El espectro de Leonor
(Encuentro ficticio y en otra dimensión entre Jorge Luis Borges y su madre, Leonor Acebedo. Del relato alegórico Borges enamorado)
Atravesamos las rejas como si nada. No había trenes coincidiendo con el paso del Halley, así que, una vez más, éramos dos especies de fantasmas. Pero fantasmas nada insustanciales, en tanto que cada fantasma humano, inmortal, es en realidad una especie en sí mismo, y un…
—¡Goliardo!
Borges había bajado de un salto a las vías. El techo del túnel tenía, en efecto, algunas luces encendidas.
—¡A dónde vamos! —el eco de mi voz se propagó por esa galería tétrica.
—¡Al Tortoni!
—¿No podíamos cruzar la Avenida de Julio por arriba, simplemente?
—¡Ay Sancho… Sancho! —exclamó. Y me le acerqué avergonzado.
—¿Es verdad, Borges, que al morir vemos algo semejante a esto?
—Sí. Es verdad. Pero no a todos les espera lo mismo al final del camino.
—Y a nosotros… ¿Qué nos espera en este túnel?
La respuesta la tenía delante. A cien metros, de pie en medio de las vías, en un punto en el que el terreno sufría una elevación, había una figura humana. La veíamos a contraluz de un foco del techo.
—¿Quién puede ser?
Borges había aminorado el paso.
—Una anciana.
Nos detuvimos y ella avanzó hacia nosotros. Tenía en sus manos algo parecido a un palo, y lo llevaba contra el abdomen. Su paso era vacilante.
—¿Qué trae consigo?
No me respondió. Me aferró el brazo y nos detuvimos. Su mano temblaba. Yo no era ahora su guía, sino el pararrayo de una emoción electrizante que lo había clavado al suelo.
—Madre —balbuceó Borges, y me soltó.
Cuando la anciana estuvo a pocos pasos de nosotros, se detuvo.
—Hijo mío —y su voz sonó lejana —. ¿Cómo es que saliste a la calle sin tu bastón?
Era el bastón de Borges lo que aferraba, y no un palo como yo había creído.
—Madre… —volvió a decir Borges, y no atinaba a decir nada más.
—Georgie, hijo mío, todos los caminos están repletos de grietas, baldosas rotas, pozos, desniveles… —se refería a las calles y veredas de Buenos Aires, sin duda.
—Pero madre… —dijo Borges, y su actitud era la de un niño en falta.
—¿Recuerdas lo que leímos una vez?… “Cada paso es la detención de una caída”. No podés arriesgarte a avanzar con un solo pie, vos que sos ciego, hijo mío, y tan frágil.
—A lo mejor… Era el bastón el que me debilitaba.
—¡Cómo te atreves a decir eso!… —y la anciana apoyó el bastón en el suelo, y suavizó su voz:
—Todos vivimos en una gruta oscura, de espaldas a la luz, como afirmaba Platón… ¿recuerdas cuando te leí el Mito de la Caverna, en el jardín de la casa de Adrogué, al pie del molino viejo?
Borges asintió con la cabeza.
—La prudencia es la virtud de los sabios.
—¿Los sabios?… —repitió Borges, como ausente.
—Sí. El rey sabio tantea a la masa de su pueblo con el cetro, antes de promulgar una nueva ley. El profeta se apoya en su báculo para otear el futuro por encima de la multitud. El buen pastor atraviesa valles y cañadas sin soltar su cayado jamás, para no caer en un abismo, y para que el rebaño reconozca su autoridad.
—¿Y el poeta?
—El poeta es rey, profeta y pastor —respondió la anciana sin dudar.
Borges apretaba los labios. Sufría.
—Esa misma tarde, en la quinta de Adrogué, madre, también leímos los poemas de Píndaro.
La anciana permaneció en silencio.
—Bello es peligrar. Ese verso del vate griego, madre, quedó vibrando en mi memoria como abeja inmortal.
La anciana pegó el mentón al pecho. Las luces del techo titilaron y chirriaron como si fueran a apagarse. Tuve pánico de quedarme a oscuras en ese lugar.
La anciana volvió a arremeter:
—El peligro es el opio de los cobardes —sentenció, y respiró hondo sacudiendo apenas la cabeza, como si temblara por la ira contenida —. Y además, Georgie, hijo adorado, vos sos el patriarca de las letras argentinas, y eso se lo debés en parte a tu bastón, que te confirió a los ojos del mundo elegancia y dignidad. ¿Cómo podés despreciarlo ahora, después de que te hizo de lazarillo durante tantos años?
La anciana hablaba del bastón como de un ser vivo, y no era fácil distinguir si se refería al báculo o a ella misma.
Borges vacilaba.
—Si reniegas de él —siguió diciendo la anciana—, también perderás la gloria literaria, y ya no oirás de boca de tu madre los hexámetros de Homero, las sagas de Islandia, y los poemas visionarios de William Blake. Vagarás por siempre en el laberinto de una biblioteca tenebrosa, solo, palpando los lomos de los libros cerrados, con la impotencia de ya no poderlos oír nunca más.
Me incliné sobre el hombro de Borges, y le susurré al oído: “Popea”, y ese nombre lo arrancó de su pasividad.
—¡Leonor Acebedo! —gritó Borges de pronto, como quien despierta de una pesadilla por su propio grito—. Antes de ser mi madre, sos Leonor, y antes aun, mujer. E incluso antes de ser mujer, sos vos misma. A tu alma le hablo, y no a la que me guió en mi vida terrena con santa abnegación —su voz, grave y profunda, resonaba en los confines del túnel como el eco de un trueno—. De la quinta de Adrogué no quedó piedra sobre piedra, y también las sombras de mis ojos se desmoronaron junto con mi vanidad literaria y mi miedo de vivir. El poeta que fui ayer, escrupuloso e invidente, ha muerto, y de sus cenizas se alzó este que ahora ves, mujer, delante de ti.
Borges había crecido, mientras que la anciana se había encogido aún más, y aferraba con ambas manos el bastón legendario.
—Hijo mío —dijo la anciana, sin fuerzas —. Apiádate de quien dedicó su vida a ser los ojos de su esposo y su hijo ciegos.
—Porque me apiado, madre, digo la verdad.
—¿Aunque la verdad sea impiadosa?
—Madre… He pasado por tres fuegos quemantes —dijo Borges, con dulzura y orgullo —. El de una biblioteca en llamas, el de un duelo a muerte, y el de una lucha amorosa. Me he liberado de mi padre terrenal, y ahora me liberaré de ti. Pero no de tu persona, sino de tu sostén.
—Mi pena se trueca en aniquilación.
Era como presenciar una tragedia griega.
Borges habló, y dijo:
—Todo mi cuerpo vibra ahora por el fragor de esas tres batallas. Las palmas y las plantas me arden como si las hubiera hundido en la lava de un volcán —y le mostró las manos—. Mis seis sentidos crepitan. Mi pecho es un brasero en el que cruje y se inflama mi corazón de poeta enamorado. Por primera vez, madre, logré estar con una mujer con todo el cuerpo y con toda el alma, conocí las delicias de la intimidad más humana, y vi con mis propios ojos, por detrás de las imágenes poéticas, y de la misma palabra luna, a la luna verdadera… A la que brilla en el cielo y no a la que gira, roja y triste, en el cielo de los poetas melancólicos, derrotados… ¡Ciegos!
—¡No sigas! —sollozó la anciana.
Borges dio un paso adelante.
—Ahora voy en pos de la que abandoné en un puerto, alguna vez.
La anciana enarboló el bastón, amenazante.
—¡Ni siquiera recordás quién es! —gritó, como si ella sí supiera.
—Es verdad, pero una voz me dice que vos, madre, me alejaste de
ella por celos, y que desde entonces sufrí un destino de soledad.
—Ya verás que tu amor es hijo bastardo de la melancolía, mientras que de mi amor sos hijo legítimo.
—Lo que siento en mí es más real que yo mismo… Y si en este momento me atravesara el filo de un puñal, brotaría de la herida una espada de luz… —los ojos se le pusieron en blanco —… ¡Ah, cómo el amanecer me mataría, si yo, a mi vez, no desplegara amaneceres desde mí! —gritó, y las piedras del suelo crujieron como si Borges acabara de posarse, íntegro y sólido, a mi lado (había recitado un verso de Whitman).
Leonor Acebedo era ahora un espectro evanescente, y el bastón que aferraba, un jirón de niebla azul.
Borges prosiguió:
—El creador genuino no tantea las sombras: irrumpe en ellas como un azogue. No interroga a la esfinge: viola el misterio con ímpetu viril. No prueba la temperatura del mar con sus pies: se arroja vestido en las olas, y mientras bracea en la espuma salada, criaturas abisales emergen de lo hondo y lo desnudan para que pueda nadar liviano y a su placer… ¡Y tan liviano!… que sería capaz de aferrar el filo esmeralda de una ola, y encaramarse sobre la superficie del mar si así lo deseara… Así que, madre, Leonor Acebedo, mujer, alma, especie en ti misma… ¡Reacciona!, y mira que tu hijo resucitó al fin, y camina ahora sobre las aguas como un potro libre, con una salpicadura de espuma en la frente, la sal de la vida en los labios, y la estrella de su Destino entre los ojos como estigma solar.
La anciana sopló sus manos y el bastón se esfumó como por arte de magia. Borges se inclinó y la anciana lo besó en la frente. Luego abrió el puño y liberó una mariposa amarilla que tenía aprisionada. Se dio vuelta, dio unos pasos, y no la vi más.
Borges miró a la mariposa que, antes de caer al suelo como hilo de oro, dibujó no sé qué signos esotéricos en el aire.
—Libérate de mí, madre mía, para que podamos reencontrarnos, libres y jóvenes, en la eternidad.
Cuando acabó de decir la última palabra, apareció a lo lejos y en lo alto, en donde antes había estado su anciana madre, una especie de perro gigantesco, que soltaba vapor por las fauces y mostraba, amenazante, los colmillos afilados.
—¿Un lobo? —pregunté, sin quitarle la mirada.
—No, Goliardo. Una loba herida, con un hambre feroz de carne humana.