El hombre que cae
I
Caigo, luego existo…
Así como no puedo recordar el día de mi nacimiento, tampoco recuerdo cómo comenzó todo. Simplemente, abrí un día los ojos y me vi cayendo al vacío, ileso, lúcido, y tan liviano como una piedra arrojada al mar desde el filo de un acantilado.
No sé cuánto hace que me precipito por esta grieta del tiempo, a veces en posición vertical, otras de cabeza al abismo, o acostado en el aire como un paracaidista suicida. Pero de algo estoy seguro, y es que caigo como estrella fugaz hacia ninguna parte, con mis ropas blancas flameantes, mi cabellera convertida en una llama furiosa, y el zumbido del aire en mis oídos como si cayera en el interior de una caracola gigantesca.
Sí un filósofo dijo que sabía que existía porque pensaba, yo sé de mi existencia porque caigo, y esta certeza física es la única tierra firme en medio de mi precipitación. “Caigo, luego existo”, es mi principio filosófico, y si dudara de esto, me desintegraría de pronto como un cuerpo celeste que colisiona con la atmósfera a la velocidad de la angustia (la angustia, como la luz, tiene su propia velocidad, y su vértigo propio).
Pero si bien no recuerdo cuándo perdí pie en el mundo (y este olvido me hace sentir que siempre me abismé en esta nada) tengo sin embargo recuerdos intermitentes de mi vida pasada, y por la cantidad de evocaciones librescas que pueblan mi memoria, deduzco que me dediqué en mi vida mundana a las letras y la filosofía, y que fui un devorador insaciable de libros, y un rumiador de esos problemas típicamente metafísicos que a nadie importan (excepto a los que fracasan en el amor, o que no nacieron para amasar fortuna).
¿Qué otra cosa puedo hacer en este estado más que pensar, recordar, y describir los paisajes cambiantes que veo desfilar ante mis ojos, como si viera proyectarse en gigantes pantallas naturales mil y un imágenes diversas? ¡Ah!, pero no se crea que estoy completamente solo en esta odisea caidística, porque lo cierto es que tengo encuentros frecuentes con otros seres que comparten mi condición, si bien un golpe de viento, o una aceleración repentina, hace que volvamos a separarnos para siempre en este indeterminado espacio aéreo.
Dije que veo al mundo como un desfile de paisajes diversos, y es verdad. Y comparé la experiencia con la visión de imágenes proyectadas en pantallas gigantescas. Pero por momentos tengo la sensación de que viajo en la locomotora de un tren que cae verticalmente al vacío, y que veo al mundo a través de la ventana estrecha de esa máquina de hierro. ¿A qué se debe esa sensación?… Tal vez, a que hay una relación estrecha entre caer, ver un film, leer un libro, y viajar en tren. En los cuatro casos se experimenta lo mismo: contemplación de un paisaje huidizo desde una situación de aparente inmovilidad física. ¿No les placía a los hermanos Lumiere filmar montados en locomotoras?… ¿No leí una vez que la lectura es el placer de los que no pueden viajar en tren? ¿No cambian las imágenes de los films vertiginosamente para darle al espectador la sensación de que viaja asomado a la ventanilla de algún tren fabuloso, como el Expreso de Oriente, o el Transiberiano?…
Como sea, aquí va la narración de una aventura que tuve en mi caída descencional… ¿Pero quién puede decir si la caída en el vacío es un descenso o una ascensión?
II
La catedral azul
Rara vez caigo entre paredes verticales. Por el contrario, con frecuencia veo paisajes magníficos, e incluso desconocidos en la dimensión terrestre: planetas de agua verde cargados de peces, o praderas en cuyos confines hay cabañas de familias campesinas que bendicen el pan a la luz de una lámpara de aceite. Yo mismo estuve en una cabaña semejante una vez, y no en mi vida anterior, sino durante el tiempo de mi nueva condición. ¿Cómo fue posible esto?…
Estaba cayendo al vacío sin sentir en mi cuerpo la resistencia del aire, cuando vi que me acercaba a una especie de gran nube preñada de luz. Hacía tiempo que nada se interponía en mi caída, y tuve la esperanza de que esa nube me libraría del vértigo que sentía desde hacía… ¿días?… ¿meses?… Pero mi esperanza se deshizo al temer que esa masa gaseosa fuera inmensa como una nebulosa, y que pudiera quedar atrapado por miles de millones de años. Sin embargo, no me sumergí tan pronto como creía en esa materia resplandeciente, sino que tuve tiempo de dormir diez veces antes de mezclarme con ese elemento. Supe entonces lo que debió sentir el peregrino medieval al divisar a lo lejos la torre de una catedral gótica diez días antes de llegar a destino (o más bien, lo que debió sentir el ave migratoria que pasaba por encima de la cabeza del peregrino rumbo al campanario de una catedral gótica). ¿Por qué digo esto?, porque en verdad divisé en esa niebla que me aguardaba una especie de torre catedralicia que hendía la espesura con su aguja afilada.
Y cuando estuve más cerca, llegué a ver la mole entera de una catedral, y me emocioné como un astrónomo que al apuntar su telescopio a la nebulosa de El Ojo de la Cerradura, viera una catedral magnífica suspendida en el espacio, entre real y fantasmagórica, hermana de la catedral azul del gran Turner.
Hasta ese momento de mi caída libre, nunca había visto más que paisajes naturales, pero jamás una obra construida por el hombre, ni tampoco a un hombre, ni a una mujer (excepto en mis fantasías abisales). Así que pensé que podía ser una alucinación, y abrí un brazo para girar en el vacío y quedar de espaldas a esa nube de engaño.
Entonces oí un ruido profundo (una vibración) y todo el cuerpo se me estremeció como si fuera lamido por llamaradas feroces. También sentí que esa vibración, de tan poderosa, retardaba la velocidad de mi caída, y empecé a descender en círculos concéntricos como una pluma que cae desde lo alto de un campanario… No tardé en comprender que esa vibración era un poderoso tañido de campanas que me llegaba de la nebulosa Sin Nombre, y abriendo mi brazo nuevamente, giré y me puse de cara a la masa difusa que brillaba con intensidad.
“Allí debe haber suelo firme”, pensé, pero… ¿Y si esa catedral estuviera echa de niebla y luz, y no precisara de un cimiento sólido?… No. Imposible. Ese sonido sólo podía provenir de campanas de bronce, y el peso del bronce exige una torre firme como una roca. Por lo tanto, esa catedral era real y compacta, y yo caía hacia ella como un ave migratoria que fuera arrastrada en el espacio por un viento solar.
Oí el doblar de campanas cada vez más cerca, y tal era el impacto de la vibración en mi cuerpo, que me sentí una hoja de otoño suspendida sobre el calor de una fogata un instante antes de ser devorada. Y empecé a desvariar: “¡Ah!… he aquí la diferencia entre la literatura y la filosofía ¾pensé¾: mientras la literatura se pregunta por quién doblan las campanas, la filosofía se pregunta por qué doblan… ¡Por qué!… ¡Por qué!.. Y se refugia en esa pregunta para no tener que pensar en el amor”… Y recordé la escena de un film de Tarkovski en el que un niño construye una campana con la sola ciencia de su fe invencible, y de pronto esas campanas que me sacudían con su tañido se me volvieron amables, inofensivas, y hospitalarias… Y perdí el sentido por completo.
Cuando desperté, estaba acostado cabeza abajo en una pradera mullida, y los oídos me zumbaban (un fuerte viento agitaba mis ropas). Estaba ileso y ya no caía, pero en mi cuerpo tenía aún esa sensación de caída libre que ya formaba parte de mi humana condición. ¿Estaría sufriendo algo similar al mareo de tierra que experimentan los marinos al pisar tierra firme tras larga travesía? Me puse de pie y miré alrededor, y no pude ver más allá de unos pocos metros de distancia: una niebla espesa y azulina se desprendía de los campos como si fuera la primera hora del alba. Eché a andar. ¿En dónde estaría la catedral que había admirado desde la altura?…
III
Al modo de los ángeles
Un pájaro de alas enormes cruzó delante de mis ojos y volvió a desaparecer en la neblina, igual a como cruzan por la mente aquellos pensamientos que de tan veloces se olvidan ni bien desaparecen del radio de la conciencia.
El clima era templado, y el rocío daba a mis pies desnudos un placer sensual intenso. Pero aunque podía sentir la frescura de la hierba, no podía sentir el peso de mi propio cuerpo. ¿Sería por esa especie de mareo de tierra? No, era otra cosa sin duda, y lo supe en el momento en que la niebla terminó de levantarse y vi un gran árbol centenario de copa frondosa y raíces colosales sobre una elevación del terreno.
No tenía sentido lo que veía, pero esa era la realidad evidente: mientras la copa del árbol permanecía inmóvil como pintada en un lienzo, mis ropas y mi cabellera gris se agitaban frenéticas como si yo aún cayera a un abismo sin fondo. Comprendí el motivo de mi estado de liviandad, y subí sin fatiga a la pequeña colina coronada por el coihué majestuoso, de brazos robustos y con un tronco más fornido que la columna de Trajano. ¿Cómo sabía que era un coihué?… Porque yo viví siete años en una casa de montaña con un árbol de esa especie a su vera, y conozco tanto el perfume sutil de su follaje, como el sonido que el viento hace entre sus hojas lanceoladas.
Toqué su corteza con la palma abierta. En contraste con la paz solemne del coihué, el flameo ruidoso de mis ropas me causó fastidio, y fue la única vez que me molestó el fragor de mis vestimentas.
Trepé al árbol, y ni bien me encaramé sobre la primera rama, tres pájaros que estaban ocultos en la copa alzaron vuelo con estrépito al confundir ¾quizás¾ mis ropas con una llama devoradora. Oí un fuerte golpeteo y alcé la vista. Un pájaro carpintero de copete rojo y plumaje negro azulado subía por el tronco moviendo la cabeza en cada paso esforzado, y golpeando la corteza repetidas veces con su pico. Su presencia en medio de esa extensión desolada me confortó, a pesar de que ese pájaro irradiaba una fuerza vital que intimidaba. Lo seguí y no tardé en alcanzar la rama más alta del árbol (ninguna rama se balanceó en mi subida, como si yo pesara menos que una criatura plumífera).
Hice visera con mi mano y oteé las praderas onduladas, tan verdes que parecían de blando jade. Pero a la catedral azul no pude verla, y ni siquiera asomaba su aguja en el horizonte. Recorrí la bóveda: el disco del sol no lucía en ninguna parte, a pesar de que era un día radiante y despejado. Lo único que divisé a lo lejos fue una cabaña pequeña con una chimenea humeante. Bajé del árbol y caminé hacia aquella casa solitaria en busca de un semejante, y de… ¿comida?… No. Hace siglos que he perdido el hambre, y cuando siento nostalgia de ingerir alimentos, sale a mi encuentro una lluvia fina de frutos diminutos que no sólo sacia mi hambre, sino que me propicia siestas eternas poblada de sueños. Yo, a esos frutos, los llamo “mi plancton”, y también “maná del abismo”.
Llegué a la cabaña. Era más pequeña de lo que parecía a la distancia. El jirón de humo azul de la chimenea estaba suspenso en el aire. En verdad, no soplaba en esos parajes ni una gota de viento (¿a qué se debe la asociación del viento con una gota de agua?… Quizás, a la intuición de que los elementos son, en el fondo, un solo elemento).
Golpeé la puerta, y la quietud del aire multiplicó los golpes en el entorno (con razón la vibración de las campanas me había sacudido de tal modo).
Abrió la puerta un niño, que, al verme, la volvió a cerrar enseguida. Sin duda, mis ropas lo habían asustado. Esperé. La vista fugaz del rostro del niño me dio qué pensar. Si cerráramos los ojos cada vez que vemos el rostro de una persona por primera vez, tendríamos un conocimiento perfecto de esa persona sin necesidad de diálogos ni referencias. La primera intuición es infalible y certera como dicen que es la inteligencia de los ángeles. Mientras que los hombres dan mil y un rodeos para conocer algo (indagan, miran del revés, estrujan con el raciocinio, atenazan con la duda) los ángeles conocen en forma inmediata, sin los “procesos” necesarios que Platón describe en el mito de la caverna. Los ángeles habitan en la luz de la sabiduría, y no precisan abandonar las sombras de la ignorancia gradualmente para no cegarse. El hombre, en cambio, como “ser en el tiempo” que es, sólo puede acercarse a la verdad de las cosas paulatinamente, como el viejo que sube por una escalera caracol inacabable (o como alguien que caminara por la caparazón de un caracol gigantesco)… Sin embargo, el hombre no tiene que dar siempre esos rodeos para saber “de qué se trata”. Porque tiene la posibilidad (puesto que tiene la capacidad) de llegar a la luz de un salto (que es como encaramarse sobre la cabeza de un caracol de un salto, para aferrarse a los cuernos hipersensibles de ese insecto maravilloso, y desde ahí percibir al mundo). Y ese salto es la primera intuición. La intuición es lo angélico en el hombre. Es la evidencia de que en el hombre existe un elemento atemporal e inespacial, una suerte de luz inteligente que donde se proyecta, ilumina, y donde reverbera, extasía… Pero el hombre, que no suele creer en los ángeles, tampoco cree en su propia intuición.
Gracias a que el niño cerró la puerta tan repentinamente, fue como si yo mismo hubiese cerrado los ojos al instante de verlo, y gracias a ello pude conocer el alma del niño de un vistazo, sin necesidad de más. Y supe en mi corazón que ese niño era en realidad un anciano, especie de poeta sabio que había vivido mil años, y recobrado la infancia a fuerza de simplicidad.
La puerta volvió a abrirse. Vi esta vez el rostro de un hombre maduro, y en ese instante, antes de distinguir su expresión y sus rasgos, cerré los ojos para conocer “more angelorum”. Lo que descubrí, fue extraordinario…
IV
Fuego, vino, y filosofía…
No se sorprendió por mis ropas flameantes, y me invitó a pasar.
¾¿Quieres tomar algo caliente? ¾me dijo, pero no le respondí. Algo me había impresionado al entrar y no sabía qué era. Tal vez, la rusticidad de esa cabaña, o más bien, la atmósfera que se respiraba en ella.
Me señaló un sillón para que me sentara enfrente del fuego del hogar. Accedí. La temperatura en esa cabaña era más bien baja, muy distinta a la tibieza del clima exterior, así que me plació sentarme junto al fuego.
¾¿Hace mucho tiempo que caes? ¾me preguntó sentándose él también. Noté que mis ropas y cabellera se movían aún, pero aplacadas, como si las embistiera una brisa suave.
¾No lo recuerdo.
La madera que ardía en el hogar despedía un perfume agradable, como a ñire, y las llamas eran verde azuladas.
Una mujer joven, esbelta, con un vestido azul floreado, me trajo una bebida caliente. Su belleza me hizo olvidar que debía cerrar los ojos para conocer, o quizás, intuí que no era necesario, tan luminosa era su mirada. Iba a decir que sus ojos eran azules, pero en realidad su mirada lo era, y sus ojos, quizás, también. Su persona denotaba delicadeza de sentimientos, y su sonrisa me hizo evocar la Santa Ana de Da Vinci. Pero no obstante su extrema feminidad, sus movimientos eran sueltos y espontáneos, y digo esto para que nadie crea que esas personas eran altivas y solemnes, cuando en realidad eran tan simples y naturales como las cosas de que estaban rodeados: nada en esa casa era ostentoso o artificial.
¾¿Qué día es hoy? ¾le pregunté, con el afán de sentir la materialidad el tiempo, ahora que pisaba suelo firme.
¾Domingo, por supuesto ¾dijo, y recordé el tañido de campanas.
Estiré las piernas para sentir en mis plantas el cosquilleo de las llamas.
El rostro del hombre estaba curtido por los soles (aunque yo no había visto ninguno en la bóveda), y sus manos se veían fuertes y ásperas, como habituadas a empuñar el arado y el hacha.
¾Desde que llegué, he visto un solo árbol.
¾Sí, pero hay numerosos bosques detrás de la Colina del Viento.
¾¿Y qué siembran en los campos?
¾Trigo, por supuesto ¾dijo, y me llegó una vaharada de pan horneado proveniente de la cocina.
¾¿Hace mucho que dejaron de caer? ¾le pregunté sin pensar en lo que decía.
El hombre se iluminó con una sonrisa sin apartar la mirada del fuego, y no respondió.
Me llevé la bebida a los labios y tomé un sorbo. Era vino caliente, con canela y azúcar. De tan exquisito, parecía añejado en las bodegas del cielo. El copón era de madera, y estaba pintado de un color dorado como el de los retablos barrocos.
“¿Cuál es tu nombre?”, oí con claridad, aunque el hombre no había emitido palabra.
¾Tampoco lo recuerdo ¾le dije.
Y entonces me dijo con su propia voz (soplo y palabra):
¾Natanael. Ése es tu nombre.
Al oírlo, supe reconocerlo, como si me hubieran puesto un espejo delante y me hubieran dicho: “Este eres”.
¾¿Y el tuyo?
¾Azariel.
Sentí un vértigo de ira.
¾¡Cómo sé que tú eres real!… ¾le dije, con el rostro encendido¾, ¡y este fuego, y esa mujer, y…! ¾la furia me cerró la garganta y mis ropas se agitaron (me había conmocionado el recuerdo de mi nombre).
Azariel me miró, y admiré a mi pesar el fuego negro de sus ojos, y su firmeza de carácter: no se había alterado lo más mínimo por mi reacción, y me miraba con fuerza y bondad a la vez. Recordé ¾o más bien, comprendí por primera vez¾ aquello del aquinate de que la pasión es ira ordenada.
¾Sincérate ¾me dijo, con una voz de bajo que le nacía del fondo de la garganta, o del pecho más bien¾, no dudas de lo que ves, sino de ti mismo.
¾¡Dudo de mí mismo, y del árbol que no se mueve, y del abismo que no acaba de tragarme, y de este vino que después de acalorarme, me dejará más frío e insensible de lo que estaba antes!… Sí, Azariel ¾y le hablé como si lo conociera desde hacía siglos¾, dudo de mí, y del mundo, y de todo… y no puedo decidir si esto que me sucede es sueño o realidad… ¿No leíste jamás a Calderón, y a Shakespeare, y a Miguel de Unamuno?.. Todo ellos dijeron que la vida es viento, sueño, sombra… ¡nada! Y Píndaro dijo que el hombre es el sueño de una sombra, y hasta una civilización entera, durante miles de años, sostuvo que el mundo es pura ilusión. ¿Por qué debería yo, un simple mortal, creer lo contrario?
¾¿Un simple inmortal?
¾¡Da igual!
¾No es cuestión de creencia, sino de honestidad ¾dijo, y bebió despaciosamente.
Chasqueó la lengua, y agregó:
¾¿Pasaste tu incredulidad por el fuego?
¾¿Por el fuego? ¾estaba fuera de mí, y arqueé la boca. ¿Acaso sugería que pusiera mi mano en las llamas para poner a prueba la verdad de mi cuerpo?
¾No ¾dijo, como si leyera en mis pensamientos¾. No me refiero a ese fuego, porque en el caso de que el dolor te hiciera despertar en otra parte, ¿qué te impediría creer luego que has despertado adentro de otro sueño?… La incredulidad, como el ego, es insaciable.
¾¿A qué fuego te refieres entonces?
¾Te lo he dicho. El de la honestidad. Y ya que extrañas, según veo, los diálogos filosóficos, dime: ¿no recuerdas a Descartes?
¾Sí ¾dije alzando mi mano¾, pero él dudaba para experimentar, mientras que yo…
¾No estoy pensando en su duda metódica, sino en otra cosa.
Me avergoncé. Y prosiguió:
¾Es tan simple ¾dijo, y meneó la cabeza como asombrado de mi perplejidad.
¾Qué cosa es tan simple.
¾Cuando Descartes se preguntó a sí mismo cómo distingue el hombre entre el sueño y lo real, concluyó que si bien el hombre no sabe si está despierto o dormido mientras duerme, cuando despierta, sabe perfectamente que no duerme. Por lo tanto, es cuestión de honestidad intelectual. El hombre, Natanael, no es ignorante como creyó Sócrates, es deshonesto.
Aunque mi voluntad se negaba a aceptar esas ideas, sentí gozo de volver a tener esa clase de conversaciones. ¡Ay! Cómo me hastiaban en mi vida anterior los diálogos vacíos, y las personas que no sabían hablar consigo mismas… quiero decir… pensar.
Bebí un sorbo a mi vez, y al fin sosegado, dije:
¾¿Por qué querría el hombre negar la realidad del mundo, y de sí mismo?
¾Para crear un mundo paralelo con leyes propias.
¾Quieres decir… ¿sin leyes?
¾Sí, eso quiero decir ¾dijo Azariel. El vino le había ablandado el gesto e iluminado aún más sus ojos bondadosos¾. Es lo mismo que dijo Bergson cuando afirmó que lo difícil no es ver la verdad, sino adherir a ella una vez que se ha visto.
¾Y es lo que dijo Agustín…
¾Sí, es lo mismo ¾dijo, antes de que yo pronunciara la cita del filósofo africano: “que no niegue en la sombra lo que he visto en la luz”.
Nos quedamos en silencio, con las copas en la mano y la mirada en el fuego del hogar. Mis ropas apenas se movían, y por un momento pensé que ese estado de reposo podría durarme para siempre, y que ya no tendría que seguir cayendo por toda la eternidad. Sí. Estaba decidido. Me quedaría a vivir cerca de la cabaña de Azariel, labraría los campos al amanecer, y cada tarde me sentaría junto al fuego para filosofar y evocar poemas, beber vino caliente, y discutir buenamente hasta la hora de dormir.
Lo miré a los ojos.
¾¿Eras tú verdad?
Azariel asintió con la cabeza, y soltó una risa viril que avivó con su franqueza el fuego del hogar.
No dije nada. Lo había sabido desde un principio. Él era el niño que me había abierto la puerta la primera vez.
V
El ángel de la “certeza metódica”
En ese momento, llegó la mujer con una tabla de quesos y pan recién horneado, y se sentó junto a Azariel. Yo procuré no mirarla, porque sabía lo que sucedería.
Sus manos eran blancas y afiladas, y el pelo castaño le caía lacio sobre los hombros.
“Sí, Azariel ¾pensé¾, el hombre niega por deshonestidad y por orgullo, pero también, para sobrevivir en un mundo sin belleza. Porque si esa mujer es real, y el Paraíso es real, es preciso negarlo para que la soledad no se vuelva un infierno de insatisfacción”.
¾El secreto es no codiciar ¾dijo Azariel.
Había olvidado que leía los pensamientos, y me enrojecí.
¾Pero la codicia mueve al mundo ¾objeté¾, y el deseo de posesión es la esencia misma de la voluntad.
¾La codicia no mueve al mundo, sino que lo agita.
¾Y la vida es agitación.
¾Es movimiento.
¾Y el movimiento nace de la contradicción.
¾¿O de la conciliación de opuestos?
¾Que es sólo una etapa de la contradicción… ¾dije, esforzándome aún por no mirar el rostro de la mujer.
¾Sí… está bien ¾dijo, y supe que no me daba la razón, sino que no le encontraba sentido a seguir debatiendo. Y yo mismo me contagié ese sentimiento. Después de todo… ¿Cuál era la importancia real de las ideas? ¿Merecen la discordia entre dos hombres? Y por último, ¿no era una descortesía discutir delante de esa mujer?… Pero yo quería seguir con el diálogo filosófico para no tener que mirarla.
¾Ese es queso de cabra ¾dijo ella, y su voz era tan suave como podría serlo un cuello de cisne, o la cadera de una estatua de Praxíteles (empezaba a flaquear).
¾Sí, comamos ¾dije, y al tomar un trozo de queso, la mano me tembló.
Me llevé ese alimento a la boca y lo saboreé con gusto, y poco después, con placer… y por último, con lascivia. Ese queso que saboreaba en mi boca había sido hecho por esas manos de blancura láctea. E imaginé el cuerpo de esa mujer aplicado a la elaboración de ese manjar.
Desvié la mirada hacia el estante de arriba de la estufa hogar, en donde había una hilera de libros grandes y viejos, pero en buen estado. Los lomos eran azules y los títulos estaban impresos con caracteres dorados. “Si me pusiera a leer en este momento”, me salvaría, pensé.
¾Pero no basta con leer ¾dijo Azariel, arrancándome de mi ensimismamiento¾, también es necesario escribir, trabajar, y rezar…
Miré hacia la ventana y vi con asombro que había anochecido.
¾¿Cuánto tiempo pasó? ¾pregunté.
La mujer me miró con asombro, y Azariel me dijo:
¾Aquí el tiempo no corre… Aquí, el tiempo es sucesión sin cambio.
¾¿Cómo puede haber movimiento sin cambio?
¾Lo podría explicar si fuera una teoría. Pero es una experiencia.
Miré nuevamente los libros, y leí en un lomo el nombre de Descartes. Mi mirada cayó en ese nombre porque habíamos estado hablando de ese autor, y como el nombre de ese filósofo me había quedado impreso en la retina de la memoria, al pasear mi mirada por el estante, los caracteres etéreos de mi inteligencia coincidieron con los del lomo del libro, y fue entonces que lo distinguí entre los demás (¡cuántas cosas visibles e invisibles no vemos por no recordar sus etéreos caracteres!).
¾Cuéntame entonces alguna teoría ¾le dije, con la esperanza de que la abstracción de las ideas me alejaría de la realidad tibia, tangible, aromosa, del cuerpo de esa mujer.
¾En los tiempos de rigidez mental ¾dijo sin demora, como si adivinara mi necesidad de evasión¾, es preciso ejercitar la duda, como hizo Descartes. Pero en los tiempos de escepticismo y confusión, hay que poner en práctica la certeza metódica.
¾¿Quién lo dice?
¾Yo lo digo.
¾¿Y en qué consiste ese método? ¾dije, aunque imaginaba la respuesta.
¾En hacer de cuenta que uno cree, antes de abordar cuestiones como las del alma, Dios, el amor, o la inmortalidad. No se puede saber si el alma existe, si antes no se cree en ella.
¾“Creo para entender”, decía Agustín.
¾Yo mismo le inspiré ese pensamiento.
¾¿La vez que lo visitaste en aquella playa?
¾No. En otra ocasión. Una noche, mientras él escribía.
¾¿Y también…? ¾dije, pero él se me adelantó.
¾Sí, también le inspiré a Pascal aquello de que en vez de hacer esfuerzos para creer, es mejor ir a arrodillarse a un templo sin pensar en nada, a la espera de una revelación.
Mis ojos distinguieron el libro azul que estaba junto al de Descartes. Su título era La Certeza Metódica, y su autor era Azariel.
¾Puedes leerlo si quieres ¾me dijo.
¾Pero antes debo creer que lo que ese libro dice es verdad.
Azariel volvió a reír. Yo me quedé muy serio. En ese momento acababa de descubrir que mi humor irónico era uno de mis mayores obstáculos para saltar por encima de mí mismo… Sí. Algo tan inofensivo e inocente como mi sentido del humor, era mi peor enemigo en cuestiones de sensatez. Sin duda, me había inventado esa defensa para no tomarme en serio lo que me podía comprometer (un viejo hábito adquirido en el más acá).
Azariel se levantó para avivar el fuego con un atizador. Apuré el vino que me quedaba en la copa, y la miré a la mujer. Fue un momento tan sólo, pero me bastó para admirar sus mejillas. No podría explicarlo, pero eran de una belleza sin igual. Y es que el hombre de temperamento sensual sabe que hay mayor placer en descubrir el encanto en un rasgo delicado, que en un seno turgente, o en una cadera sinuosa. El rasgo sutil es más íntimo, más propio, y se puede abarcar de un solo beso intenso y prologado. No es el cuello de una mujer lo que ama el sensual, sino el lunar imperceptible en el cuello de una mujer, porque es gracias a ese punto que se posee el resto del cuerpo. No es la boca de labios opulentos, sino el singular pliegue del labio inferior lo que el sensual quiere morder; así como no es el hombro o los senos lo que excita su deseo, sino el hueco pequeño que se forma entre el hombro y la clavícula cuando la mujer deseada hace un movimiento de hombros muy personal… ¿Y por qué es esto? Porque el hombre verdaderamente sensual no quiere poseer el cuerpo, sino el alma, y el alma, o la personalidad, que es lo mismo, se manifiesta siempre en algún detalle minúsculo que sólo el buen observador es capaz de advertir.
Y yo había descubierto que el alma de esa mujer del vestido azul floreado, estaba más en sus mejillas que en sus manos, y hasta podría jurar que en su mejilla izquierda más que en la derecha. Su mejilla era lisa y rosada como un pétalo (la comparación es trivial pero fidedigna), y yo me concentré en ese rasgo con toda la intensidad de que soy capaz… Y mientras que la poseía con todas mis ansias, mi perfil se iluminó con el fuego que Azariel avivaba en la estufa, y oí un ruido muy fuerte en mis oídos, como el de un aleteo feroz: eran mis ropas, que se habían empezado a agitar con más fuerza, como si hubiera vuelto a caer al abismo con precipitación.
Lo miré a Azariel, y mi expresión debía ser la de un traidor, o más bien, la de un criminal que entra de incógnito en una casa campesina, y espera oculto en un armario el momento propicio para sacar a relucir su puñal.
La mujer no me miraba, y todo el tiempo que Azariel avivó el fuego debió resultarle a ella inacabable.
Cuando su esposo volvió a sentarse, noté que algo le había sucedido a mi visión. Si lo miraba a Azariel, lo veía con claridad, pero si dirigía mi vista a su mujer, la veía como a través de un vidrio empañado. No podía saber a qué se debía ese fenómeno, y sentí angustia y confusión. ¿Era posible que mi deseo enturbiara mis ojos de ese modo?… Mas no porque tuviera las pupilas nubladas de placer, sino más bien porque tenía el espíritu anubarrado de codicia. “Este no es mi lugar”, me dije, y me levanté aturdido como un ebrio.
¾Puedes pasar la noche aquí, Natanael.
Esa invitación me turbó aún más. ¿Cómo podía Azariel permitir que yo durmiera bajo su mismo techo, él, que podía intuir mis deseos recónditos?
¾No ¾dije con sequedad, y caminé hacia la puerta, vacilante.
¾Puedes quedarte a comer ¾dijo ella, que un instante atrás había bendecido el pan en silencio.
No quise mirarla, y me limité a menear la cabeza. Debía irme de allí cuanto antes. Además, mis ropas y mi cabellera se agitaban como banderas de un buque a punto de ser tragado por una tormenta en alta mar.
¾Debo partir ¾dije, y salí de la cabaña como si me asfixiara ahí adentro.
Abrí la puerta contra la noche, y algo brillaba en el cielo.
¾Pero…
¾Sí, Natanael ¾me dijo el ángel campesino, que yo conocía de alguna parte¾, la catedral azul nunca está en un mismo sitio. Navega por el cielo, y pesa menos que un pensamiento enamorado.
Esperé a que la catedral pasara como un astro con luz propia. Sus vitrales coloridos resplandecían, y el rosetón era un sol multicolor que iluminaba la mitad de la noche (ojo sin párpado clarividente y colosal).
¾¿Está viva?
¾¿Qué? ¾dijo Azariel, y cobré conciencia de la absurdidad de mi pregunta.
¾¿Quién la conduce? ¾pregunté, viendo cómo la catedral se alejaba como una embarcación etérea. Y temiendo que esta última pregunta fuera absurda también, dije enseguida¾: ¿la pilotea el jorobado de Notre Dame?
Azariel me miró de un modo extraño, con pena o reprobación.
¾Has leído demasiado ¾dijo, y tornó a mirar la catedral-navío.
La catedral iluminó a su paso ¾con las luces de sus vitrales¾ unas colinas, y una laguna, y un bosque de árboles gigantescos… En torno a la torre excelsa revoloteaban aves inmensas de una blancura lunar… ¿Cigüeñas?, tal vez, pero sus alas parecían mucho más grandes que las de esas aves.
¾Esa catedral… ¿a dónde se dirige?
¾Vuela a su antojo.
Tuve la sensación de que dejaba una estela de luz en el cielo, pero pensé que podía ser una ilusión óptica y nada más.
¾La estela podrá ser una ilusión, Natanael ¾me dijo¾, pero si dejas que la palabra “ilusión” se entrometa en tu pensamiento, ella se hinchará en tu interior como el cadáver de un ahogado, y enviciará el perfume de tu certeza vital. ¿No sabes acaso que hay palabras que en determinados momentos no hay que pensar ni pronunciar?… En vez de pensar en la frase “ilusión óptica” deberías concentrarte en las palabras “realidad óntica”, para no dejarte engañar por tu temor. En mi paso por la Tierra, conocí a un hombre que en el momento que se disponía a declarársele a la mujer que amaba, le vinieron unas palabras a la mente que lo hicieron vacilar y perder la oportunidad de conocer el amor.
¾¿Qué palabras?
¾Unas del poeta Byron.
¾No imagino cuáles ¾dije, inquietándome.
¾“Es más fácil morir por la mujer que se ama, que vivir con ella”.
Apreté los labios. Yo era ese hombre del que hablaba Azariel. Pero… ¿Cómo era que sabía de aquél suceso? Quizás leía mis pensamientos tanto como mi memoria. Sin embargo, él habló de su paso por la Tierra, de modo que…
¾Para evitar que esas palabras de Byron lo mal influenciaran ¾dijo Azariel¾, yo le hice recordar otras que él había leído una vez.
¾¿Qué palabras?
No me respondió. Pero pude recordar: “Temo al ángel que pasa y no vuelve”. Sí. Era verdad. Se me habían cruzado aquella vez esas palabras del santo de Hipona.
Suspiré profundamente. Azariel me musitó con el pensamiento: “la volverás a encontrar”.
¾¡Pero cómo! ¾dije, con las ropas en llamas.
¾Creyendo que así será.
¾¡Ah! ¾exclamé, al sentirme incapaz de esa convicción, y le pregunté¾: el ángel que pasa y no vuelve… ¿es la persona amada?
¾No. El ángel no es la mujer. Es la ocasión.
¾¿Tan importante es la ocasión?
Azariel me miró con sus ojos nocturnales.
¾Esas ocasiones no son fruto del azar ¾dijo¾; para que tú y esa mujer se encontraran y compartieran un momento perfecto de intimidad, ¿sabes cuántas cosas debieron suceder?
No le respondí. Y él prosiguió:
¾Todo el universo trabajó para el advenimiento de ese momento ideal. Hasta el damasco que se desprendió de un árbol del jardín esa tarde, cayó sobre una balanza invisible para guardar el equilibrio de ese instante.
¾¿Y la estrella fugaz que ella y yo vimos caer?
¾Lo mismo. Y el viento contuvo la respiración para que tu palabra resonara sólida en el silencio, pero entre Byron y San Agustín, optaste por la influencia del primero, y callaste.
¾¿Por qué me dices estas cosas? ¾le dije, asombrado de su impiedad.
¾Porque el ángel de la ocasión puede volver a pasar alguna vez.
¾¿En mi estado?
Oí algo como un rugido: los árboles que iluminaba la catedral aérea se inclinaban como si los arrasara un viento huracanado. Lo miré a Azariel, pero él no apartó la vista del templo. Presentí que aquel viento venía hacia nosotros con una fuerza incontenible, y que habría de arrebatarme como a una hoja de otoño.
¾No es viento, Natanael, son las campanas, que empezaron a doblar.
Nos llegó la brisa de la primera vibración, y el sonido era dulce como la música de un panal.
Mis ropas se agitaron con más fuerza. Miré el rostro de Azariel, que resplandecía, y luego la cabaña, que guardaba la presencia de…
¾Anael, ése es su nombre.
¾Su belleza logró perturbarme ¾le confesé.
¾Lo sé… Vete en paz.
La vibración avanzaba veloz hacia mí alisando los pastos altos de la pradera, y cuando llegó a mi cuerpo, me arrebató con tal ímpetu, que fue como si una ola inmensa rompiera contra mi cuerpo y me arrastrara mar adentro en un torbellino de confusión. Azariel no fue alterado por esa ola rugiente, y quise agradecerle su hospitalidad con el pensamiento, pero del fondo del pecho me subió una palabra a los labios: “Anael”, y una imagen: su mejilla de pétalo de rosa, en la que cabía entera su alma de mujer-ángel.
La besé con la imaginación, y el alud sonoro me arrastró por valles y praderas, por riscos y acantilados, por lechos de arroyos caudalosos y mares verticales de cascada… ¿Hacia dónde?… ¡Hacia allí!… En donde la eternidad arremolina una hojarasca de astros amarillentos, y siete lunas de hueso anuncian el regreso triunfal de un cometa extraviado hace siete billones de años.
Me prenderé a la cauda de ese cometa pródigo, y soñaré que un coro de ángeles celebra el regreso al hogar del hombre que cae… y cae… y cae….