El secreto de la mujer

(Fragmento de la novela Otra vida para ese momento)

Apretó los dientes y dejó la copa. Debía disimular. No estaba acostumbrado a esas bebidas fuertes, pero debía parecer todo un hombre.

-Lo soy –y miró hacia donde estaba Florencia, que hablaba con dos amigas, en un sofá. Ella lo miró y le hizo un gesto de que se acercara. Obedeció. Ya comenzaba mal. Se había propuesto ignorarla y esa era su primera derrota. Pero ahora… no podía ser descortés. “¡Descortés!”, gritó en su interior. ¿Es que la cortesía era acaso una virtud? Así había sido educado, y debía estar en guardia contra…

-¿Así que un argentino suelto en Montevideo? -le dijo una de las amigas de Florencia. Vivaz. Regordeta. Con un vestido rojo apretado que le dejaba al desnudo las piernas. Cruzadas. Inclinadas a un costado.

-Sí. Soy de allá –dijo él, y en ese momento lamentó haber abandonado la copa que le habían ofrecido al entrar. Siempre es bueno aferrarse a algo cuando alguien asiste a una reunión. Un cigarrillo. Un vaso… Algo que compense la sensación de vacío que causan en el ánimo los desconocidos. Y curiosos. El horror al vacío que el ser humano experimenta al nacer, y el temblor intermitente que sufre en todo momento en los primeros meses de edad…

-¡Alejo!

-Sí… de allá. De Buenos Aires.

La del vestido rojo alzó las cejas y la miró a Florencia. Las dos rieron. Pero sin malicia. Maternalmente. Como festejando el instante en el que nuevo invitado se había quedado mirándolas sin responder. Con la mano medio abierta contra el pecho. Como si todavía sostuviera la copa que acababa de dejar.

Como por instinto. Una de las tres se levantó. Le acercó una silla. Y después le sirvió otra copa.

-Gracias –se ve que es un buen coñac –arriesgó Alejo.

-Sí. El mejor.

-¿Es francés?

-No, es uruguayo. Y acá le llamamos vodka.

-¡Ah! –y se lo tomó de un trago. Mientras oía una risita de fondo. Que lo humilló más que si hubiera puesto la cara de repulsión que reprimió al beberse esa bebida blanca de una sola vez.

El departamento estaba repleto de gente. La música sonaba como en una discoteca. A todo volumen. Ese, definitivamente. No era su elemento. Y lamentaba con toda el alma estar ahí. Sobre todo. Porque a partir de esa noche. Florencia lo conocería bien, y sabría que él no era ningún poeta pendenciero. Salvaje y de espíritu libérrimo. Sino un simple adolescente más. Inseguro. Y vanidoso. Incapaz de ponerse de un salto más allá de la moral burguesa, y de llevar a cabo una obra grande y memorable. Digna de figurar en libros de historia. En monumentos, y… torció la cabeza. Se miró en el vidrio de una ventana abierta. En la que también se espejaba la llegada al departamento de un joven alto. Melenudo. Con aspecto de… “Sí, es él”, pensó. Al reconocer al que la había saludado a Florencia a la salida del bar.

La llegada de ese nuevo invitado le aceleró los latidos. Era su rival. Sin duda. Florencia se había levantado de un salto al verlo llegar. Mientras que al llegar él…

-¿Se conocen hace mucho?

-¿Quiénes? –la de rojo se había inclinado hacia delante para hacerse oír.

-Ustedes, chiquilín. Vos y Florencia.

-No. De esta tarde.

-¿Te sirvo otra copa? –y se la sacó de la mano sin darle opción. Alejo vio cómo el que acababa de llegar ceñía la cintura de Florencia al saludarla, la apretaba contra su cuerpo, y le decía algo al oído como un seductor.

-¡Otra vodka con gusto a coñac!… Acá tenés.

-¿Qué? –y tomó la copa en forma automática. Sin quitarle la vista al recién llegado. Que la había llevado a Florencia hasta un grupo de amigos, como si fuera el dueño de la anfitriona. De la noche. Y del mundo entero… Alejo bebió y al tragar. Apretó los labios. Arqueó las cejas… ¿Podría llegar a moverse él con esa soltura, alguna vez? Con la despreocupación del que vive cada día como si se fuera a morir en cualquier momento. Y entonces lo ve todo desde arriba. Con ánimo soberano y alegre. Haciendo de cuenta que el mundo es un teatro, con millones de actores representando la obra de un idiota sin talento. En el que el más imbécil de la gran fiesta del mundo se lleva a la más linda de todas. Por la sola y absurda razón de que no tiene escrúpulos. Ni conciencia. Ni la clara intención de conquistar a nadie. Sino tan sólo de manosear a todas las mujeres y de hacerse notar.

-¿Está muy fuerte la música, no? –dijo la de rojo. Prestándole una excusa. Ante su obstinado silencio.

-Sí. Pero me gusta así.

-¿Y entonces?

-Entonces… ¡Ah!… Sí. Nos conocimos esta tarde, porque nos cruzamos en la plaza de casualidad.

-La casualidad es el dios de los tontos –le dijo ella, y soltó una carcajada estridente. Medio varonil. Alejo recordó a su viejo profesor. Y la miró a la muchacha por primera vez.

-¿Balzac?

-¡Qué cosa! –exclamó ella. Y le apoyó una mano en la rodilla, mirándolo a los ojos, sin dejar de reír-. Vos sos Alejo. Y yo soy Felicitas.

-¡Ah!… mucho gusto –y le dio un beso en la mejilla.

-¡No!… nosotros los uruguayos, damos dos besos. Porque el primero es el de la formalidad. Y el segundo… es el que cuenta.

-Bueno… está bien –y se dejó besar en ambos lados de la cara. No veía la hora de huir. Pero era incapaz de algo así. Todavía tenía esperanzas de hablar con Florencia, y de invitarla a algún lugar. Otro día. O esa misma noche. Si la reunión no terminaba tan tarde. Mientras tanto, el seductor hacía de las suyas. Agarrándola a Florencia con cualquier excusa. Tocándole el pelo. Empujándola. Tomándola de atrás. Tapándole los ojos… fumando. Bebiendo. Burlándose. Y riéndose de todo. Tal como él esperaba llegar a ser con las mujeres. Pero sobre todo con ella. Si tenía la oportunidad… alguna vez.

-Y es así cómo las tres llegamos a vivir juntas. A pesar de estudiar cosas distintas. Y de haber nacido en distintas ciudades. Pero fue así… Cuando nos conocimos. Supimos que teníamos que hacer la experiencia. Porque además. De otra manera. Ninguna podía independizarse. ¿Pagar un departamento una sola de nosotras? –agregó sin que nadie se lo preguntara-… ¡Imposible!…  En cambio así…

-¿Vivís con Florencia? –Felicitas se quedó boquiabierta. ¿No era lo que le venía contando desde hacía un buen rato?

-Sí. Y Julieta también.

-¿Cuál es?

-Esa –y en ese momento. El acosador de Florencia la estaba tomando también a Julieta. De la cintura.

-¿Y él quién es? –se le exaltó el corazón. Temía que le confirmara su peor temor.

-¿Quién?

-El que abraza a tu amiga.

-Es Ferdinando… Y sí. Suena raro. Pero me gusta. Es un nombre… no sé. De noble italiano –y la cara redonda. Rozagante. De Felicitas. Se demudó. ¿Acaso ella también estaba enamorada de ese alfeñique con cara de músico famélico?… Se bebió su tercera copa. Y esta vez. Él mismo se la fue a llenar. Envalentonado por el ardor que le había subido a las sienes. La coronilla. Y toda la cara. Repentinamente… el alcohol. Ese don de los dioses para los pobres mortales, tímidos e inconsistentes. Lo había alivianado, y hecho sentir confiado y alegre. Dueño de sí. O más bien… tan ajeno a sí mismo. Que se sentía capaz de todo. Incluso –pensó-, de besarla a Felicitas para celarla a Florencia. Y que de una vez por todas. Florencia se alejara de ese fantoche, y se fijara en él.

Cuando volvió a su silla. Ya no era el mismo. Los ojos le brillaban. Y acababa de palpar distraídamente. La sevillana en su bolsillo. Como para afianzar de ese modo su nueva identidad.

-¿Mascaró? –dijo ella, y se echó hacia atrás como para verlo mejor.

-Sí.

-Pero ese apellido… me suena de acá.

-¿De Montevideo?

-No sé. Creo que lo oí alguna vez.

-Es que mi bisabuelo vino de Francia a Uruguay, antes de irse a la Argentina.

-Sí… estoy segura de haberlo oído –le chocó la copa y bebieron a la par. Alejo pudo ver de reojo. Que Florencia venía hacia él. Y se inclinó sobre el hombro de Felicitas:

-Me encanta tu perfume.

-¿Mi perfume? –dijo, confundida. Se retrajo y la miró a Florencia con aire culpable. Como si le hubiera hecho la pregunta a ella, y no a él.

-¿Por qué no vienen para allá? Los varones están diciendo burradas de las mujeres. Y queremos oír lo que piensa un argentino. Porque según Mara, ustedes son más machistas que los de acá.

Alejo casi no la escuchó. Su sola presencia lo perturbaba. ¿Seria un neurasténico para que todo el cuerpo le temblara de ese modo?… Ignoraba lo que significaba esa palabra exactamente. Pero… ¿Y si el enamoramiento fuera un acceso de locura pasajera? Un estado de posesión. De obsesión irrefrenable. Una fiebre de la sangre desconocida hasta entonces, y por siglos enmascarada bajo el vago nombre de enamoramiento. “Eso pienso”, se dijo. Y fue presentado a los que estaban debatiendo.

-Alejo Mascaró –le dijo a su rival mirándolo a los ojos. Y estrechó su mano huesuda.

-¡Ah!… El mismísimo.

-¿Lo conocés? –le preguntó Florencia, asombrada.

Ferdinando frunció el ceño y soltó un rotundo “¡no!” que desató la risa de todos. Alejo torció la boca e hizo una mueca indefinida. Entre satisfecha y despreciativa.

-No te ofendas, amigo –dijo Ferdinando, le golpeó un hombro y le cambió la copa vacía por una llena. Alejo mostró los dientes y apuró su tercer trago sin respirar.

-¿Sos de Capital Federal? –le preguntó una voz.

-Sí… ¡No!… de las afueras.

-No te pierdas estos –le dijo uno con cara de prócer, por su nariz ganchuda y sus largas patillas, y le alargó una cajita de metal abierta, amarilla, repleta de cigarros. Alejo tomó uno y lo hizo girar con dos dedos debajo de la nariz. Tal como le había visto hacer a un amigo de su abuelo, muchos años atrás. El aroma intenso a tabaco lo arrancó un instante de ese lugar. Y lo transportó al cuarto húmedo de su infancia. En el que había enfermado de asma hasta casi morir.

-Gracias, huele muy bien…  –y otra mano se lo encendió.

-¡Ey!… ¡Así no!… Se fuma de este lado, o lo vas a quemar.

-¿Y entonces? Qué piensan ustedes de las mujeres –dijo una chica morena, cerrando el puño en la cintura quebrada.

Alejo jamás había fumado. Así que se concentró en dar pitadas cortas al cigarro, rogando en sus adentros que el maldito comenzara a humear. No debía volver a hacer el ridículo delante de Florencia. Ni del confianzudo que, nuevamente, la tenía agarrada de la cintura con un rictus de alegría triunfante en su cara afilada, de idiota feliz.

-¿Qué pensamos?

-¡Sí! –sonaron dos voces de mujer al unísono. Y Ferdinando miró hacia atrás por encima de su hombro, en señal de desdén. ¿Tan importante era lo que pensaba de las mujeres un argentino? Parecía decir con la mirada, mientras subía una ceja, y seguía el ritmo de la música con su zapato negro de taco alto, como de baile flamenco. “Sí… eso es lo que parece”, pensó Alejo echándole un vistazo fugaz, a través del humo azul del cigarro. “Un gitano andaluz”.

La miró a Florencia. El leve mareo que le provocaron las primeras inhalaciones de humo. Sumado al efecto del alcohol. Lo impelieron a hablar con soltura y confianza. Los ojos apenas entrecerrados. Y la sonrisa cínica. Altanera. Lo convertían en un típico porteño altanero. Que desde la torre de su vanidad mira a todos los que no hayan nacido en algún barrio selecto de Buenos Aires como a provincianos candorosos.

-De las mujeres no pensamos nada.

-¿En qué sentido? –dijo una, y se cruzó de brazos.

-Para conocer a una mujer no hay que pensar en ella –respondió sin vacilar. Y le dio una pitada a su cigarro.

-¿Y qué hay que hacer entonces? –preguntó otra.

Ferdinando no perdió la ocasión:

-Bueno… bueno… todos sabemos lo que hay que hacer para conocer a una mujer –puso los ojos en blanco y Felicitas soltó una risita histérica interminable.

-¿Qué hay que hacer? –dijo Alejo sin inmutarse-. Dejarla hablar.

-¿Acaso se las puede hacer callar? –preguntó Ferdinando. Se torció hacia delante por la risa y apoyó la frente en el hombro de Florencia, que estaba parada delante de él, con una copa en la mano, mirándolo a Alejo seriamente. Mordiéndose todo el tiempo el labio inferior.

Una pelirroja, esbelta y de pelo enrulado como un hada celta, que estaba sentada en una banqueta alta. Y que desde un principio lo había mirado a Alejo con los ojos entrecerrados. Como si lo estudiara. Salió en defensa de Alejo:

-¡Ey! –dejémoslo hablar. Es nuevo acá. Y nosotros nos conocemos desde siempre… ¡Y vos no seas tan niño! O qué van a pensar los argentinos de nosotros.

Si no hubiese habido música de fondo. Se habría sentido la densidad del silencio.

-¿Y para qué hay que dejarlas hablar? –preguntó el prócer.

-¿Para qué? –dijo Alejo en tono de obviedad-… Para poder mirarlas bien –y la miró a Florencia fijamente. Sosteniendo el cigarro a la altura del mentón. Con pulso firme.

-No entiendo –dijo ella, y se refregó la nariz con delicadeza.

Alejó soltó el humo en un suspiro largo. Se dejó caer apenas hacia atrás contra el borde del bar de algarrobo, y sentenció:

-Para saber lo que una mujer piensa, no hay que escucharla. Hay que mirarla a los ojos –Ferdinando abrió la boca para decir alguna humorada. Pero en cambio, tragó una bocanada de aire, movió la cabeza como un títere al que le aflojan los hilos, y se alejó del grupo silbando la canción que sonaba de fondo. Cuando regresó, lo hizo con una botella de licor en mano, y habló como si en su ausencia nadie hubiera dicho palabra:

-Y yo digo que para saber lo que las mujeres piensan, hay que emborracharlas como a un barril –y le colmó la copa a Florencia-. Y entonces, cuando se ponen a hablar sin parar por obra y gracia del alcohol. Ahí. En ese preciso momento… ¡Hay que besarlas! –hizo como que la iba a besar a Florencia, pero se movió lo bastante despacio como para darle a ella la oportunidad de esquivar el beso. Que sonó fuerte en su mejilla izquierda.

Alejo sintió un vértigo en la frente. La vodka y el tabaco. Lo habían colocado al borde de la exaltación sentimental. O de la violencia ciega. No estaba seguro. Porque tanto se sentía capaz de acostarse con dos mujeres a la vez. Como de sacar a relucir su sevillana, y cortar de un solo tajo la garganta de ese pretencioso. Y junto con la garganta, la risa estúpida que brotaba de ella en forma intermitente. Con ruido de agua que quedó atrapada en un caño.

La pelirroja descruzó los brazos, entrecerró aún más sus ojos rasgados, y cerró los puños sobre la barra:

-Así que lo que nosotras decimos… no importa nada. Porque el único sentido de que hablemos es que nos puedan mirar bien, sin incomodidad, o para callarnos de un beso y llevarnos a la cama después…

-Vas bien, Martina… -dijo Ferdinando con seriedad fingida-, seguí hablando, así el argentino te mira y llega a saber lo que verdaderamente pensás –volvieron a sonar las risas, pero un rato después el grupo se dispersó. Empezaba a enviciarse el aire festivo de la reunión.

-¡Bien Alejo! –le dijo Ferdinando, y le golpeó el hombro como a un viejo conocido. Se inclinó y le susurró-: yo pienso lo mismo que vos. Pero prefiero besarlas a mirarlas. Y acostarme con ellas a esperar que se vuelvan mentales, y se alejen de la verdad.

-¿Qué verdad? –dijo Alejo, y echó la cabeza hacia atrás para tomar distancia.

-La verdad de lo único que quieren.

-¿Y qué es?

Ferdinando soltó una carcajada, y cuando recobró el aire. Le sopló al oído:

-¡Todo! mi amigo. Las mujeres lo quieren todo. Y por eso hablan sin parar. Están muertas de ansiedad por el hambre que las carcome… Lo quieren todo. Así que  hay que prometerles la luna. Y todo lo demás.

Alejo levantó los hombros.

-Sí… puede ser.

Ferdinando frunció el entrecejo, y agregó, en tono conspirativo:

-Sé lo que te digo… No quieren una sola cosa. Lo quieren todo… así que de poco sirve mirarlas y dejarlas hablar. Hay que tocarlas todo el tiempo… porque son animales sensitivos. Emocionales. Y en todo momento, no hay que dejar de prometerles la luna, el oro… y todo lo demás.

-¿Qué es todo lo demás?

-El resto de lo que nadie puede darles.

-¿Entonces hay que mentirles? –dijo Alejo, extrañado por la súbita familiaridad que se había creado entre ambos.

-No. Nada de mentiras. No hay que mentirles… hay que hacerlas soñar. Que no es lo mismo.

-Con mentiras –insistió Alejo.

Ferdinando lo miró como a un caso perdido. Pero enseguida recobró la hilaridad, y le dijo condescendiente:

-La vida es ilusión. Para que exista la mentira. Tiene que existir antes la verdad. Y no existe… ¿No jugábamos de chicos con espadas? ¿No tenemos ahora esta copa en la mano y este cigarro entre los dedos? Antes nos creíamos héroes de historieta. Ahora, amantes de novela. O sujetos interesantes e irrepetibles. Pero de todos modos… -y le rodeó el cuello con su brazo como para decirle una confidencia-… hagamos lo que hagamos, van a terminar desenamorándose. Porque después del sueño. Viene el despertar… ¡Es una ley implacable! –agregó con énfasis teatral, alzando su copa-. Y además… ¿Quién puede sostener mucho tiempo la gran farsa? Ellas no tardan en descubrir que los príncipes azules destiñen, y que cuando el jinete se baja del caballo para descansar un poco, sólo queda en pie ante ellas un bípedo implume. Ridículo y desgarbado. Incapaz de un brío demasiado prolongado. Y muchos menos, de hacer tronar el suelo con su paso zambo de mono vestido… ¡Pero bueno!… Mientras dure la bella mentira… Hay que hacerlas soñar, para que ellas a su vez nos hagan felices con sus besos y caricias… ¿Hay algo mejor y más engañoso en este mundo que un cuerpo de mujer?

-¿Por qué engañoso? –Alejo no podía reprimir su curiosidad.

-Porque nosotros no queremos todo como ellas. Sino una sola cosa. Sus cuerpos suaves y sinuosos –dibujó una curva en el aire con la punta de su cigarrillo-. O escuálidos. O pulposos… ¡Da igual!… Y sin embargo… también eso es pura ilusión, y ellas lo saben. Y por eso se pintarrajean. Se adornan. Se echan perfume… Para alimentar nuestra torpe ilusión. Y que perdamos el sueño por ese paraíso artificial… -bajó el mentón y dijo con una voz ronca que no parecía suya-: porque ellas creen que si nos entregan sus cuerpos, que en su fondo son tan excrementicios y tripudos como los nuestros, les vamos a dar ese todo con el que sueñan, y que ni el mismo Cristo, ni Wotan, ni los dioses habidos y por haber, saben lo que es… pero que aunque lo supieran no podrían dárselo, porque tampoco hay capacidad en ellas para que alguien les pueda meter adentro el universo, y todo lo demás… ¿O sí?… Pero lo más importante… -meneó la cabeza, como si lo que iba a decir fuera a sonar incomprensible para un inexperiente como parecía ser Alejo-, lo más extraño. Es que ellas saben muy bien, a su vez, que nuestras promesas son puras mentiras. Y sin embargo… quieren con todo su ser, y con cada partícula de sus cuerpos endemoniados, que tengamos la hombría de sostener el engaño lo más posible. Porque si algo no te perdonan las mujeres, Alejandro…

-Alejo.

-Sí… bueno. Alejo… Si algo no te perdonan. Es que las despiertes a la realidad. Que derribes el castillo de ilusión que, días tras día, edificaron desde su primera infancia, jugando con princesas y jinetes montados en caballos con alas, pero sobre todo… dibujando esos típicos corazones en sus agendas y en sus cuadernos. Y en el dorso de sus manos, y en sus libros de escuela… ¡En todas partes!… ¡Ah!… y yo… ¡Qué ingenuo! –y se golpeó tres veces la frente-. Creía que esos corazones eran un símbolo del amor más puro. Pero no. Nada de eso.

-¿Y qué eran?

-Bueno… es que yo no sabía nada de la vida. Creí que soñaban de verdad con un gran amor. Con un hombre cabal que las protegiera y… pero me di cuenta. Ahora. A mis años –hablaba como si tuviera cuatro veces su edad-. De que esos corazoncitos en apariencia tan inocentes e infantiles. Eran un símbolo evidente… ¡Y funesto! de la sed de irrealidad que las consume desde su nacimiento. Quieren soñar y soñar. Evadirse eternamente. Crearse un mundo de fantasías… ¿De qué color? –y lo miró interrogativamente.

-¿Rosa?

-Que es el color favorito de todas las niñas en determinada edad. Entre los siete y  los ocho. O algo así. Mi hermana menor. Cuando cumplió los ocho años. Empezó a dibujar y a pegar corazones de ese color por todas partes. Parecía loca. O poseída por un demonio sentimental… No sé. Pero donde yo mirara, en sus cosas, o en su habitación… ahí estaban, por todas partes, esas manzanitas rojas caídas del árbol del paraíso perdido… como si la pobre fuera una Eva obsesionada por su delito… Había que verla para creerlo. No dejaba de hacer sus dibujitos por todas partes… como… ¡Qué se yo!… no me mires así. Es que pensé mucho estas cuestiones, y sé lo que digo… son el sexo débil. Y no soportan la realidad. En cambio nosotros…

-No creo que seamos el sexo fuerte.

-No sé, pero mientras que ellas soñaban con sus amores platónicos, nosotros dibujábamos sus pechos, sus piernas… no dejábamos de decir obscenidades, y de tratar de mirarlas de atrás cuando se alejaban. Pero… pero… -soltó una risa astuta y lo miró a Alejo de reojo, como si al fin hubiera llegado a lo que quería decir-, en definitiva tanto ellas como nosotros buscamos antes y siempre lo mismo –hizo un silencio para crear suspenso, sin borrar la sonrisa.

-¿Y es…? –preguntó Alejo con desgano, aun cuando moría por conocer la respuesta.

-Evadirnos de este raro mundo en el que nos tocó nacer. Ellas, creándose un mundo de fantasías con la complicidad de nuestras promesas. Nosotros, prometiéndoles lo que pretenden, para poder narcotizarnos con sus cuerpos divinos…

-¿No eran tripudos y excremen…?

-¡Ey! Amigo… -lo detuvo, tocándole la boca con la copa vacía-. Eso que dije fue sólo un paréntesis, y en voz baja, para llegar al fondo de la cuestión. Pero ahora ya volví a correrle el velo a la cruda verdad. ¿O creés que nosotros no necesitamos también del bello engaño para gozar de la vida y ser felices?

-Hablás como si ellas no quisieran narcotizarse con nuestros cuerpos, igual que nosotros con el de ellas.

Ferdinando echó la cabeza hacia atrás, y esperó a que le cayera en su boca abierta la última gota de alcohol de su copa, como si no supiera qué decir, y de ese modo retardara su respuesta. Pero se relamió los labios. Lo miró a Alejo con sus ojos brillosos. Y dijo sin titubear:

-No es lo mismo. Mientras que ellas hacen el amor para enamorarse y seguir soñando con sus castillos de niebla azul, nosotros hacemos el amor para enamorarlas, y  poder seguir gozando de nuestra evasión favorita… sus cuerpos.

Alejo desvió la mirada hacia Florencia, que conversaba en un rincón con dos amigas.

-¿Y si rompemos su ilusión demasiado pronto?

-Eso no es tan fácil. Porque ellas mismas no quieren que las desilusionemos. Amigo mío… Hay que hacer mucho ruido para despertarlas… No basta con derribar una almena, o prender fuego a una torre. Lo mejor y más inteligente no es hacer nada de eso, sino…  romper el mecanismo del puente levadizo, e impedirles que crucen el foso que las separa de la realidad… ¡Sí!… eso mismo. Hacerlas soñar y soñar. Y si no fuimos lo bastante principescos, negarlo todo, para llegar a merecer su perdón. Porque lo único que ellas no perdonan…

-Sí, ya entendí… es que las despertemos a la cruda verdad.

-Porque una mujer descreída y lúcida, mi amigo. Es un demonio.

-Lo malo de una mujer con el corazón roto, es que empieza a repartir los pedazos –dijo Alejo, dándose aires de entendido. Y no sabía cómo le había afluido del fondo de la memoria esa frase que le había oído una vez a su viejo profesor.

-Eso me gustó… ¡Salud!

-¡Salud! –Alejo echó la cabeza hacia atrás para beber. Pero también su copa estaba vacía, y no cayó en su lengua ni una sola gota de alcohol.

No bien pudo. Se apartó de su raro nuevo amigo. Y se dirigió hacia donde estaba Florencia, hablando con unas amigas en un rincón. Pero cuando estaba a unos pasos de ella, tropezó con una poltrona y para disimular su torpeza se dejó caer en ella. En forma indecorosa. Desde ahí la pudo observar a su placer. Aún no había podido verla bien. Quizás todo no era más que una fantasía de su mente. Una fascinación absurda y efímera… Estiró las piernas, y con el mentón en la palma la miró desde atrás de sus cejas. Acechante. Estudiando cada movimiento de sus manos, de dedos largos y finos. Sus sonrisas tímidas. Su modo desgarbado, cansino. Como si reposara en sí misma. Su pelo negro enrulado, que le daba el aire de una heroína de cuento infantil… “No… no… no es eso”, y sacudió la cabeza. Avergonzado de su ocurrencia. ¿Y si lo que le fascinaba de ella –insistió su voz interior-, fuera que se parecía al dibujo de un libro suyo de infancia?… Solía enamorase platónicamente de las mujeres idealizadas de sus libros de caballerías, que le regalaba una tía suya en cada cumpleaños y cada Navidad. “A lo mejor, es igual a una de esas mujeres que yo acariciaba en secreto, antes de dormirme”, y recordó cómo lo había cautivado una cabellera roja de mujer, de unos de esos cuentos “estúpidos” de princesas idílicas. Irreales. “Pero ella no tiene el pelo rojo, sino negro”, y descartó la teoría de la asociación inconsciente. “Claro que nunca se sabe…”, se objetó a sí mismo. Y notó que lo que más le gustaba, eran sus ojos. Violetas y pequeños. Muy redondos. Como de niña asombrada. Que cuando reía le quedaban igualmente abiertos. Expresivos. Y brillantes. “Sí, sus ojos… son un prodigio de la naturaleza… Qué linda es…”.

-¡Maldición!

-¡Ey!… –sonó una voz en su oído izquierdo. Felicitas había vuelto a sentarse al lado suyo-. ¿Qué estás maldiciendo?

-Mi suerte –dijo sin pensar.

-¿Tan mala es?

-No… en realidad.

-¿Qué te decía Nando?

-¿Quién?

-Ferdinando… le decimos así.

-¡Ah! Nada. Me contaba sus pensamientos sobre… muchas cosas.

-¿Te habló de mí? –y se sonrojó hasta la raíz del pelo. Alejo la miró. Era evidente que Felicitas estaba enamorada de ese seudo galán.

-No… bueno. Puede ser. Dijo tantas cosas y tan rápido que por momentos me distraje –Felicitas perdió la mirada en el vacío, y sonrió triste. Sin disimular.

-Me tengo que ir –dijo Alejo, y se levantó de un salto. Como alguien que toma una decisión tras deliberar consigo mismo. Sabía que lo mejor era irse cuanto antes, antes de que Florencia advirtiera su estado de debilidad.

-¿Tan temprano? –y al decirle esto. Felicitas le apretó el brazo e intentó sentarlo de nuevo. Pero fue inútil. Alejo se despidió de Florencia con un beso rápido en la mejilla y un “gracias por todo” en el oído, por causa de la música estridente. Lo buscó a Ferdinando para saludarlo, pero no lo vio por ningún lado.

-¿Lo viste a Nando? –le preguntó a Felicitas acercándose a ella con la actitud del que no puede esperar ni un minuto más para marcharse. La espalda tensa como tabla, y el pie izquierdo adelantado, apuntando a la salida.

-Sí. Hace un rato se fue. Siempre es igual. De un momento a otro desaparece sin avisar. No sé… es un excéntrico. No le importa nada de nada. Él es así –y al decir esto, tragó aire y se quedó con la boca abierta, como si reprimiera un sollozo.

-Bueno… ¡Saludos! –dijo Alejo, y se encaminó a la puerta sin mirar atrás. Pero cuando ya había aferrado el picaporte para salir…

-Alejo.

Se volvió. Era Florencia. Que lo detenía con la mirada.

-Gracias Florencia, la pasé muy…

-¿Querés venir a comer mañana a casa, así me contás de tu vida en Buenos Aires, y…? –se ofuscó y no pudo seguir.

-A las diez estoy acá. Con un buen vino –dijo él con la voz entera. Gracias al fuego blanco de la vodka que todavía le ardía la sangre. Como una lava lenta. Roja y ennegrecida. Que le hinchaba las venas a su paso. Y se las hacías latir. Intermitente. Fuertemente.

Cerró la puerta tras de sí. Llamó el ascensor. Pero no podía esperar. Estaba exaltado. Se lanzó escaleras abajo sin encender la luz… ¡Ojalá hubiese estado en el piso cincuenta y no en el séptimo, para disfrutar por más tiempo de ese descendimiento frenético en medio de la oscuridad!… Era como arrojarse al vacío. O como descender a los infiernos al modo en que debió hacerlo Orfeo, cuando los dioses le permitieron ir en busca de Eurídice, con la condición de que… -se paró en seco. Sufrió un vahído… Acababa de tener una especie de déjà vu. Pero no era el recuerdo de algo vivido antes… Sino una especie de…

-Memoria del futuro –dijo. Tomó aire. Y siguió descendiendo. Un poco más lento. Sin terminar de creer que Florencia, verdaderamente, a último momento, lo había invitado a él. Un desconocido. A pesar de su torpeza y de su…

-¡Ah! –gritó, al toparse con el bulto de alguien sentado en un escalón-. Perdón, venía bajando muy rápido y…

-Alejo. Soy yo.

-¿Nando?

-Sí.

-Pero… ¿Qué hacés acá sentado en…?

-No enciendas la luz. Por favor.

-Está bien –y se sentó junto a él. Despacio. En cámara lenta.

-No pude terminar de bajar –dijo Ferdinando con voz cavernosa.

-¿Te lastimaste un pie, o…?

Ferdinando chasqueó la lengua, en señal de negación.

-No tuve fuerzas para bajar –repitió.

-¿Tomaste mucho?

-No.

Alejo esperó a que se explicara.

-Es por el esfuerzo que acabo de hacer.

-No entiendo. Son siete pisos y…

-Allá arriba Alejo. No te lo puedo explicar. No tengo fuerzas para levantarme y bajar los escalones que me quedan. Te juro que no puedo.

Alejo le aferró un brazo para levantarlo. Pero Ferdinando se resistió.

-No. Un momento más. Necesito unos minutos más para reponerme –no parecía ebrio. Así que Alejo no podía imaginar la razón del estado de extenuación de ese galante cínico y despreocupado que apenas un rato atrás, había hablado tan enérgicamente y dueño de sí.

-Está bien –y ambos se quedaron en silencio. Respirando en la tiniebla total. Como dos fantasmas de ese edificio que representaba, con sus formas y símbolos, distintos Cantos de la Divina Comedia. Dos almas detenidas al filo de un precipicio del reino de ultratumba. Eso eran… o parecían ser más bien. La una, creyéndose al borde del mismísimo infierno. La otra. Sintiéndose en el místico y resonante umbral del paraíso celeste, a pesar de que había bajado seis pisos como ángel caído que arrastra el soplo maldecidor de Dios.

-¿Vas a contarme lo que te pasa?

-Sí. Sólo un momento más… Alejo. Y voy a estar bien.

Todo se iluminó un instante por el ascensor que pasaba. Bufando. Como un cuerpo en llamas cayendo con lentitud irreal. A ninguna parte.

Al rato salieron del edificio. Ferdinando iba asido a Alejo, como un beodo.

Alejo se detuvo. Miró hacia arriba. A la ventana iluminada de Florencia.

-Me invitó a venir mañana –dijo, por lo bajo. Ferdinando lo miró. Hizo un ruido con la boca, y se inclinó hacia delante para darse impulso. Seguía en estado de extenuación. -¿Vas a contarme lo que te pasa?

-¿No es evidente, acaso?

Alejo, por respuesta, lo miró de reojo.

-Está bien. Te lo contaré todo… vamos a la ciudad vieja –echó la cabeza hacia atrás y tomó aire. Alejo volvió alzar la vista. Hacia la ventana iluminada de Florencia, con los ojos nublados. Ebrio de felicidad.