano, y así no adormecerse. Como Unamuno, pudo decir: «Si no tengo alguien con quien discutir, lo invento, porque la vida es, ante todo, lucha, riesgo y desafío». Y así como Atenas tuvo su Esparta, y Roma su Cartago, Oriana tuvo su Islam, y acabó pareciéndose a su enemigo, como sucede siempre en toda lucha encarnizada y sin treguas.
Como periodista, y he aquí su legado máximo, privilegió la sinceridad sobre la cómoda diplomacia, el estilo brutal y directo sobre la redacción prolija y sin sangre, y la convicción arriesgada sobre la duda acomodaticia.
Murió Oriana Fallaci, o más exacto sería decir en honor a su temperamento fogoso: se extinguió. La consumió el fuego que la había enardecido.Que su alma inquieta halle descanso, pero que nunca, en toda la eternidad, goce de una paz tibia y burguesa. Amén. (c) LA GACETA