El Ermitaño del Acantilado

        Es de noche. Durante todo el día me he sentido exhausto,  pero siento la urgencia de escribir unas líneas. Tengo la idea angustiosa de que aquello que no escriba hoy, ya no podré escribirlo ni mañana ni nunca. Esto que a alguno puede resultarle una obviedad intrascendente, es para mí una experiencia límite: el presentimiento de la muerte inminente.

Cuando se llega a mi edad ya no se tiene la prepotencia de creer que la vivencia del mañana es un derecho propio absoluto, o bien, que es una necesidad, un deber del destino, que el futuro acontezca. En realidad, el joven ni siquiera piensa o cree algo determinado sobre el tiempo venidero en sí mismo; simplemente da como un hecho su advenimiento. A mis años, no es evidente que yo dentro de unos segundos exista. Por eso cada acto, cada pensamiento, cada evocación, cada lento movimiento de mi cuerpo, cada palabra, tiene un carácter definitivo. A eso se debe quizás que los viejos padezcamos de cierta solemnidad en el trato que al joven se le antoja, sin más, irrisoria. Sí, debo aceptar que me he vuelto algo irrisorio a los ojos del mundo nuevo. Quisiera leer el Quijote; he sabido que ese hidalgo es el mártir de la solemnidad heroica, el mártir del honor. El santo y el héroe suscitan la risa en el vulgo; yo no soy ni una cosa ni la otra, pero sí puedo participar de cierta heroicidad aprendiendo a soportar mi estado con gallardía.

Hace algún tiempo dos niños traviesos se rieron de mí al verme pasar por el camino. Me sentí humillado, lo confieso; mas luego de que los traviesos se alejaron, representé para mí mismo el espectáculo de mi vejez exagerando el temblor de mis piernas y encorvándome como un jorobado, y acabé riéndome de mi propia apariencia. Quizás una actitud heroica no suponga necesariamente un gesto trágico, o una resignación estoica. Posiblemente el heroísmo tenga mucho que ver con el humor. Pienso que ser un héroe trágico es cosa sencilla, pues se trata de afrontar con una soberbia dolorosa las adversidades; la proeza está en ser un héroe dichoso. Sin embargo, no ocultaré que hoy he estado bajo el signo de la desdicha. Hoy he amanecido con un aguijón deletéreo clavado en el ánimo. Si ahora no escribiera, me acostaría con la sangre emponzoñada y no me sería posible dormir. Además, no puedo sustraerme a ese presentimiento agudo de que sólo este instante me ha sido dado para que escriba lo que tenga que escribir antes del gran viaje…

El gran viaje. Nunca antes había tenido temor a la muerte. Aunque, en verdad, no es temor lo que siento. Es… No sabría decirlo. Se trata de una sensación nueva. De cierto estado en el que experimento la realidad del tiempo de una forma enteramente distinta a como la venía viviendo desde la génesis de mi memoria. Antes, el tiempo transcurría a la par mía, o mejor, yo a la par del tiempo, como si estuviera inmerso en un turbio río cuya corriente fuera la razón última de mi ímpetu vital, de mi existencia tempórea. Ahora, en cambio, es cual si una contracorriente subterránea me hubiera envuelto los pies en un remolino de fuego, haciéndome avanzar en sentido contrario al del río en que braceo en vano como un náufrago aterido. Tal vez por eso siento esta constante presión en el pecho… Mi vida, desde que he envejecido, es en el más justo y dramático sentido de la palabra, contratiempo, evocación forzosa de todo lo vivido, retorno vivencial y épico al afluente cálido del útero materno. Es natural, pues, que sufra con frecuencia mareos repentinos. Para mí, el mundo ha revertido el sentido de su órbita, y cualquier atardecer de estos puede culminar en aurora sin pasar por la noche (ya mis hábitos de sueño y comida están completamente alterados) Debo concentrarme; comienzo a perder el hilo de mi pensamiento.

Ahora recuerdo cuál es el motivo por el que he estado el día entero apesadumbrado: al despertarme, pensé si ese fenómeno del despertar tiene alguna semejanza con el del morir. Si morir será simplemente cambiar de condición y situación, abrirse a un nuevo espacio y una nueva luz, o si sólo se tratará  de una disolución del propio ser, un vaciarse de ojos y voz la máscara mortal sin que arda detrás del despojo una mirada radiante de gratitud y asombro. ¿Será  entonces mi único rostro un tosco amasijo de sombra impávida? ¿Una máscara trágica congelada en su última mueca de asfixia? ¿Dos niños traviesos se reirán de la solemne rigidez de mis facciones, asomados en puntillas a mi ataúd? ¿Envolverán al pequeño actor de la gran farsa en un sudario semejante a un diminuto telón? Cómo no pensar en estas terribles cosas, si siempre he sido este pobre cuerpo mío que ahora se inclina sobre el escritorio como asomado al arcón de su pensar.

Siempre he sido este cuerpo que gozo y padezco; mi pensamiento tiene su sede material en el cerebro, mi sentimiento en el corazón, mi odio en las vísceras, mi conocimiento en los cinco sentidos, mi ansiedad en el estómago, mi dignidad en el hígado. Y si no puedo pensarme sin este cuerpo, ¿cómo podré entonces concebir mi inmortalidad?… Pero; ¿qué me sucede?… ¿Qué demonio inmundo babea lascivo sobre mi hombro inculcándome tantos pensamientos mezquinos? Sólo un necio podría creer que el amor es fruto de un artilugio químico de la materia. Además, (puedo confesarlo ahora que sólo pueden acusarme de viejo senil), yo he sido poseedor desde niño de una extraña facultad: la del desdoblamiento. Yo he abandonado mi cuerpo más de una vez, y he sabido que el alma tiene su propia particular densidad; pero en vano escribo esto; sólo yo sé que es cierto; sólo para mí es una verdad absoluta, un pensamiento consolador. No podría ser escéptico aunque lo quisiera. No podría hacer como si todo lo extraordinario y sobrenatural que me ha sucedido en mi larga vida no hubiera sido verdad; en ese caso la locura debería preceder a mi fingimiento…

Ha comenzado a llover. La lluvia suscita la evocación, y cobija al solitario cuya alma padece la intemperie del silencio. La lluvia suscita la evocación… Ahora cobro conciencia de que mi intención en esta noche era narrar mi encuentro con otro eremita. ¿Qué haré con lo escrito hasta aquí? ¿Deberé romperlo para que nadie me acuse de caviloso? No. Lo que he escrito no habría podido escribirlo ni ayer, ni mañana, ni nunca; en esto radica quizás el único valor de estas líneas. En que han sido la expresión de un estado de mi alma único e irrepetible en la historia del mundo. Aunque mi vivencia pueda tener similitud con la de muchos de mis semejantes, sólo yo he podido vivir lo que he vivido en estas últimas horas de insomnio; sólo yo he podido vivirlo de este indeterminado modo; sólo yo soy yo, y sólo yo dejaré de ser este que ahora soy cuando muera mi muerte única e irrepetible. Romper lo escrito, desdecirme, sería como negar mi propia substancia. Contaré, pues, lo que me he propuesto escribir; quizás, quién sabe, algún lector de buena voluntad halle alguna relación entre lo que he escrito hasta aquí y lo que narraré de ahora en más.

Yo tenía veinticinco años. Hacía poco que me había echado a andar por el mundo movido por un romántico afán. Bueno; lo cierto es que la causa primera de mi nomadismo fue un desengaño amoroso que hoy me hace sonreír. Pero pienso que aun cuando no hubiese sufrido ese desencanto, lo mismo me habría ido por el mundo como un despatriado siguiendo la inclinación de mi naturaleza fugitiva.

Luego de viajar por España, Francia y los Países Bajos, me embarqué en un buque hacia Escocia, que era uno de los lugares que siempre había soñado conocer (ahora recuerdo que cuando era niño, me pasaba horas enteras encerrado en mi cuarto mirando con una lupa el libro de mapas antiguos de Johannes Bleau) En ese país estuve dos meses, y me avergüenza decir que no salí en todo ese tiempo del pintoresco pueblo al que arribé con el barco. Lo que ocurrió fue que tanto había idealizado esas lejanas tierras, y, por consecuencia, a esas rojizas gentes, que creí enamorarme de la primer mujer bonita que se me cruzó. Para peor, esa mujer (que no merece que estampe su nombre) no era nada escocesa, pues tenía el pelo negro encrespado, tez morena, y nombre francés. Parecía una portuguesa antes que otra cosa, y aunque era frívola como pocas, me hizo enamorar hasta el paroxismo de la pasión. Una mañana, luego de que ella había pasado toda lo noche conmigo dando libre rienda a su desenfrenada y hueca alegría, me confesó con absoluta liviandad que su gran amor era un noble acaudalado al que veía de vez en cuando, y que estaba segura de poder conquistar. Yo transmuté mi ira en frío cinismo, y luego de hacer mi equipaje, la besé con amanerada cortesía en la mano, le dejé caer una moneda por el escote sin que ella pudiera evitarlo, y me marché con dignidad artificiosa.

Cuando ya había hecho dos cuadras, y estaba seguro de que no podría verme, corrí apretando los labios dispuesto a marcharme ese mismo día de allí. Al llegar al muelle, pregunté cuál era el primer barco en partir, y me dijeron que en media hora saldría un buque de carga hacia Irlanda. Para ser admitido en esa embarcación debía pagar una suma de dinero que en ese momento era una fortuna para mí, pero me vacié los bolsillos sin vacilar. Cuando el barco zarpó, yo, en un pueril arrebato de cólera aprovechando el grave trombonazo de la sirena de niebla, enarbolé en la cubierta de popa el puño y maldije tres veces a Escocia (a la que no había conocido) como si ese país fuera culpable de haber concebido a aquella mujer.

Una vez que nos habíamos hecho a la mar, supe que la nave haría un recorrido por las islas Hébridas para la repartición de alimentos, lo cual me llenó de gozo. Al día siguiente de zarpado, ya sentía que había pasado una centuria desde el malhadado trance amoroso; y para embeberme en ese sentimiento consolador, me bastaba con perder mis ojos en el mar infinito.

En la madrugada del séptimo día de viaje, yo estaba en cubierta. Había abandonado el camarote cuando aún era de noche, desvelado por no sé qué oscuro presentimiento. Lo único que recuerdo es que al despertar me vestí como un autómata y subí a cubierta con premura. La luz apenas había comenzado a trazar la línea del horizonte. La bóveda tenía ese color azul oscuro en el que las estrellas arden con una intensidad asombrosa. Había una calma perfecta. El barco iba a media marcha, y sólo oía el roce del casco con el agua. No pensaba en nada; estaba allí con la mirada fija en la penumbra. En eso oí a mis espaldas algo como un zumbido, y cuando me iba a dar vuelta sentí sobre mi cabeza un estrépito y que un guante de seda me rozaba la cara; me agazapé bruscamente mientras me resguardaba con el brazo, y cuando me reincorporé pude ver cómo un ave de grandes alas se alejaba con majestuosidad.

Ni bien asomó el sol por el horizonte los primeros destellos de su corona, vi que justo en dirección hacia donde apuntaba la proa, se había hecho visible una roca que parecía estar emergiendo poco a poco del océano a medida que nos acercábamos a ella. Pregunté a un tripulante qué era aquello, y me contestó que era la isla hacia la que nos dirigíamos, cuyo nombre era Iona.

Al llegar a la isla, la nave comenzó a rodearla. Ni un sólo árbol rompía la monotonía de la superficie. Las únicas irregularidades del terreno eran una colina baja, una torre, y la cruz de una iglesia. También podían verse unas casas humildes y unas ruinas. Los bordes de la isla eran abruptos y formaban bellos acantilados. Poco antes de que la nave fondeara vi un ave zancuda parada en un peñasco. Tenía el plumaje gris y su largo cuello era negro. Recordé el suceso de la madrugada.

Un bote nos llevó hasta la costa, en donde un grupo de pescadores aguardaba expectante. El capitán me advirtió que zarparíamos en tres o cuatro horas. Lamenté que nos demoráramos tanto tiempo en ese páramo y, con cierto descontento, me dispuse a caminar sin rumbo.

No tardé en divisar a lo lejos una hilera de cruces célticas, que son aquellas que tienen un círculo en el centro. Me dirigí hacia ellas y pronto estuve en un magnífico y viejo cementerio. Las tumbas eran de un color azul grisáceo, y estaban esculpidas con escudos de armas, figuras en relieve y todo tipo de símbolos reales. La idea de que me hallaba caminando por un cementerio de reyes y príncipes de Escocia me infundió una dulce emoción, y puedo asegurar que me sentí de súbito más digno y como envuelto por un manto de añoranzas.

Me alejé de aquel sitio, y caminé por la cornisa de la isla intentando adivinar por qué motivo podía haber un cementerio semejante en un islote del océano. El viento comenzó a soplar con fuerza como si mis pensamientos lo hubieran embravecido, y el océano irascible se puso a azotar la mole pétrea con tal brío que podía sentir en mis pies el temblor del impacto. Seguí andando, y me topé con otras ruinas; eran, sin duda, las de un monasterio. Sólo una iglesia pequeña había sobrevivido a la devastación de los siglos. Entré en ella con sigilo; el aire estaba helado de quietud, y el viento resonaba en su interior como en el tímpano de una caracola. Recorrí con pocos pasos el templo, y di con un sepulcro. En él había inscripto un nombre de mujer que no recuerdo. Me arrodillé y, cerrando los ojos, incliné la cabeza en un inconsciente impulso de veneración.

Así permanecí largo rato en indecible éxtasis mientras el viento se arremolinaba en torno de la antigua capilla conventual. Cuando al fin me puse de pie, estaba conmovido; besé el sepulcro, me persigné‚ y abandoné el templo. Nadie me pregunte lo que allí sucedió.

Apenas había emprendido mi regreso hacia el puerto, vi pasar sobre mi cabeza en sentido contrario a donde yo me dirigía al ave del cuello negro. Me di vuelta, y comencé a seguirla. El ave por causa del viento adverso avanzaba con lentitud. Yo la seguía como el poeta persigue su estrella: con la certidumbre de que me conduciría a algún sitio extraordinario.

Cuando ya estaba por perderlo, el ave se detuvo en el aire con las alas extendidas dejándose sostener por el soplo del viento y, tras dar tres vueltas en círculo, se precipitó en un acantilado. Corrí hasta el borde de la isla, y pude ver cómo el ave desaparecía en un hueco de la pared escarpada. No obstante el riesgo de la aventura, decidí bajar hasta su nido sea como fuere.

El mar empapaba con su furia el acantilado, y por momentos se me adherían al pelo jirones de espuma. Luego de un esfuerzo titánico llegué a estar encima del nido. Tomé aliento, y me colgué de una cornisa para así dejarme caer en la caverna cuyo suelo sobresalía dos metros de la pared del acantilado; en ese instante en que no me decidía a soltarme a causa del vértigo, el ave salió volando del hueco con gran estruendo, azotándome las piernas con sus alas; lancé un grito y me aferré con más fuerza al filo del que pendía, hasta que me venció el cansancio. Entonces me solté y caí al nido quedando de espaldas al océano. Y cuál no habrá sido mi asombro cuando hallé lo que hallé: un anciano de barba y pelo blancos arrebatados por el viento estaba de hinojos ante mí… ¿he dicho un anciano?  en ese momento fue para mí una estatua de espuma, piedra y sal. Sus ojos tenían una fijeza de águila, y parecían seguir contemplando el mar a través de mi cuerpo, como si no pudiera existir obstáculo alguno para semejante mirada. El rostro anguloso del hombre (así como su cuerpo) se había mimetizado con el entorno rocoso de tal manera que, de no haberlo tenido ante mí como lo tuve, no habría sabido distinguirlo del resto del acantilado. Sus facciones eran abruptas, filosas, y su mirar abismático; tenía las manos juntas sobre las piernas en actitud orante, y vestía un hábito descolorido (en la espalda le flameaba la raída capucha) De no haber sido por el fuego punzante de su mirada habría pensado que me hallaba ante el cuerpo insepulto de un monje. Yo quería decir alguna palabra, pero el frío y el miedo me tenían amordazado.

En eso sentí que su mirada ya no contemplaba el océano a través de mi cuerpo, sino que se había recogido hasta alcanzar mis ojos; la tempestad dejó de aullar atrás mío; el viento ya no me embistió los oídos y el cuerpo, y el mar dejó de atormentarme con sus agujas salinas. Sin embargo es extraño decirlo, el cabello y la barba blancos del anciano, lo mismo que su hábito pardo, aún eran agitados por el viento en medio de la calma, como si la tempestad se hubiera retraído para concentrarse en el cuerpo del eremita, o como si fuera el mismo espíritu desatado del anciano la tempestad ahora domeñada.

Quise ver si el océano verdaderamente se había sosegado, pero no pude moverme; tenía el cuerpo rígido, y la mandíbula sellada por una causa más poderosa que el frío.

Entonces el eremita habló, y la voz le surgió de la garganta cual si fuera el viento (que sólo a él lo envolvía) el que formaba las palabras al soplar en la gruta de la boca. Y dijo:

                                   «Yo, el viento sobre el mar,

                                    yo, una onda poderosa,

                                    yo, el círculo del océano.

                                    Yo, un toro enardecido,

                                    yo, el halcón en la roca,

                                    yo, la más bella de las plantas.

                                    Yo, un jabalí perseguido,

                                    yo, un salmón de río,

                                    yo, un lago en la llanura.

                                    Yo, la fuerza del canto,

                                    la punta de la lanza guerrera

Oí esas palabras no con los oídos sino con el alma, con los ojos de la memoria; por eso no he podido olvidarlas. Ignoro cuánto tiempo pasó hasta que volvió a hablarme, sólo recuerdo que el viento que lo poseía se embraveció súbitamente, su pelo ondeó como una llama blanca, entreabrió los labios, y oí lo que sigue:

                       «Mi cuerpo fue tumba del alma caída,

                        mas luego caverna del alma contrita,

                        y templo del alma será al fin del día

Cesó el viento, y cuando volvió a arrebatar al eremita, salieron de su boca estas palabras:

                                   «El mar es el cielo caído,

                                    el mar es el cielo del mundo,

                                    ¿has visto cómo se convulsiona?

                                    El mar es el alma rebelde,

                                    ¿has visto cómo se alza?

                                    El santo es el rebelde

                                    contra el alma impasible,

                                    ¿Has visto cómo el océano

                                    se contorsiona?«.

Una vez más la muda tempestad que lo embestía se aplacó junto con el último verso declamado (o inspirado).

La siguiente «tempestuosa» inspiración no se hizo esperar, y oí este poema:

                       «El hombre vive al borde de sí mismo,

                        tímido se asoma su espíritu

                        al acantilado de los ojos,        

                        y aún sin quererlo avanza

                        con el abismo por delante.

                        En vano niega el vértigo

                        de su cuerpo tempóreo,

                        en vano busca el sueño

                        como suave reparo.

                        Porque donde se encuentre

                        ¡Ay! lo mismo lo alcanza

                        la saeta del Verbo.

                        El hombre vive al borde de sí mismo,

                        tímido se asoma su espíritu

                        al acantilado de los ojos,

                        y aún sin quererlo avanza

                        con el abismo por delante.«

Calló el viento, y el ave del cuello negro entró en la caverna golpeándome el pecho con un ala. Se paró a la diestra del anciano, y soltó delante de él un pez que había traído en su pico. La criatura del mar se agitó por causa de la asfixia hasta que el eremita la tomó con sus manos; entonces el radiante pez de plata se quedó inmóvil. El anciano lo alzó sobre su cabeza entornando los ojos, y luego tirando de ambos extremos del pez lo dividió en dos sin quebrarle el espinazo. Desgarró con sus dedos huesudos un trozo de blanca carne, y lo comió lentamente, como deshaciendo el alimento con la lengua. Después puso en mi boca un pedazo del pez, y yo, que no lograba articular ni una palabra, pude, sin embargo, ingerir esa carne. Seguidamente para mi mayor extrañeza el ave se hirió el pecho con el pico, y el eremita recogió la sangre en un recipiente de piedra, y después de beber un sorbo me mojó a mí los labios. Luego el ave alzó vuelo.

El viento se agitó en torno del anciano, y sonaron estas palabras en la caverna:

                                   «Yo soy sal de la tierra

                                    y sudario del mundo,

                                    pórtico del esperanzado

                                    y roca del afligido.

                                    Mi cráneo es bóveda

                                    del menesteroso,

                                    mi silencio fuego

                                    del amordazado.«

Calló un momento, y habló de este modo enigmático:

                                   «Pronto tornaré a mi morada

                                    ¿volveré a ver mis robles?

                                    Hace siglos que he oído

                                    el estrépito de su caída,

                                    ¿volveré a ver mis robles

                                    verdecidos?

                                    Pronto tornaré a mi morada

                                    prometida

Cuando acabó de decir la última palabra, su mirada volvió a traspasarme, y nuevamente bramó la tempestad por doquier. Sentí un frío de muerte en mis miembros, como si en todo ese tiempo el viento y el océano hubieran estado azotándome sin que yo lo sufriera. Por un instante me atormentó la idea de que también yo me había convertido en una estatua humana, y, poniéndome en pie, pensé en salir de allí cuanto antes.

Abandoné la cueva, y caminé por una cornisa hasta dar con una escalera natural formada por el zarpazo de las olas.

Cuando alcancé la superficie, corrí en dirección al muelle de la isla para recuperar la temperatura del cuerpo; además, temía que el barco partiera sin mí, pues ignoraba cuánto tiempo había pasado en el nido del eremita.

Una felicidad sin límites me embriagó al ver que la tripulación aún no había embarcado. Pregunté al maquinista cuándo habríamos de zarpar, y el viejo me dijo que estábamos retrasados casi dos horas por el endiablado viento, ya que era sumamente riesgoso acercarse con el bote al buque; yo me sonreí, y me senté en la costa a fumar la flamante pipa escocesa que había adquirido en nuestro paso por la isla de Man.

Cuando al fin se aplacó el viento, logramos embarcar sin peligro, y la nave partió con lentitud para dirigirse a Irlanda; pero antes de hacerse a la mar, rodeó parte del islote como lo hiciera en su llegada. Fue entonces cuando vi una vez más al ave zancuda parada en lo alto de un peñasco. En ese momento cobré conciencia de lo que había ocurrido. Me quité la pipa de la boca bruscamente, y aún cuando la nave se había alejado varias leguas de Iona, yo seguía con la ojos fijos en el punto gris del alto peñasco.

Un mes después, me encontraba en la ciudad irlandesa de Lismore participando de una pequeña reunión en casa de un «amigo» del que no recuerdo ni la cara ni el nombre. Para un viajero es cosa común tener amigos de un solo día, amantes de una sola noche, y conocidos de toda la vida; así como es algo muy natural que el extranjero sea invitado a toda clase de reuniones por la sola razón de ser él una extrañeza y, en el mejor de los casos, un enigma. Esto que pareciera ser un privilegio, es, sin embargo, una responsabilidad que hasta a veces puede resultar agobiante, porque no es nada sencillo satisfacer las expectativas de un puñado de curiosos que miran al forastero como a un ser venido de otros mundos. En aquella velada conté el suceso de la isla. Durante mi relato, un hombrecito enjuto, de tez pálida y ojos grises penetrantes, no dejó de mirarme con una mezcla de gravedad y complacencia en el gesto; tenía el ceño contraído y la boca sonriente.

Pasada la media noche me retiré de aquella casa. La niebla parecía manar de los faroles como de la boca de dragoncillos agonizantes. En la bruma resonaban hasta los sonidos más leves; yo caminaba con los sentidos alertas y el ánimo al borde del sobresalto. Y ya habría hecho seis o siete cuadras entre esa luz espesa, cuando oí que alguien venía detrás mío. Me detuve, y me volví para ver de quién se trataba; al minuto apareció (literalmente hablando) el hombre de los ojos grises; vestía una gorra escocesa y un pesado sobretodo negro. Se acercó a mí, y me estrechó la mano con corrección y carácter.

Perdóneme que lo haya seguido dijo con amabilidad; mi nombre es Gallway agregó con una voz entera que no concordaba con su aspecto enfermizo.

Yo, a mi vez, le sonreí con naturalidad, como si no hubiera nada de extraño en esa situación, y por un sobreentendimiento espontáneo promovido por el frío nocturno, ambos nos pusimos a caminar con lentitud amistosa.

El inició el diálogo:

—¿Vive lejos de aquí?

—Creo que faltan diez cuadras; todavía no me ubico muy bien.

Y sin más preámbulos, dijo sin mirarme:

—¿Cuánto sabe usted de la historia de Irlanda?

—¿De la historia de Irlanda?… Nada, casi nada.

—¿De modo que ignora que la isla de Iona posee otros nombres además del que usted ha mencionado?

Le dirigí por respuesta una mirada de asombro.

—Su nombre gaélico es Hy —dijo con voz serena y sugestiva—, y se cree que tiene alguna relación con el del templo Ei del dios Apolo, así como con el Yah, el soy el que soy de los hebreos, y también con el An, que quiere decir “el que existe por sí mismo”, de los egipcios. Los otros nombres de la isla son igualmente significativos. Se la ha llamado Isla de los Sueños, Isla de los Druidas, e Isla de San Columbano; todos estos nombres, incluido el de Hy, están íntimamente hermanados.

—¿De veras? —le dije con el alma henchida de presentimientos.

Caminábamos cada vez más lentamente, como si la niebla se hubiera espesado.

—¿Sabe usted algo de los druidas?

—Cuénteme.

—Fue una antigua casta sacerdotal, cuya doctrina parece haberse inspirado en la filosofía de los gimnosofistas y brahmanes de la India, en la ciencia de los sacerdotes de Egipto, y en la magia de los magos de Persia. La religión y la magia no era para ellos algo distinto. Fueron los primeros en practicar la hipnosis; tenían conocimientos de astrología y medicina, así como de todas las artes, muy en especial de la poesía. Los poetas eran los bardos, y tenían un lugar privilegiado dentro de la comunidad druida.

—Y estuvieron en Irlanda…

—Vinieron de la Galia, y aquí de algún modo se cristianizaron. Los druidas cristianos, a diferencia de los del continente, no practicaban sacrificios humanos.

Puedo asegurar que a pesar de lo poco que habíamos hablado hasta entonces, ambos platicábamos como viejos amigos. Su voz me resultaba familiar, y su compañía agradable en extremo. Cuando la luz de un farol le iluminaba el rostro, sus facciones lucían delicadamente nobles.

—Y esos druidas —le dije—, ¿qué relación tienen con Iona?

Temía su respuesta.

—En el año quinientos sesenta y tres de nuestra era, un monje, llamado Columcille, y mejor conocido como San Columbano, fue desterrado a esa isla. Lo siguieron doce monjes. Allí,  el santo fundó un monasterio y, con el tiempo, muchos otros se sumaron a su grey. De esa pequeña isla partieron numerosas misiones hacia Escocia, Irlanda, Alemania, Francia, Italia, y todo el continente. Desde que fue desterrado, sólo una vez regresó Columbano a Irlanda. Fue durante el Sínodo de Drumceatt, en el año quinientos setenta y cuatro, y regresó para defender a doscientos bardos que iban a ser excomulgados.

—Por qué motivo fue desterrado.

—Quiso introducir los misterios druidas en la religión católica. Se conservan algunos relatos suyos en los que puede verse qué profundo era su conocimiento del druidismo.

—Él mismo sería un druida entonces.

—Posiblemente. Él, como los druidas, era sumamente supersticioso. Intentaba saber el futuro contemplando el vuelo de las grullas…

—¿Un ave de cuello negro?

—Sí. Una leyenda curiosa cuenta que una vez que el hijo de un rey se puso a espiar cómo Columbano copiaba un documento sagrado, una grulla le vació el ojo indiscreto con su pico. Eso hace pensar que el monje tenía una de esas aves en su celda. Aunque también puede tratarse de una alegoría acerca del respeto que debe tenerse por la intimidad del monje.

—¿Usted ha oído bien lo que yo conté esta noche, verdad?  —le dije deteniéndome.

—Por eso lo he seguido.

—Comprendo. Continúe por favor.

—¿Qué quiere saber?

—Hábleme de ese hombre, ¿fue un santo? ¿Un mago?

—No lo sé. Quizás ambas cosas. Se dice que tenía poder sobre el viento, y que solía apoyarse en una cruz a mirar, de cara al océano, hacia donde estaba su amada Irlanda.

—¿Cuánto duró su destierro?

—Treinta años; hasta el fin de su vida. O tal vez… trece siglos.

Yo lo miré con pavura, pero él no correspondió a mi mirada. Y como si tratara de cuestiones ordinarias, siguió hablando en tono monocorde.

—Es extraño; los primeros versos que usted aprendió del eremita son los más antiguos que se conocen en Irlanda.

Estaba confundido, y me resistía a creer lo que oía.

—Otra creencia druida que acaso le interese —dijo—, y que no es menos celta que druida, es la de que existen estados en los que el hombre puede acceder al umbral que separa este mundo de otros que no conocemos; por esa razón los druidas consideraban sagrado todo aquello que fuese algo intermedio entre dos realidades, como el amanecer, la orilla del mar, el sueño, la niebla… También los últimos versos que usted recitó son significativos.

Permanecí en silencio.

—El primer monasterio que fundó Columbano fue el de la península de Derry, al norte de este país. Y se cuenta que no permitió que se talara ni un sólo roble de los muchos que había en esa región.

Volví a detenerme, y busqué su mirada.

—¡Mr. Galway!… ¿Usted sugiere entonces que…?

—¡No! —dijo con autoridad, mirándome al fin—. Yo no he sugerido nada. Ha sido usted el inventor de ese cuento.

—¿Acaso no me cree? —exclamé en el colmo de mi sorpresa.

—Eso no tiene importancia —contestó.

—La tiene para mí.

—No debería importarle mi opinión, ni la de nadie —dijo sin exaltarse—, créalo, y será  verdad. Debo irme; aún estoy muy lejos de donde vivo. Adiós.

Me estrechó fuertemente la diestra con sus dos manos, y se marchó. Lo vi deshacerse en la bruma a medida que se alejaba, y recordé involuntariamente el momento en el que, al abandonar Iona, me quedé mirando en cubierta cómo el ave del peñasco se empequeñecía hasta perderse en la inmensidad plateada del océano.

Proseguí mi camino hacia la casa en donde estaba hospedado y, mientras avanzaba, iba repitiéndome las palabras de Mr. Galway: «créalo y será  verdad… créalo y será  verdad«.