El Primer Diluvio

(Relato de Novilunio)

—Resiste, Eva, mujer mía, resiste…

Hacía siete días con sus noches que Adán y Eva, expulsados del Paraíso por su arrogancia, caminaban sin rumbo, desolados, en busca de hogar. En todo ese tiempo no habían dormido, pero el sueño, otrora siervo suyos, no se había enseñoreado aún por completo de sus voluntades, y les era posible permanecer despiertos sin desvanecerse. Pero estaban exhaustos, y no podían comprender la naturaleza de ese nuevo estado que les volvía pesados los miembros, vacío el estómago, y árido el pensamiento. Sólo unos días atrás (que parecían cientos de años, pues antes el tiempo no era peso y desgaste, sino sólo movimiento vivaz y continuo de todo lo existente); sólo unos días atrás podían dormir cuando les viniera en gana, o cuando, luego de una dulce e intensa jornada, se tendían desnudos en la hierba olorosa, y entraban en un letargo extático que les abría las puertas de las moradas celestes. Nunca un estado de fatiga mortal; nunca el martirio del hambre y la sed.

—¡No puedo más! —gimió Eva, y se desplomó en la hojarasca amarilla del bosque (la impotencia humana había dado su primer vagido en el mundo).

Mientras estaba tendida con los ojos azules semi cerrados, vio cómo una hoja traslúcida caía delante de sus ojos: «Qué leve eres, hermana», pensó, y era la primera vez en siglos que advertía la liviandad de una creatura. Ni siquiera contemplando a las aves había concebido un pensamiento parecido, pero ahora, desde su pesantez espiritual y corpórea, podía conocer en hondura la condición etérea de una hoja diáfana, y una envidia incontenible la poseyó como un demonio: arrastróse su mano perezosa por entre el humus del bosque, tomó con la punta de los dedos el frágil corazón otoñal que había caído de lo alto, y lo hizo trizas en un instante. Las copas de los árboles se estremecieron (el suspiro de Dios acaso), la tierra tembló, y Eva se deshizo en un llanto inconsolable: desde que el Hacedor pusiese orden en el Caos primordial, y horneara a Adán insuflándole el Espíritu por las narices, el hombre no había atentado contra ese mundo del que hasta entonces fuera señor y custodio providente.

Adán cayó de rodillas, y en un impulso desesperado por ocultar el crimen de la insensata, hizo un pozo en la tierra y escondió allí los restos de la hoja asesinada (en aquellos primeros tiempos que siguieron a la caída, el hombre no había perdido aún la conciencia de la dimensiones cósmicas de un acto de odio, por insignificante que éste pareciera).

Eva lloró y lloró hasta quedarse dormida. Adán, sentado a su lado sin atreverse a tocarla, no podía creer lo que había visto. Era un fenómeno más sobrecogedor que  el rayo, y más fugaz que una lluvia de enero. «Llanto», lo llamó, habituado a dar nombre a todo lo nuevo que veía, ya se tratara de ríos o estrellas, de estados del alma o insectos zumbadores. Pero no salía de su estupor, aun cuando había logrado reducir el suceso a los límites aéreos de una palabra. La mujer que ahora yacía dormida ante sus ojos, ¿era en verdad la misma que hace un instante se agitaba con el rostro desfigurado?… No podía aceptarlo. ¿Cómo era que había brotado agua de esos ojos que él comparó hace mil años con el lucero de la mañana? Y su pecho hermosísimo, sereno, ¿cómo pudo ser presa de tan horrendos espasmos? ¿Acaso el alma de Eva había aleteado alocada en un vano intento por liberarse? Y esa boca que él vio torcerse en un rictus de congoja, ¿era la misma boca que entonara en las noches cánticos de alabanza a todas las criaturas del cielo y de la tierra? Y esos puños crispados, ¿eran las mismas manos que hacían nacer en las piedras, con sólo rozarlas, flores multicolores que antes no existían? Y ese cabello enmarañado por la angustia, ¿era el mismo oro blando que él, sin ninguna codicia, había acariciado desde el principio de los tiempos? Y ni siquiera ese cuerpo encogido que yacía ahora inmóvil sobre las hojas podía ser el que él tanto había amado: sus brazos, rodeando la atormentada cabeza, y las piernas cruzadas y contraídas, hacían pensar en víboras enroscadas libidinosamente. Además, el rostro de Eva, tenso y con la boca entreabierta, tenía un aspecto temible, pero Adán no podía saber aún que lo que ahora le causaba pavura era estar viendo una prefiguración de lo que él llamaría, tiempo después, con temblor y delirio: «muerte».

Adán se acostó junto a Eva; la miró, y sintió un odio homicida. El cuerpo de Eva se conmovió presa de un escalofrío.

Siete días con sus noches Adán y Eva permanecieron tendidos a la intemperie, y al amanecer del octavo día despertaron, más pesarosos de lo que se habían dormido.

—Siento frío —fueron las primeras palabras de Eva. Y Adán vio, serenado, que su mujer había recuperado algo de su antigua belleza. La abrazó con piedad, pero ella seguía temblando: siete días con sus noches había soñado la infeliz con una bestia bicéfala que, desde el hueco sombrío de una caverna, la miraba en silencio con sus cuatro ojos verdes de amarilla pupila, y no podía borrar de su mente esa mirada. Eva sintió remordimiento por su pesadilla diabólica, pero no dijo nada. Adán, a su vez, también guardó hasta la muerte el secreto de un hórrido sueño que había tenido durante esos días y noches.

—Abandonemos este bosque —le dijo Adán a Eva en voz baja, con la ansiedad de un fugitivo.

Tres días caminaron sin descanso bajo la bóveda de inmensos coihues, hasta que al fin emergieron de ese templo natural en el amanecer del cuarto día.

Se tomaron de la mano, y avanzaron atónitos con los cabellos revueltos por un viento iracundo: se hallaban en lo alto de un acantilado, y ante ellos, verdinegro, magnífico, se extendía el mar como un jardín embravecido. Las olas se estrellaban contra la mole pétrea, y la tierra vacilaba a intervalos como si fuera a desquiciarse el mundo.

—¿Qué es aquello? —balbuceó Eva con los labios morados señalando el horizonte.

A lo lejos, en alta mar, diluviaba de un modo extraño.

—Camina, Eva, y no te detengas —le ordenó Adán con firmeza aferrándole un brazo.

Eva obedeció, pero a los pocos pasos se detuvo.

—¿De dónde proviene ese estruendo?

—De las olas —dijo Adán, y en vano la forzó para que avanzara.

—No, proviene de esa lluvia que cae al mar. Pero… ¿Pueden ser las gotas tan gruesas como para…?

—¡Camina, mujer, y no te detengas! —la interrumpió Adán obligándola a avanzar.

Ni Eva ni Adán habían visto en su milenaria vida algo semejante: una catarata plateada, preñada de relámpagos, caía del cielo al mar, y el viento que provenía de aquella negra tormenta, y que sublevaba a las olas contra el acantilado impenetrable, estaba cargado de voces confusas, como aullidos.

Eva, con el perfil a ratos iluminado por repentinas fulguraciones, avanzó asida al brazo del que la conducía.

—Adán, esposo mío —dijo aún, grávida de presentimientos, y con la cabellera agitada por una ráfaga gélida de alaridos y blasfemias—, ¿qué es ese espantoso diluvio que cae al mar?

Adán, sin detenerse, la apretó fuertemente contra su cuerpo y, reprimiendo un sollozo, le dijo tan sólo, en un susurro:

—Ángeles.