El Greco
“Los Locos de Dios” (Inspirado en un hecho veridico)

El tribunal de la Inquisición le hizo juicio al Greco por las alas con que dotaba a sus ángeles. Cossío.

—¡Tú —le ha dicho España al Greco poniéndole la mano en el hombro, y Doménico padeció la pasión y muerte por España. Ramón Gómez de la Serna.

No se sufre en ningún sitio de sentencia mortal como en Toledo, y la acusación de la realidad es, como en ningún otro sitio, aguda  y pertinaz. No perdonan ni los jardines ni los atalayas, y se está en plan de exaltación fanática que causa frenesí.  ¡Sobre esa muela del Juicio Final pintó el Greco! Ramón Gómez de la Serna.

Una voz estridente saca de su abstraimiento al célebre pintor, escultor, arquitecto, y filósofo, que ha sido procesado una vez más a causa de sus cuadros.

—Theo… tocópuli —balbucea el servil portavoz del Inquisidor, que cada vez que debe dirigirse al acusado busca el nombre en un documento que tiene entre manos, pues el pintor es conocido por todos, simplemente, como el Greco—, ¡Doménico Theotocópuli! —repite ahora con firmeza, en pie junto al cardenal—: aún no habéis dado una respuesta lógica a este santo tribunal, que espera resolver con urgencia la problemática cuestión de las alas que ha pintado a sus ángeles, las cuales… “por su innecesaria magnitud y material pesadez —agrega leyendo en el documento— ofenden la conciencia cristiana de los hombres de buena fe, en tanto que esas alas contradicen las verdades teológicas fundamentales de nuestra religión, pues como nos lo revelan las Santas Escrituras, los ángeles son criaturas celestes, mensajeras de Dios, de naturaleza por completo espiritual, que no precisan de alas gigantes para descender de los cielos, y mucho menos de alas sólidas como las de las aves de esta Tierra pecadora”.

Desde su pedestal de mármol, el Inquisidor avala las palabras de su ministro echando la cabeza hacia atrás, y lanza una mirada inquiridora al acusado (también el Inquisidor, al igual que Dios, tiene un mensajero de sus palabras).

El artista siente el cosquilleo de una gota de sudor que le cae por la frente, pero no se la enjuga, sino que deja que ruede, resbale por encima de la ceja y se le precipite en un ojo. El Greco no parpadea, y aun abre cuanto puede su ojo alucinado para retener ese minúsculo mar entre sus párpados un instante; se acoda en la mesa que tiene delante, y se cierra con dos dedos el ojo lúcido a fin de verlo todo con su nueva pupila amasada con el polvo de las callejas, el agua del Tajo, y la sal de su genio revoltoso… Ahora el Gran Inquisidor ha perdido su rigidez esfíngea. Los bordes se han desdibujado. El hábito púrpura es una mancha arrebatada; la cabeza se ha alargado ligeramente como un fuego pálido, y el ribete es el alcabor por el que la llama se esfuma; los ojos, son dos chispas estáticas…

—¡Greco! —exclama con aire amenazante el ministro del cardenal dando un paso hacia el frente y olvidando las formalidades tribunalicias.

El pintor tuerce su boca de finos labios y cierra su ojo clarividente: la onírica visión, reducida al tamaño de una lágrima, se vuelca por la mejilla ajada, y la gota gris cae lenta y pesadamente cual si rodara por un fresco que se derrite.

Una voz susurrante suena detrás como una inspiración:

—¡Greco!… ¡Defiéndete!

El pintor se vuelve esperando ver a su mismísimo ángel guardián, pero enseguida reconoce a su joven amigo, el poeta y monje Hortensio Paravicino, que viste el flamante hábito blanco de los Trinitarios Descalzos. Esa voz, y la visión que acaba de tener, le han infundido al pintor nuevos ánimos para defender su arte contra quien sea, incluso contra el Gran Inquisidor de Toledo, cuya intolerancia es tan conocida como temida por todos los artistas, teólogos, filósofos, místicos, y demás espíritus selectos de esa ciudad.

—Las alas que he pintado a los ángeles —dice el Greco con una voz potente, aunque trémula por la indignación que le desgarra el pecho—, no poseen esa magnitud por motivos teológicos, sino… artísticos.

El fiscal mira fugazmente al Inquisidor, resopla, y su rostro mofletudo, abotagado por el calor, ensaya una mueca de cólera contenida; sus ojillos azules giran azorados.

Mientras los miembros del tribunal comentan entre sí —en voz muy baja—, la cuestión planteada, y el Gran Inquisidor lo mira al Greco con autoridad impasible desde su trono, el clérigo—fiscal voltea con sus dedos regordetes las gruesas páginas del Libro Sagrado, y frunce repetidas veces el entrecejo: él es de la creencia que los artistas, y en particular los pintores, son personas sin agudeza intelectual, simples, habituadas a jugar con colores como niños grandes. Además, el trabajo de los pintores es manual, como el de los más ignorantes; y lo peor de todo: siempre andan con las manos y las ropas sucias… ¡manchadas!… y no puede ser ese un arte digno de alabar ni a Dios, ni a los ángeles, que son limpios, puros, sin pecado… Se detiene en una página cuidadosamente miniada en la que se representa a Moisés recibiendo de Jehová las tablas de la ley en forma de libro abierto, y recuerda que el prior del convento le había advertido que el Greco poseía una biblioteca muy celebrada por los humanistas de Toledo, y que, además, era dado a las especulaciones filosóficas y teológicas, motivo por el que había salido airoso por sí mismo de los numerosos procesos que el tribunal de la Inquisición le había iniciado; pero él, simplemente, no lo había creído: “un pintor, es un pintor”, le había espetado con suficiencia doctoral al prior, para luego ir a pavonearse ante el Inquisidor con su título de teólogo recientemente obtenido en la Universidad de Bolonia.

Cierra al fin el Libro Sagrado dejando su índice dentro, lo toma en sus manos, y le echa al procesado una mirada torva para intimidarlo.

El Greco mira a su rival con fijeza; en sus ojos grises arde el recio orgullo de su sangre cretense, y en su boca apretada y ligeramente ladeada reluce el hielo de su astucia, mientras que sus manos —finas, pero grandes y venosas—, que él mantiene ahora apoyadas sobre sus piernas, son el indicio preclaro de su potencia espiritual. Él, Doménico Theotocópuli, es el último brote, por parte de su madre, de una familia de iconisistas cuyas raíces se hunden en el Medioevo: sus manos son, pues, el fruto preciado de siglos de maduración lenta, precisa, reconcentrada, bajo la luz crepuscular y parpadeante de los cirios, nutrido con el jugo multicolor de las paletas, y fortalecido por los combates del espíritu contra la carne tendenciosa, pues es sabido que sólo le es lícito pintar íconos al artista que es a la vez religioso y asceta. Tan impetuosa es la savia maternal que le hincha y azula las venas, que el Greco en pleno día cierra los postigos de su casa para pintar sus cuadros, pues es sólo a la luz de los cirios que se inspira; y tan cretense es su sangre, que recién ha podido bullir, luego de mucho correr, en tierra toledana, como que Toledo, con sus callejas, y el Tajo que hace de la ciudad una isla, es una Creta en miniatura. Además, en Toledo se respira la misma atmósfera extremista, el mismo fanatismo religioso que en Creta, y…

—¡Aún no habéis respondido de modo convincente! —dice el clérigo, autoritario y lacónico.

El Greco respira el aire cargado de incienso, lo suelta por la nariz apretando los labios; toma con sus nobles manos los brazos del sillón de roble como si fuera a levantarse, e inclinándose hasta tocar el pecho con la barbilla, dice indignado:

—Los ángeles, como vos decís, son criaturas espirituales, sin cuerpo. Lo mismo da, pues, que las alas con las que se los representa sean grandes o pequeñas. Sin embargo, se han manifestado al hombre con vestiduras blancas y alas. ¿Poseen un cuerpo sutil de naturaleza desconocida, como el fuego? ¿Han adoptado esa apariencia para hacerse visibles a los ojos de los hombres? —agrega alzando los hombros—. Una cosa es cierta: son mensajeros de lo invisible en el mundo visible; y acaso posean un cuerpo que está entre dos mundos…

—¿Insinuáis que no son por completo espirituales? —dice el obeso fiscal mirando de soslayo al Gran Inquisidor con suavidad artificiosa.

—Digo que tal vez posean una apariencia, un cuerpo espiritual, una forma, ¿o acaso son aire celestial y basta? ¿O pensamiento puro? ¿O una voz inmaterial dotada de espíritu?… Los santos y los profetas pudieron verlos, y sus descripciones no son, precisamente, sobrias: poseen algunos, los serafines, hasta seis alas ¡y de distintos colores! Mientras que yo no les he pintado más que dos alas, y de un color tan sólo —concluye, respirando con vehemencia.

El clérigo deja caer la cabeza sobre el pecho, y parece consultar la voz de sus entrañas, de su estómago opulento, que es como una víbora enroscada que, insaciable, silba de hambre luego de haber devorado de un bocado el fruto prohibido del corazón que otrora pendía del pecho, y ahora se pudre entre fango y estiércol, indolente. El vientre le ha ganado ya al clérigo el pecho y la garganta, que se han vuelto blandos y fríos, y ahora que el hombre de Dios alza la cabeza y la echa hacia atrás, sus ojillos despiden un destello helado, como si por su cráneo se asomara una serpiente mortífera. Infla por fin el cuerpo, y dice, con la voz sofocada:

—Y la magnitud de esas alas que pintáis, ¿es debido a eso que llamáis “cuerpo espiritual”?

El Greco refrena su cólera, y se respalda en el sillón para  recobrar el dominio de sí.

—El arte —dice con la voz transmutada—, nos habla de realidades ultraterrenas; de lo que no vemos. De lo que creemos y presentimos. Para ello el artista debe valerse de símbolos. Las alas de mis ángeles…

—¿Admitís que son una invención vuestra, y no fruto de una inspiración divina? —grita el acusador, frenético.

—Digo “mis ángeles” porque yo los he pintado, y porque no son reales. Su aspecto es simbólico, y esos símbolos sí me los ha inspirado el Altísimo… Las alas de mis ángeles, decía, no son grandes…

—¿Lo negáis? —interrumpe el clérigo torciendo el cuello.

—Sí, lo niego —dice el Greco volviendo a incorporarse, con las venas del cuello como tallos de racimo por los que sube el fuego del pecho hasta las ardientes pupilas—. Serían grandes si fueran reales, pero puesto que son símbolos de otra realidad invisible, digo que no son grandes, sino… majestuosas; no son grandes, sino que poseen grandeza… ¿Cómo puedo haceros entender?… ¿Comprendéis, noble tribunal, la diferencia entre magnitud y magnificencia? Por demás, ¡todo lo que es bello es magnífico! y los ángeles son criaturas bellas, y el fin del arte es la belleza… ¿Cómo no habría de pintar magníficas, majestuosas, las alas de mis ángeles?…

El clérigo, confundido e intimado por la mirada anhelosa del procesado, se vuelve hacia los sabios aprovechando que el Greco acaba de invocarlos. Pero los honorabilísimos miembros del jurado ya no deliberan, sino que se limitan a mirarse entre sí con el rabillo del ojo, y hasta hay alguno que se inclina para interpretar el rostro del Inquisidor, que permanece impertérrito.

Es el Greco quien, para asombro de todos, rompe el silencio:

—Los ángeles poseen alas majestuosas —dice con una voz más reposada, casi nostálgica, como si soñara—, porque esas divinas criaturas provienen de lejanas regiones paradisíacas, y empujadas por el soplo de Dios atraviesan el negro espacio, el misterioso límite que divide al tiempo de la eternidad, y se posan junto a los santos con dulzura y gracia infinitas para no sobresaltarlos… “No temáis”, son sus primeras palabras…

Los ojos del clérigo se iluminan con un fuego de malicia:

—Habéis dicho que Dios inspiraba vuestros símbolos… Recordaréis entonces que el Espíritu Santo tomó la forma de una paloma para manifestarse. ¿Pretendéis que el Espíritu Santo posee alas menos majestuosas que las de los ángeles?

—El Espíritu Santo tomó la forma de una paloma real —dice el Greco con renovada aspereza en la inflexión de su voz—, pero si yo tuviera que representarlo, pintaría una paloma magnificente… ¡Qué digo!… A cualquier paloma la pintaría magnificente, porque como vos bien decís el Espíritu Santo tomó la forma de una paloma, pero no es una paloma, mientras que toda paloma es el Espíritu Santo, porque es un símbolo del amor de Dios, como lo creía el santo de Asís.

—¡Sugerís…! —comienza a decir enérgico el clérigo—fiscal, pero no prosigue, porque el Gran Inquisidor ha alzado su mano para imponer silencio absoluto.

El aire se congela en la amplia sala, y el empurpurado dice con voz ahuecada y distante, y con los ojos puestos en el acusado como lo habían estado durante todo el juicio:

—Doménico Theotocópuli, ¿creéis que los ángeles son criaturas espirituales mensajeras de Dios?

—Soy católico, lo creo —contesta el Greco decidido.

—Entonces… poneos de pie, y marchaos.

Sin hacer ninguna reverencia, el Greco abandona el recinto.

II

El Greco avanza por las calles de Toledo. Altivo. Ensimismado. Una lengua de fuego invisible le quema los talones. No mira nada. No piensa en nada. A su lado, y a contra viento, pasa un monje franciscano de barba caprina y ojos moros balbuciendo una plegaria; en la cintura, sujeta por el cordón del hábito, lleva una cruz dorada de madera que hace pensar en el pomo de una espada que ha perdido la hoja; pero el Greco sólo percibe el roce de una sombra gris y una ráfaga de sonidos inarticulados. También el franciscano camina abstraído del mundo sin asomar la cabeza por la ermita de la capucha, y no ve nada de lo que lo rodea: el religioso y el artista se han cruzado como dos almas.

En los ojos vidriosos del Greco se reflejan las casas austeras, de pequeñas ventanas; los techos infinitos que cada siete años —según dicen— se cobran una víctima dejando caer sobre algún cráneo impío una teja fatídica… El año anterior, el mismo Greco fue testigo del preciso instante en que una teja caía de lo alto del techo de un monasterio sobre la cabeza de una mujer joven, de ojos color turquesa y cabellera roja abundante, que servía en La Posada del Manchego… Él, corriendo hacia ella, le había gritado su nombre con toda su voz para salvarla, y la joven Sara, con los ojos muy abiertos, se había vuelto con gracia y estupor a la vez, pero ni bien hubo alzado la cabeza respondiendo al ademán del Greco, la teja le partió la frente de un golpe y la desgraciada cayó de espaldas con el rostro ensangrentado… El Greco, que, ante lo inevitable, se había parado en seco, avanzó luego lentamente abriéndose paso entre los curiosos que rodeaban el cuerpo de la posadera; cuando llegó hasta ella, un fraile adolescente le daba la Extrema Unción, y un niño pobre hundía sus dedos en la cabellera esparcida en la tierra como un manchón de sangre; el Greco se inclinó para cerrarle los ojos, pero en ese momento el cuerpo de la bella se agitó con leves convulsiones, los ojos se le blanquearon, y entonces sí exhaló el último gemido en brazos de la muerte, dejando la boca entreabierta y el pecho apenas alzado como si un brazo invisible le ciñera la frágil cintura; “fue el aleteo del alma lo que le agitó el cuerpo”, es lo que entonces pensó el Greco mientras le bajaba los párpados con índice y pulgar conmocionado hasta las lágrimas; “la abandonó el demonio que la poseía”, pensó a su vez el fraile mirando el rostro empolvado de la joven, sus aretes, sus labios carmesíes, y la expresión de arrebato amoroso con la que había expirado; y al hacerle la señal de la cruz sobre la boca, el religioso rozó con la punta de los dedos esa roja herida abierta por la que recién había huido el alma, y un ardor inusitado le subió desde las manos hasta los brazos y los hombros, le quemó el pecho, y le bajó hasta el vientre como un alud de fuego (esa noche el fraile soñó que gozaba a la posadera en un lecho blanco y estrecho, de negros bordes, y que la amante tenía coronada la frente con pétalos de rosa: el demonio que abandonara el cuerpo de la joven se le había entrado a él por la yema de los dedos). Las matronas del pueblo, por su parte, no tardaron en asegurar que la caída de la teja había sido providencial, más aún tratándose del tejado del monasterio, y que sólo Dios, que está libre de pecado, había lanzado la primera piedra contra esa mujer de mala vida; otros, los más fantasiosos, divulgaron la leyenda nueva de que un demonio de pies hinchados andaba correteando por los techos de Toledo en busca de víctimas pecadoras, y esas víctimas no tardaron en convertirse en los judíos que, como Sara, seguramente se convertían al cristianismo por pura conveniencia; mientras que el Greco, ese mismo día, había regresado a su casa, se había encerrado en su taller, y había pintado hasta el alba, a la luz de los cirios, un ángel de expresión extática y alas majestuosas que no era un ángel, sino un alma humana; ¿no había sido Platón (el divino maestro del Greco) el que dijera que el hombre, antes de la muerte, siente un cosquilleo en los hombros a causa del inminente nacimiento de las alas?… Fue a causa de esa pintura que el Greco debió comparecer esta mañana ante el tribunal de la Santa Inquisición, debiendo ocultar a todos el verdadero significado del cuadro,  y aún más que eso, la musa indigna que se lo había inspirado, pues la develación de esos secretos lo habría conducido a la hoguera.

El Greco asciende por una calle estrecha; un remolino de polvo rojizo se alza delante de él, danza un instante y se deshace contra sus piernas como en un vano afán de arrebatarlo. Alza la vista y ve venir a dos mujeres seguidas de sus galanes; una de ellas va vestida de negro, y un tocado transparente le cubre la cabeza; la otra (el Greco no puede dejar de mirar la gracia con que desciende la cuesta de la calle cual si no pesara) es muy joven, de rostro moreno y ojos almendrados, su pollera es negra y viste un corpiño de paño verde oscuro, y camisa con cuello de seda blanca; lleva acodado su brazo derecho en la palma de la mano, y con sus dedos juguetea con la calabacilla de vidrio que pende de su oreja. Al pasar junto al pintor le lanza una mirada ardiente de reojo sin soltar el adorno, y los ojos se le cierran levemente con blandura felina; su cabellera negro azulada ondea reluciente… El aire se impregna de romero. Detrás pasan los caballeros vestidos de golilla, capa y espada, hablando agitadamente sobre algo calamitoso que ha sucedido, y uno de ellos se ase la barba con el puño, patea el suelo, y maldice a los cuatro vientos vociferando el estribillo: “¡Imposible!… ¡Imposible!”.

El Greco apura el paso.

La tierra tiembla bajo sus pies, y enseguida debe apartarse bruscamente y apoyarse contra una puerta para evitar ser embestido por un caballo impetuoso cuyo jinete, ricamente ataviado, no es otro que un mensajero del rey. El corcel, negro azabache, ha pasado como una exhalación, brillante de sudor, magnífico, el belfo espumoso y tremolante, el jadeo feroz. Con las manos abiertas apoyadas en la puerta robliza el Greco piensa en la mujer que acaba de pasar, y en el mensajero real que hendió el aire rompiendo el hechizo de la mirada femenina que lo había envuelto. No reacciona: en la retina se le ha quedado el rostro despavorido y negro de tierra del jinete, con los ojos celestes desmesuradamente abiertos, frenéticos, como clavados en un punto fijo: el vértigo de esa mirada imbuida de santo pavor lo ha trastornado. No era esa la mirada extática propia de los místicos que él tanto ha sabido pintar, pero se le parecía en la alienación, en el sagrado espanto, y esto lo obsesiona. Acaso ese jinete fuera portador de un mensaje terrible del que sus ojos no eran sino el mudo preámbulo, ¿o es que esa mirada le había parecido terrible por contraste con la mirada blanda y tentadora de la joven morena? Se mira el pecho; un espumarajo del corcel que pasó agitando la cabeza en cada galope, como queriendo zafarse de las riendas que lo contenían, le ha dado en el jubón negro. Misteriosamente, ese jinete y su noble bestia lo han exorcizado al pasar con su divino brío. El Greco se persigna y se limpia el jubón con la manga.

Una campanada potente resuena en el aire y se propaga por las calles; luego otra, y otra… Provienen de la catedral, pero también… Sí, también otro campanario, el de San Román, le hace ahora eco, y un aleteo de palomas estalla en el aire. Tres jóvenes cargados de libros pasan ante él corriendo, y dos frailes, y don Servando, el viejo arcabucero de la ciudad, famélico y con su parche azul en el ojo, que grita con su voz gastada sin detenerse: “¡Ey!, Greco, ¿que no oyes las campanadas? ¿Qué haces ahí estampado como un Cristo? ¡Están convocando al pueblo!”. Las campanadas suenan unas dentro de otras, y el Greco, que tiene aún los nervios crispados a causa del insomnio sufrido en la noche y del juicio que ha debido afrontar esta mañana, se pasa las manos por la cara y alza la mirada al cielo en el que el sol destella entre nubes violáceas. Respira profundo; pero súbitamente la puerta en la que está apoyado se abre, y el Greco, que tiene la mirada puesta en las alturas, siente que cae al vacío y da un manotazo al marco de la puerta; cuando se vuelve, divisa en la penumbra el rostro aterrado y lívido de una anciana que muerde un pañuelo con la boca desdentada, sin atinar a moverse ni a decir palabra. El Greco amaga con excusarse, pero tal es la expresión de pánico de la anciana, que opta por irse cuanto antes, y así lo hace, cerrando él mismo la puerta tras de sí y alejándose de allí a grandes pasos.

—¡Greco!… ¡Greco! —suena una voz detrás suyo confundiéndose con las campanadas que aún estremecen el aire.

El Greco siente que una mano le presiona el hombro y se detiene.

—¡Hortensio! —exclama al reconocer al monje poeta.

—Greco, te he buscado por todas partes. ¿A dónde te diriges? —dice el monje de blanco hábito con la voz entrecortada.

—A ninguna parte… A ninguna parte —contesta el Greco reanudando el paso—. Creo que estoy completamente perdido.

Hortensio Paravicino mira el rostro demacrado del Greco, sus ojeras violáceas, su andar vacilante, sus ojos grises irritados que se dirigen de la tierra al cielo y del cielo a la tierra sin reparar en el entorno, y adivina el estado de angustia en el que se encuentra su amigo, así que decide caminar a su lado sin hablarle de aquello que tiene ahora alborotado a todo el pueblo: “después de todo —piensa—, acaso se ha enterado, y ese es el motivo de su aspecto”.

—Sí, amigo mío, estoy perdido —dice doblando en una esquina—. Esta ciudad es un laberinto. Sólo un loco puede conocer cada calle y no perderse. En mi tierra hay un antiguo mito…

—¿El del Minotauro?

—Sí. Fue un monstruo que nació de una unión antinatural, y que fue encerrado en un laberinto construido por Dédalo, el Leonardo de la antigüedad.

—¿Teseo es el que acabó matándolo, verdad?

—Sí, Teseo.

—¿Se sabe cómo salió el héroe de ese laberinto?

—Con un hilo de oro que le dio la bellísima Ariadna —dice el Greco, y enseguida agrega con la voz ronca, recordando a Jerónima de las Cuevas, su amada—: el corazón del hombre es un laberinto, Hortensio, y la mujer es la que salva al artista de ser devorado por el monstruo de la locura. Teseo es la fuerza del amor personificada.

Se abren para dar paso a un aguador que conduce a su mula cargada de cántaros, pero Hortensio lo detiene:

—¡Eh! ¡Aguador! Toma y danos algo de agua —le dice arrojándole una moneda.

El hombrecillo ataja el doblón, lo frota contra el harapo que tiene por camisa, lo mete en una alforja, y detiene al animal tomándolo de la cabeza.

—Danos agua fresca, buen hombre —dice Hortensio acercándosele.

El aguador carga un cucharón de madera con clara agua del Tajo, y se lo alcanza cuidadosamente al monje.

—Greco, bebe tú primero.

El Greco echa la cabeza hacia atrás y se vuelca el agua primero en la frente amplia, luego en los ojos, y sólo entonces, tras haberse refrescado el rostro, bebe las últimas gotas que quedan. El aguador recarga el cucharón, y Hortensio, pegando el recipiente a los labios con ambas manos, bebe con refinamiento sin derramar ni una gota, cual si bebiera del cáliz de la misa.

—Es agua milagrosa —dice el aguador apoyando su mano callosa en el vientre de un cántaro.

—¿Ah, sí? —dice Hortensio sonriendo con altivez—. Toma, hombre —agrega dándole una medalla de la Virgen—, la mereces por no mentir; toda agua es milagrosa, obre milagros o no.

Y ambos amigos reanudan la marcha.

Dos mujeres pasan tomadas del brazo sollozando.

—¡Confiad en Dios! —les dice Hortensio con voz paternal.

Hortensio es muy joven, pero su rostro de finos rasgos rezuma nobleza. Si se lo mira con desatención creeríase que es un joven cándido, bello y aristocrático, que se ha metido a religioso para honrar a su familia, pero si se lo observa bien, entonces se advierte el fulgor inteligente de sus ojos y la leve sonrisa continua que le confiere al rostro un halo de suficiencia que no ofende al prójimo, y que es ante todo un signo de regocijo intelectual. Y ni qué decir si se es testigo de la brillante elocuencia de su discurso: el joven monje ya no parecerá entonces ni joven ni cándido, sino un prodigio de la naturaleza, un poeta eximio, un sabio, y cualquiera podría verse tentado a llamarlo “divino Hortensio”, según le ha llamado en un verso su amigo íntimo Lope de Vega inmortalizándolo en vida.

Se detienen para descansar en un punto elevado desde el que se puede contemplar el Alcázar y la torre gótica de la Catedral. Las nubes azules, preñadas de un fuego morado, hacen resplandecer a la ciudad como a un astro con luz propia.

—Greco —dice Hortensio con los ojos fijos en la punzante aguja de la catedral, y como si ya no pudiese contener la mala nueva que ha revolucionado a Toledo.       —Dime —responde el Greco con calma, disponiéndose a oír una desgracia.

—La Armada Invencible… amigo mío… ha sido derrotada.

El Greco se lleva la diestra al pecho, luego alza esa mano hasta sus ojos, la contempla un instante, y enseguida la baja lentamente con ademán culpable.

—Hortensio —dice, con la voz quebrada—. ¿Recuerdas el juicio de hoy?

El monje asiente con la cabeza sin mirarlo.

—No es un ángel lo que he pintado, sino un alma.

—Tú siempre pintas almas, Greco, tengan alas o no —dice Hortensio sin admirarse.

—O tal vez… conciencias —dice al punto el Greco, y agrega—: ¿Recuerdas el cuadro que pinté para el monasterio de Santo Tomé?

—¿El Entierro del Conde de Orgaz? ¿Cómo no habría de recordarlo? Es mi favorito.

El Greco suspira.

—Pues no he pintado el entierro del conde.

Hortensio lo mira asombrado.

—¿Y qué entierro has pintado?

—Se me ha revelado en un sueño… —dice el Greco perdiéndose en sus meditaciones.

—¡Greco! —exclama Hortensio, rompiendo su acostumbrada serenidad—, ¿qué entierro has pintado?

El Greco lo mira con fijeza, crispa el puño de su diestra, y dice:

—El de España.

III

Ha anochecido. El Greco ha regresado a su casa agobiado. Se siente desfallecer. Tiene los zapatos llenos de barro y una herida en el pómulo por causa de una rama. Luego de despedirse de Hortensio cerca del mediodía, se encaminó a la ribera del Tajo; allí vagó todo el día sin querer ver a nadie: se sumergió con el torso desnudo en el río correntoso; se sació del paisaje bíblico, ascético, de la llanura castellana, hollada de vez en vez por algún pastor con sus ovejas; llenó el caracol de sus oídos con el retumbo de las aguas que golpean los arcos del puente de Alcántara, y colmó el estanque de sus ojos con el cielo repleto de jirones de nubes verdes, grises y moradas, que al Greco se le antojaron eremitas y profetas de barbas ensortijadas y olorosas a tormenta y azufre; y cuando se sintió agotado, se echó a la sombra azul de una alameda, y se alimentó con una raíz amarga y un puñado de nueces que había obtenido a la vera de una huerta campesina.

Y ahora ha regresado, extenuado pero con el alma al fin sosegada y el cuerpo cansino. Durante toda la jornada había luchado por arrancarse del pensamiento el vampiro de una idea: que él era culpable de la derrota de la Invencible. Él, de algún modo, temía haber creado esa derrota con su obra maestra, sí, creado, y no profetizado, según aseverara Hortensio para consolar al artista y amigo, pero… ¿Acaso no había sido el mismísimo Hortensio el que exclamara “¡esto es España!” al ver por primera vez el Entierro? El Greco no lo había olvidado.

Pero ahora que ha desfogado el alma, puede acercarse a su amada sin herirla con el rayo de su mirada. Al brasero lo ha encontrado encendido, y el velón rojo que está en el centro de la mesa de nogal ostenta una llama celeste. En un plato hay pescado frío y legumbres esperándolo desde hace horas, además de un vaso y una botella de vino tinto de Yepes. Sin sentarse, come un trozo de pescado desmenuzándolo con las manos, y bebe de la botella un sorbo de vino. Se quita los zapatos embarrados, toma el velón y sube las escaleras intentando no hacer ruido, pero el cuerpo le pesa demasiado y los peldaños rechinan con sus pasos. La llama trémula hace en su rostro un extraño juego de luces y sombras, y semeja a un alma descarnada que vaga por las habitaciones en busca de alguien que lo conforte con su calor humano. Se asoma a la habitación en el que duerme su pequeño hijo Juan Manuel, y prosigue por el pasillo.

Llega a su aposento. Entorna la puerta con cuidado: la luz de la luna cae en la mitad superior del lecho cubierto de sábanas blancas sobre las que yace vestida Jerónima. La joven tiene desplegada su negrísima cabellera en la almohada, y sus manos, de largos y finos dedos, reposan juntas sobre la cruz de plata del pecho.

El Greco se acerca hasta ella medio cegado por la llama que porta; alza el velón y se inclina para mejor contemplarla: el rostro de Jerónima, blanco y absorto, semeja al de una muerta; sus labios no son ya abultados como hace unos meses, y sus mejillas —de las que se ha evaporado la sangre a causa de las fiebres— se han hundido. Extingue la llama de un soplo, se sienta en el lecho, y allí se queda pensativo, inmóvil, sintiendo en sus sienes el aleteo redivivo del buitre que le ha devorado el alma el día entero: “Hace tres meses concluí tu retrato, Jerónima mía, —piensa mirándola con dulzura—, y hace tres meses que te me mueres hora a hora sin motivo. El hombre nace con el sueño de volverse inmortal, y cuando siente que lo ha logrado suelta el lazo carnal que lo ata a la vida, y ya no espera sino la muerte y el eterno descanso. Y yo te he inmortalizado, lo mismo que a España, y ya no encontráis razón alguna para seguir viviendo. Tú, y mi amada España, habéis realizado por medio de mi arte el supremo anhelo de no morir”; la mira boquiabierto, admirado de la blancura resplandeciente con que la luna envuelve su rostro, y dice a media voz, pasándole la mano por encima de la cabellera, sin tocársela, como si la enferma ya no perteneciera a este mundo: “perdóname, amor mío, al darte vida perdurable, te he matado… ¿Cuándo será, Señor, que pongas ante mis ojos mi propio retrato, acabado, perfecto, consumido por la llama del fuego divino, para que pueda yo también alzar vuelo hacia Ti? ¿Cuándo, Señor?… ¿Cuándo?”… Y diciendo esto, se acuesta entrando en el cono de luz lunar que desmaterializa el lecho, y apoya la cabeza junto a la de la amada. Pero aún oye la voz que le sube desde el pozo del alma, obstinada: “¿Cuándo, Señor?… ¿Cuándo?”, y al sentir en los hombros el ardor dejado por el sol quemante de la tarde, sonríe con beatitud y se oprime el pecho con ambas manos, imaginando que ya le brotan alas bellas y magnificentes como las que ha pintado a sus ángeles.