
Dostoyevski y la respuesta del campesino
Presiento el sentido eterno de mis acciones.
(Ramón del Valle Inclán)
Dostoyevski es un escritor arraigado en la verdad de su vida interior, y por lo tanto sincero y humano. Universal.
Su obra de ficción sólo puede ser llamada ficticia en un sentido muy relativo, porque cada página del agonista ruso es el resultado de una experiencia vivida con cuerpo y alma. Y, a su vez, la obra total de Dostoyevski es fruto, toda ella, de una experiencia única, que es el dilema entre la fe y la razón.
¿Existe Dios? Es la pregunta crucial de su obra. Una pregunta típicamente moderna, y una trampa mortal en más de un sentido. Primero, porque Dios ni existe ni no existe, porque de Él sólo puede decirse a lo sumo que «es»; y segundo, porque se trata de una pregunta que no tiene respuesta en el orden del intelecto. A la pregunta de si Dios existe, es decir, si el universo fue creado, si hay una vida después de la muerte, si el amor es posible, sólo hay respuestas vitales, así como para la pregunta de la sed sólo existe la respuesta incuestionable del agua. Y en haber hallado esas respuestas radica todo el genio del autor de Los Hermanos Karamazov. A la eterna y gran pregunta: «¿Existe Dios?», Fedor halló la respuesta de la belleza del mundo, y de la inocencia de los niños, y de la abnegación maternal de la mujer, y del remordimiento de los criminales, y de la bondad simple y evangélica del pueblo ruso?
El temor
Fedor Dostoyevski tenía 26 años. Estaba en Siberia condenado a cinco años de trabajos forzados por haber conspirado contra el zar. Sólo había participado de las reuniones de un grupo de idealistas que quería la abolición de la esclavitud, y escrito algunas obras cuyos héroes eran los humillados y ofendidos del gran Imperio, pero eso bastaba para ser acusado de conspirador, y condenado a pasar una temporada en el infierno blanco (previo simulacro de fusilamiento en la Plaza Semionovski de San Petersburgo)
Una noche, en el pabellón donde dormía junto a decenas de convictos, se despertó de golpe empapado en un sudor frío, aterrado, como quien vuelve a la vida en el pozo de su tumba, y así se quedó inmóvil con la mirada fija en la nada. ¿Sufriría un nuevo ataque de epilepsia? No. La sensación era otra. También era de vértigo, pero no era lo mismo. Un vacío distinto se abría ante él, y tenía la cara, los pies y las manos, congelados.
Se sentó al borde del camastro. Miró a su alrededor. Sólo veía bultos de sombra, cuerpos resoplando pesadamente, hinchados por la sangre de sus víctimas. Cuerpos viles, culpables, malolientes, con un alga en la boca y una anguila de odio en la conciencia (cuerpos de náufragos de la vida), y entre esos cuerpos, ni un alma. Ni siquiera la suya, agobiada ahora por ese peso de la carne: la melancolía. Porque también él, el místico, el poeta, había sido arrojado por una ola furiosa a esa playa maldita, y la única respuesta a su desolación era un coro de respiraciones roncas, una letanía diabólica de estertores, y no el arrullo de un mar infinito.
Respiró hondo y volteó la cabeza. ¿Y si hubiera una puerta por la que huir de esa fosa común? ¿No la había acaso?? Sí, una puerta roja y liviana, prohibida, que con sólo extender su brazo y causar en él tres heridas certeras, se abriría como por arte de magia. Tenía debajo de la almohada la llave (su navaja de afeitar), y en su brazo la cerradura (su muñeca venosa), y ante él la puerta invisible (su decisión de quitarse la vida).
Entonces no podría -es verdad-, llegar a ser un escritor célebre como había soñado, igual que Pushkin, que Gogol, que Shakespeare y que Balzac. Entonces las generaciones futuras no hablarían de él, ni llegaría a justificar su vida de pensador y de artista. ¿Pero cómo preocuparse del futuro inexistente cuando no se puede respirar, y se tienen secos el corazón y la garganta?
Y sucedió lo inesperado.
La tiniebla se desgarró ante él como una tela, y vio materializarse en el aire una escena de infancia. Un suceso que nunca antes había evocado, y que yacía oculto en el fondo del alma para manifestarse en ese instante extremo, y salvarlo.
¿Qué fue lo que recordó?
Tenía siete u ocho años. Había ido a pasar el verano al campo de su familia en las afueras de Moscú. Y una tarde, como casi todas las tardes, se paseaba por el bosque que él amaba (porque también ese bosque, como su alma de niño, estaba poblado de ecos y presencias furtivas, laberintos y sombras trémulas), cuando creyó ver entre dos árboles la silueta de un lobo. Dejó caer unas setas que había recogido debajo de un roble, y echó a correr despavorido. «¡Un lobo!», gritaba con el pensamiento, sin llegar a articular palabra, «¡un lobo!», y en su imaginación ya veía a su madre llorando sobre su pequeño cuerpo destrozado, y a su padre reprendiéndolo por haberse dejado alcanzar por una alimaña.
En la huida perdió un zapato, y luego el otro ¡rastro que el lobo no desaprovecharía! (un convicto se despertó y lo vio a Dostoyevski de perfil, sentado al borde del camastro como un fantasma, encorvado e inmóvil, como ausente)? Llegó a la encrucijada de dos avenidas de árboles y se detuvo; alzó la vista en busca de una salida imposible, y la bóveda vegetal le pareció más densa que un cielo anubarrado. Sintió ganas de llorar, pero los ojos negros del padre mirándolo debajo de dos cejas blancas y tupidas, lo reprimieron. Eligió una dirección y continuó su carrera, y a medida que pasaba el tiempo el lobo cobraba en su imaginación dimensiones míticas: ya no sentía que lo perseguía una fiera, sino el diablo en persona, con sus cuernos, su hambre de almas, y sus rojas pupilas penetrándolo todo (el diablo tal como se lo había descripto Masha, la nodriza, mostrando sus dientes desparejos durante el relato para hacer más vívida la imagen terrible) «¡San Vladimiro!», gritó en su conciencia, «¡Sálvame!»? Y al atravesar de un salto unas ramas de pino, se vio en un claro del bosque, con el cielo abierto en lo alto y los rayos del sol bañando los pastos de oro.
Pero no se sintió a salvo. Y al divisar a lo lejos la figura de un campesino, corrió hacia ella con el grito al fin en la garganta: «¡Un lobo!»? No tardó en abrazarse a las piernas del hombre como un devoto se aferra a la imagen de un santo en medio de un temblor de tierra. «¡Un lobo!», dijo una vez más, con la voz apagada y los ojos cerrados, respirando con agitación. El campesino, un viejo de barba blanca, esbelto y de piel curtida como un patriarca, soltó la azada, lo tomó de los hombros, e hincó una rodilla en tierra.
-Niño -le dijo sacudiéndolo apenas, y le apartó de los ojos el flequillo rubio, pegado a la frente por los goterones de sudor-, ¿Por qué tiemblas?… Aquí no hay ningún lobo?
Entonces sí lo miró al campesino, al que reconoció enseguida. Era Mariei, el más anciano de los esclavos de su padre. Pero no atinó a decir nada.
-Pequeño -dijo el viejo sonriente, con esa sonrisa que es luz y conocimiento-, ¡qué miedo has tenido! -y al decir esto, meneaba la cabeza maternalmente. Y sin más, le aplicó su pulgar áspero, negro de tierra, sobre los labios, y le dibujó allí la señal de la cruz, mientras decía como en un balbuceo:
-Que Cristo sea contigo, niño? A nada debes temer. A nada?
La libertad
Fedor se estremeció con un escalofrío. Las imágenes se fueron desvaneciendo en su memoria como un fresco que se derrite, y lo último que vio antes de quedar inmerso en las sombras de la celda, fue los ojos azules del anciano, igual a dos estrellas que se apagan lentas por la inminencia del alba. Pero aún sentía que el campesino le rozaba los labios, expulsando de su corazón al demonio del miedo, al lobo de la angustia, que casi le había devorado el alma en el fondo del bosque.
Miró a su alrededor. Ya no sentía deseos de quitarse la vida, y la sola idea de cometer ese acto abyecto lo avergonzaba. ¿Cómo había sido capaz de asomarse a ese abismo?
Y todos esos cuerpos gimientes que había mirado con lástima y rabia, ¿no eran hombres acaso, que expiaban sus culpas en ese purgatorio del fin del mundo? ¿No habían sido alguna vez, también ellos, niños asustados en busca de un corazón bondadoso?… ¿Y no habían cometido sus crímenes por no encontrar en su infancia un Mariei que los exorcizara con tres palabras y un roce bendito en los labios?
Una ola de compasión rompió en su frente con suavidad, y se le derramó por las mejillas un agua tibia que le saló la boca y el pensamiento. Amor. Eso era lo que sentía. Un amor fraternal por todos los hombres, los convictos y los libres, los míseros y los sabios, y por toda criatura viviente que alienta sobre esta Tierra (el recuerdo de un pequeño insecto verde que le había caminado por el pecho días atrás, le causó una ternura inmensa) Y sobre todo, ya no se sentía una víctima, y los años de condena que debía cumplir eran la ocasión ideal para purificar su alma. ¿O no era un designio de la Providencia que él sufriera ese destierro? Todo tenía sentido.
El corazón del hombre era un misterio insondable, con sus valles y desfiladeros, sus noches y albas rompientes, y cuando recuperara la libertad, dedicaría su obra de escritor a sondear ese prodigio del universo? ¿Pero no era libre ahora mismo, después de esa experiencia salvífica?
Sí, desde ese momento era un hombre libre, porque ya no lo encadenaban el odio y la cólera.
Él, que estaba en Siberia por querer la abolición de la esclavitud, había sido liberado esa noche por un esclavo. Él, Fedor Dostoyevski, futuro gran escritor de Rusia y el mundo, le debía su vida a un campesino oscuro que una tarde, veinte años atrás, lo había bendecido en el claro de un bosque.
© LA GACETA
Sebastián Dozo Moreno – Escritor,
profesor de Filosofía y de Literatura.