El Eremita de la Campana
(Cuento)
Estaba en Siberia. Había ido a esa lejana región para sentir que tocaba uno de los confines del mundo. Esa ilusión me la había provocado mi habitual consulta a uno de los mapas que llevaba conmigo, en el que Siberia figuraba en la margen superior derecha. La sola idea de conocer esas tierras me había causado durante años felicidad y vértigo, ¿o acaso deba decir «felicidad vertiginosa»? El gozo extremo nos hace sentir en el pecho la misma emoción que experimentamos al filo de un acantilado; en ambos casos se apodera de nuestro ánimo un afán temerario de arrojo, de entrega desaforada que bien podría costarnos la vida, y hasta la propia alma. El hombre feliz sólo desea avanzar, dar un gran paso, no importa hacia dónde, igual que el desesperado ante el cual se abre el abismo como una boca deliciosa. Yo, que me he debatido siempre entre la desesperación y la dicha, estaba finalmente en Siberia. No podía ser de otro modo. Una fuerza superior a mi voluntad me había llevado hasta ese sitio anhelado. Ya otras veces me había ocurrido sentir que no era posible estar en ningún otro lugar que en el que me encontraba. Ese sentimiento de dulce fatalidad me daba una confianza sin límites en mí mismo, y me hacía olvidar mi condición de extranjero. En suma, estaba en un pueblo perdido de Siberia como en mi propia casa.
El idioma, por demás, no me era extraño, pues yo había vivido, tiempo atrás, un año en San Petersburgo, en donde supe hacerme de no pocos amigos. Uno de ellos, de nombre Macario, me entregó una carta de recomendación para que fuera recibido en Siberia por un pariente suyo, cuyo nombre he olvidado, pero no su voz cavernosa ni su tosco aspecto campesino. También recuerdo que ese hombre tenía un ojo turquesa sin pupila, y una mirada penetrante. Con el ojo sano parecía ver el mundo circundante (incluido mi propio cuerpo), mientras que con su ojo ciego parecía poder ver lo ultra mundano (incluido mi propio espíritu). Cuando hablaba de cosas vulgares entrecerraba su ojo ciego y me encaraba con su perfil humano; pero cuando se trataba algún tema profundo como el de la soledad o la muerte, entonces su ojo ciego se abría como el de un búho, su perfil humano se oscurecía, y yo me sentía ante él indefenso como un niño, y culpable como un penitente… Ya lo recuerdo, su nombre era Mitia, y cuando se rió por primera vez yo lo bauticé con el pensamiento: «Mitia el terrible».
Una noche, en la que nevaba copiosamente, me quedé conversando con Mitia junto al fuego del hogar hasta bien entrada la madrugada. Era mi primera noche en Siberia. Sólo hablamos de cuestiones últimas. En mi memoria la escena de esa noche se me aparece como un cuadro tenebrista. En el fondo oscuro del lienzo vivo de mi recuerdo resaltan el pelo y la barba blancos de Mitia con una fosforescencia escalofriante. Encima de su nariz (cual si de un cíclope se tratara) fulgura por instantes su ojo todo turquesa como si Mitia tuviera incrustada en la frente una moneda de esmeralda. El fuego arde a su siniestra y enfrente mío con una vitalidad constante. De vez en cuando Mitia arroja al hogar una rama seca y [1]me estremezco: el fuego se tiñe de un color demasiado similar al del ojo turquesa de Mitia que no deja de cegarme con su destello. Creo que mi imaginación se ha encargado todos estos años de retocar esa escena según mi estado de entonces. La memoria no conserva las cosas tal como las hemos visto, sino como las hemos vivido, porque es sabido que hasta los sucesos más vulgares los experimentamos de cierto misterioso modo. La prueba de esto es el fenómeno del sueño, en el que la simple hoja de un álamo se puede convertir en el corazón plateado de un hada, y el ojo ciego de un pobre anciano en una moneda preciosa…
—No tengo familia. Mi madre era de origen mongol. Mi padre, en cambio, era ruso, y en su madurez había llegado a tener hasta doscientas almas… usted sabe, esclavos. Pero luego, por causa del alcohol, lo perdió todo, excepto una pareja de siervos sobre cuya tumba se encuentra usted sentado en este momento.
Fue así como Mitia introdujo aquella noche el tema (tan caro para él) de la muerte. Pero además me había hecho sentir en carne propia la realidad de la muerte al revelarme en dónde estaba yo tan despreocupadamente sentado. De súbito creí tener debajo de cada pie una calavera; así que junto con el pavor de la muerte, experimenté horror y vergüenza por la realidad de la servidumbre que Mitia tanto aborrecía, aún cuando esta había sido abolida hacía ya muchos años. Impulsivamente recogí mis piernas y quedé tocando el suelo «santo» con las puntas de los pies tan sólo.
—Todo hombre es un solitario —me dijo tras vaciar su vaso de vodka—; pero un ruso es una especie en sí mismo. No tiene nada en común con los demás hombres… ¿Sabe qué significa esto? Que un ruso no evoluciona o decae según la humana especie. Su suerte depende de sí y de ningún otro. Esa cantata de la evolución del hombre y del progreso de Europa lo tiene sin cuidado. Él sabe que su naturaleza es demasiado vasta y potente como para estar determinada por guerras, inventos o modas. Su vida acontece al margen de los sucesos mundanos, y su propia compañía le basta. Siempre verá que el ruso habla solo, y que mira a su prójimo con un desdén espontáneo como si estuviera a miles de verstas* de distancia. Cuando un ruso muere, se extingue una especie, y sus descendientes no tienen nada que ver con el finado. Ya ve usted, Antón Chéjov es nieto de esclavos, y él es el hombre más libre de Rusia… ¡Qué digo! ¡Del mundo!
Volvió a llenar su vaso con la clara bebida alcohólica que en aquellas tierras confunden con el agua; la apuró de un trago, y prosiguió su discurso (con el paso de las horas su ojo ciego parecía volverse más y más turquesa, como si el fuego que se extinguía en el hogar estuviera siendo absorbido por esa mirada poderosamente introvertida que en vez de posarse sobre el mundo, devoraba la energía de todas las cosas)
—Aquí radica el misterio de mi raza, si así puede llamársele. Cada cual tiene su propia historia y su propio tiempo. En Rusia se podrá topar en una calle con un mujik* que aún no ha salido de la edad de piedra y que es aficionado a ingerir carne cruda de lobo, así como podrá encontrarse con un místico que todavía cree en los ángeles y hace más ayunos que un stárets*, y lo mismo puede conocer a un científico que bien podría ser el maestro de todos los sabiondos de la Tierra. Ahora ya lo sabe, cada cual en su propia época y en el propio estadio de su evolución… y de su decadencia, porque, olvidaba decírselo, para un ruso todo es una misma cosa.
Yo no sé qué quiso decirme Mitia con eso de que «todo es una misma cosa», tal vez que los opuestos no existen, o que existen confundidos en el alma del ruso, no lo sé. Pero puedo recordar muy bien que mientras Mitia me hablaba yo entendía lo que él estaba diciéndome, porque mi comprensión iba más allá de sus palabras y conceptos. Lo comprendía; eso es todo. Él se daba cuenta de mi sincero interés, y hablaba sin ansiedad haciendo uso de los silencios y los ademanes como el mejor orador podría hacerlo, sólo que hablaba sin énfasis y sin doble intención.
En dos oportunidades se levantó para ir en busca de un libro. La primera vez trajo una obra de Pushkin, la segunda de un tal Lermontov; ambos eran poetas célebres de Rusia. Luego de leer con voz emocionada poemas del uno y del otro, pasó a contarme detalladamente cómo había muerto Pushkin en un duelo por culpa de la belleza inconcebible de su mujer. Mitia se comportó entonces como un verdadero misógino. Eso le dio pie para hablar del «monstruo» con el que se había casado León Tolstoi, y del escándalo que hubo en toda Rusia por las perversidades de Catalina la Grande… «que no era rusa, sino alemana, y amiga de los malditos ilustrados franceses», recuerdo que acotó con una sonrisa salvaje. Cuando terminó de despotricar contra cuanta mujer le vino a la memoria, no tardó en volver a su tema favorito: la muerte, (después comprendí que no era la muerte sino la inmortalidad lo que lo obsesionaba de una manera casi patológica)
Hacia el final de la noche, cuando por el cansancio comenzaba a pesarme el cuerpo, y el vodka me había alivianado hasta el mareo mi joven cabeza, me dijo con frialdad:
—¿Sabe cuál es en definitiva la tragedia y la gloria del ruso, amigo mío? Que aquí el tiempo no pasa. Mejor dicho, transcurre de una manera clandestina, subterránea. En el resto de los países de Occidente cambian con los años las ciudades, la naturaleza y las personas a una misma vez y de una manera vertiginosa. Tan aturdido está el hombre en la vorágine del mundo, que recién al fin de su vida se percata de que el tiempo ha pasado. Aquí en cambio, que las ciudades, y el paisaje, y los hombres con sus monótonas labores son algo estático, se tiene una conciencia exacerbada de la fugacidad de la vida. Sí, porque mientras aquí todo permanece igual, como si fuera eterno, sólo los hombres envejecen y pasan. Por su parte, la nieve hace de las estepas una masa uniforme de extensión infinita, idéntica a sí misma en donde se la mire. Las casas son todas iguales y las vestimentas no cambian desde Pedro el Grande. Únicamente el hombre está devorado por la fugacidad. Sólo él no es el mismo cada día que pasa. No podría decirse que los días pasan si él no transcurriera, pues aquí no hay un día que sea distinto. Nosotros no cambiamos el mundo para tener la ilusión de que el mundo cambia mientras nosotros permanecemos. De ese modo evitamos creernos dueños del tiempo. He sabido que allí en Occidente cualquier petimetre que pueda ostentar un título cotiza su «valioso» tiempo en oro. Nosotros, en cambio, sabemos a cada instante que la muerte está próxima, y que el tiempo vivido es pura gratuidad…
Nuestra conversación tocó a su fin a la madrugada, cuando a Mitia, repentinamente, se le cayó la cabeza sobre el pecho como si el sueño lo hubiera fulminado con un beso mortífero.
Me levanté con dificultad, y miré por la ventana. La tormenta había cesado y la nieve lo cubría todo: las calles, los techos, los campos… A lo lejos relucía la cúpula bizantina de la iglesia del pueblo como un gigantesco capullo de oro pronto a estallar con el advenimiento del nuevo día. El mundo, anegado en nieve purísima, parecía inmóvil, intacto, recién creado, y comprendí lo que Mitia había querido decirme con aquello de «aquí en Rusia sólo los hombres envejecen y pasan». Sentí entonces, por primera vez en mi vida, nostalgia de la eternidad, hambre de vida infinita; juro que nunca antes me había acometido una emoción semejante. El cansancio y el vodka, confabulados, vulneraron aquella noche la coraza de mi indolencia, y me dejaron a merced de mis más hondos sentires… ¡Dios mío! ¡Cuántas veces habré desoído mi voz recóndita! ¡Cuántas veces habré estrangulado con el hilo de mi razón a la niña poesía que de todo se asombra pues todo la conmueve! Tengo mis manos ancianas empapadas con sangre de niñas recientes, y el nombre de Herodes resuena en mi alma como un grito arrojado en una habitación vacía. El eco es la imagen de la fuga inútil. La conciencia es la voz ecoica de la memoria. Hasta la muda materia del cuerpo repercute en su sombra y se salva del olvido mortal de sí misma. Nada hay que no tenga memoria; esta verdad me pesa, y me gratifica.
Aquel día, después de mi conversación con Mitia, dormí hasta las dos o tres de la tarde. Cuando desperté me sentía aturdido, y pensé que una buena caminata era el mejor remedio para mi estado. Me calcé mis nuevas botas, el gorro de piel de nutria, los guantes de cuero, encendí mi pipa y salí a la calle henchido de un saludable optimismo. El resplandor de la nieve me cegó en un principio, pero pronto mis ojos se habituaron al reflejo y pude contemplar el pueblo en toda su esplendente belleza: la nieve lo había cubierto con un manto real que destellaba aquí y allá como si estuviera encantado. El sol reverberaba en los techos goteantes, y en sus cornisas se habían formado delgadas estalactitas que le daban a las casas un aire gótico, casi me atrevería a decir «romántico».
Cada tanto me cruzaba con hombres (o mujeres) que iban totalmente envueltos en sus abrigos. Yo no podía ver sus rostros, y más que transeúntes parecían ser bultos de ropa ambulante. Nadie se saludaba ni se disculpaba si lo requería el caso; pude ver cómo dos bultos humanos se topaban, y luego seguía cada cual su camino como si nada hubiera ocurrido. Lo que me dijera Mitia la pasada noche sobre la particularidad del ruso de ser «una especie en sí mismo» se me hizo patente esa tarde.
Movido por un deseo inconsciente de soledad y espacio, fui dejando atrás el pueblo casi sin darme cuenta. Y pronto me hallé mirando la blanca aldea desde una pequeña colina en cuya falda dormía un cementerio de cruces negras. Nunca supe por qué la nieve no había cubierto esas cruces. Luego supe que ese cementerio estaba abandonado y que era propiedad del presidio de Siberia… Pero… ¿puede un cementerio ser propiedad de alguien? ¿Puede serlo un muerto acaso? Un ángel de piedra soplaba un clarinete a la entrada del osario.
Descendí la colina y caminé más de dos horas en sentido contrario a la aldea. Tan ensimismado iba entre las solapas alzadas de mi abrigo, que me interné en el templo de un bosque con la apatía con que un escéptico podría entrar en la iglesia de Santa Sofía. Como quien despierta lentamente de un sueño confuso, comencé a mirar a diestra y siniestra con ojos redondos; no podía recordar el modo en que había llegado a ese lugar, pero pronto acepté ese suceso con gratitud y gozo.
No sé qué árboles eran aquellos que conformaban el profundo bosque, pero tenían la majestuosidad y la noble belleza que confiere a las cosas el paso del tiempo. Aquel bosque habría de contar con muchos siglos de recogimiento… ¡Ah! ¡Templo magnífico! ¿Qué arquitecto mortal sería capaz de crear semejantes columnas egregias a partir de un puñado de semillas del tamaño de una gota de agua?… Estoy pensando (no puedo reprimir la visión) en la mano abierta y laboriosa de un ángel -siete veces más grande que el Coloso de Rodhas- esparciendo una lluvia de rocío sobre un páramo de mármol… ¿Estas visiones que me asaltan repentinamente y sólo fulguran ante mis ojos un instante, ¿serán acaso un preludio de la demencia senil tan temida?, ¿o es que he comenzado a descender al último estrato de mi conciencia, en donde la humana voz es impotente y gritan las imágenes y los símbolos?… Recuerdo haber tenido el presentimiento de que ese bosque poseía un alma, un alma milenaria y sensitiva. Y puedo jurar que no he vuelto a respirar desde entonces un aire tan aromoso y templado.
Caminé largo tiempo con el corazón absorto. En la nieve iba dejando una huella profunda. Me sentía ingrávido y, verdaderamente, ningún pesar agravaba mi espíritu. Me detuve. A mis oídos había llegado una vibración aguda. No pude saber si se trataba de una corriente de emotividad subjetiva, o de una ráfaga de música proveniente de algún rincón ignoto del bosque. Avancé unos pasos con sigilo, y pude ver entre las columnas arboriformes dos cúpulas bizantinas doradas que refulgían como la llama estática de dos gigantescos velones. Estremecido por el asombro me acerqué a la aparición con paso vacilante. No cabía en mí del temor santo que me sobrecogía.
Era un templo de madera medio derruido que parecía tener cientos de años de vida. Cuando me acerqué un poco más supe que no eran dos cúpulas lo que yo había visto, sino una cúpula y una campana. Esta última era de un tamaño casi irreal de tan grande, y pendía de un travesaño de madera. Debajo de lo que alguna vez ha de haber sido un espléndido campanario había un montón de escombros, y era sencillo saber qué suceso había dejado la campana al desnudo: un grueso árbol estaba inclinado sobre el templo justo encima de la fúlgida campana, y no habría quedado un solo madero en pie si un árbol fiel no hubiese detenido la caída de su semejante. De repente sopló el viento, y una rama del árbol rendido golpeó la campana con fuerza. Una dulce vibración conmovió mis oídos.
Atraído por la música remota del bronce, entré en el templo. Un rayo de luz daba de lleno en un ícono negro y dorado que representaba a Cristo resucitado sobre el Santo Sepulcro. Oí cómo el viento alborotaba las copas de los árboles, y vibró la campana nuevamente; pero esa vez no vibró sólo la campana, sino todo el templo, y yo mismo vibré como si alguien me hubiera tañido el alma. Cuando cesó el temblor de todas las cosas, vi que en el fondo del templo -a un costado de donde ha de haber estado el altar algún día- había una puerta abierta que daba acceso a una escalera. Sin duda ese pasaje conducía al campanario. Me acerqué a ese sitio, y cuando iba a subir el primer escalón retrocedí para corroborar una impresión que había tenido un segundo antes; y sí, en efecto, en la pared del fondo estaban escritas con carbón las siguientes palabras: EXEGI MONUMENTUM AERE PERENNIUS. Años después supe que ese verso pertenecía al célebre poeta latino Horacio, y significa: HE ERIGIDO UN MONUMENTO MAS PERENNE QUE EL BRONCE. Anoté apresuradamente en mi libreta esas palabras, y subí con lentitud la escalera crujiente.
Cuando pisé el último peldaño me paralizó el asombro: debajo de la inmensa campana había un hombre sentado en el suelo y con la cabeza gacha al modo de los yoguis hindúes. Tenía el pelo y la barba de un color gris ceniciento, y vestía negros harapos. Parecía estar sumergido en un apacible sueño. Y aunque yo no lo veía respirar, pues su cuerpo reposaba en la inmovilidad más perfecta, no se me ocurrió pensar que estaba ante un cadáver, acaso porque sentí en ese momento el calor de una presencia.
Con mano trémula le toqué el hombro al abstraído. Y nada. Luego volví a llamarlo con un poco más de fuerza; pero reaccionó recién a la cuarta o quinta vez que repetí mi llamado (esto que llamo su «reacción» no fue otra cosa que el comienzo visible de su respiración hacía unos instantes imperceptible) Intuí que debía darle tiempo para que emergiera dulcemente de su estado, y permanecí en pie a su lado contemplando cómo el alma del anciano iba recobrando poco a poco cada palmo del encogido cuerpo.
De pronto dio un hondo suspiro y alzó muy despacio la gris cabeza cual si la hubiese tenido inmersa en un lago de plomo fundido. Entreabrió los ojos, y balbuceó sin mirarme:
—¿Quién eres?
Su voz sonó cansada, o distante. Y cuando comencé a hablarle, me interrumpió diciendo:
—No oigo tu voz; eres un hombre entonces. Siéntate. Hablaremos hasta que el viento sople nuevamente.
Mi quité el gorro y me senté enfrente suyo. No podía verme.
—Te diré lo que quieres saber —me dijo muy pausadamente con una sabia sonrisa en los labios—. Yo nací en Novgorod. Desde niño hice versos. Cuando fui adolescente viajé a Moscú para estudiar humanidades. Por ese entonces no había poeta en toda Rusia que me superara; esto lo puedo decir ahora que no hay vanidad en mi alma. No había ningún mortal, por insensible que fuera, que pudiera contener las lágrimas cuando yo leía mis poemas. Joven como era, lucía en mi frente el laurel de los elegidos. Los nobles me prodigaban elogios con sumo respeto, y las damas sensibles me agasajaban en sus palacios y me sentaban junto a la más bella de sus hijas. En los círculos literarios me habían apodado con el legendario nombre de Orfeo. Créame viajero que no ha habido un poeta adolescente más laureado que yo en la historia de este sagrado pueblo.
Bajó la cabeza, y cuando volvió a alzarla tenía sus ojos grises desmesuradamente abiertos y arrasados en lágrimas. Sólo los ojos le lloraban; su rostro no había perdido la apacibilidad, y sus labios permanecían serenos.
Respiró profundo y continuó su relato:
—¡Qué momentos, Dios mío, aquellos en los que una inspiración sublime arrebataba mi alma y todos mis sentidos, y los versos fluían de mi pluma como ríos fulgúreos de lava ardiente capaz de fundir el corazón más pétreo! Mi cuerpo era entonces un humilde instrumento por el que soplaba el Espíritu, y mi voz era la de todos los hombres. Cada día, por obra del canto, de la música sidérea, mi ser se volvía resonante, y no hay dicha mayor para un mortal que la hora del entusiasmo lírico… Pero un día, amigo viajero, un día dos fieros demonios llamaron a mi puerta y me sedujeron. Sus nombres eran Vanidad y Lujuria, pero yo los bauticé Magnanimidad y Delicia, y los besé en la boca, y sorbí con delectación sus venenos. Fue así como a la vibración de mi alma la suplió el espasmo del cuerpo, y al encantamiento de mis sentidos los suplió el desencanto de mi intelecto, la desesperación de mi voluntad y la impotencia brutal de mi verbo. Pronto sentí que estaba perdido. No tardaron los hombres en olvidar mis versos, y con el tiempo me resultó más doloroso que alguien recordara algún poema mío a que nadie recordara ni un solo verso de mi obra temprana, pues el memorioso me recordaba que yo había caído desde las alturas de una inspiración cuasi divina.
«Tanta era la angustia de mi espíritu que un mal día resolví zambullirme en el mundo, volverme inescrupuloso, astuto, seductor y bohemio. Rompí la punta de mi pluma contra el suelo, y me dije que la poesía era pura evasión, introspección malsana de hombres afeminados y enfermos, y -una vez formado mi nuevo y desenfadado plan de vida- solté una carcajada violenta. Con esa risa desconsolada arrojé ese día mi alma a la jauría de mis instintos, y la expresión de mi rostro cobró una fiereza atractiva que me granjeó el temor de los débiles, el respeto de los poderosos, y la pasión de las temerarias (y no hay mujer que no lo sea cuando una pasión la visita) La violencia, el arrojo, la temeridad, es muchas veces la impotencia de la pasión genuina, pero no suele verse la diferencia, y me creí un apasionado cuando en realidad no era más que un pobre incontinente, un desbocado…
Volvió a callar. Se asió la barba con el puño de su diestra, apoyó otra vez su mano en la rodilla y, alzando fugazmente la mirada hacia el hueco de la campana (que era su dorada bóveda nocturna), dijo con voz reconcentrada:
—Cuando cumplí los cincuenta y ocho años de edad, decidí venir a Siberia para pasar unos meses junto a una mujer de mala fama que me amaba fervientemente. Su cabellera era del color del trigo. Yo hacía muchos años que había dejado de pensar en la gloria perdida y mucho menos recordaba aquellos estados de plenitud en los que -por un arcano designio- hacía versos. Pero una noche de tormenta, en la que esa mujer y yo estábamos casi encima de las brasas del hogar a causa del frío, alguien llamó a la puerta con tres golpes violentos. Ambos nos sobresaltamos. Tomé el atizador y abrí la puerta. Un torbellino de nieve me acometió con ira helada. Di un paso hacia atrás, me resguardé el rostro con mi antebrazo y pude ver que un hombre de avanzada edad, cubierto con andrajos, estaba parado enfrente mío con tal aplomo que la tormenta parecía serle indiferente. Tenía una risa mansa congelada en el rostro y los ojos completamente en blanco. Yo siempre fui supersticioso, y creí que se trataba de un espectro. Enarbolando el atizador le pregunté quién era y qué buscaba. Olvidado del frío aguardé su respuesta, la que, en verdad, no pudo ser más sorpresiva: cantó, con la más dulce de las voces, un poema, un himno al temporal del que sólo en apariencia era víctima el inspirado rapsoda. Yo bajé con vergüenza el hierro, y me quedé escuchándolo sorprendido. Aunque debo confesar que en un instante de agudo resentimiento deseé con toda mi alma golpear al humilde poeta hasta darle muerte; pero, por gracia divina, pasó la tentación, dejé caer al suelo el atizador que había estado por trocarse en arma homicida, y me saltaron las lágrimas.
«Cuando el vate mendigo concluyó su poema, extendió hacia mí su mano temblorosa; yo se la besé y le rogué que esperara un momento. Fui hasta el escritorio, tomé todo el dinero que tenía, lo metí en una bolsa de cuero, y corrí a dárselo al vagabundo, pero cuando llegué a la puerta ya se había ido: mi beso le había bastado.
«Esa noche me fui a dormir temprano sin comer nada. Aquella mujer respetaba mis silencios, así que no debí darle explicaciones por mi estado. Pero mi reposo fue breve. A media noche, un sueño -que no contaré nunca a nadie- me hizo dar un salto del lecho para dejarme insomne y acosado por mil remordimientos. A pesar del frío estaba empapado en sudor, y tenía los ojos inflamados como si hubiera llorado amargamente. De pronto comenzaron a resonar en mi pensamiento, sin que pudiera evitarlo, muchos de los versos que había escrito de niño y de adolescente; versos que yo creía haber olvidado, y que no habría sabido reconocer en boca de otro. Espoleado por una angustia feroz, me vestí con ligereza, escapé del cuarto, tomé una cuerda que estaba colgada en una pared a modo de lazo, y me lancé a la calle corriendo en busca de un árbol. La tormenta estaba en el colmo de su furia. Sabrá Dios cuánto corrí como un lobo herido entre el fragor de la tempestad. La nieve me había entumecido el cuerpo, pero una fuerza sobrehumana movía mis piernas y mis brazos como si fuera arrastrado por una ola pronta a romper contra un roquedal. La bravura del viento exacerbaba mi odio, y recuerdo haber lanzado -sin dejar de correr- rabiosos alaridos en un vano intento de tapar la voz que me decía mis versos una y otra vez… y… no sé bien qué es lo que ocurrió entonces, pero a la mañana siguiente amanecí en este bosque cubierto con un manto de hojas y al reparo de un árbol caído. Decidido aún a cometer el más reprobable de los actos, me levanté con la cuerda en la mano (no la había soltado en toda la noche) y comencé a buscar el árbol que me invitara a colgarle de una de sus ramas el fruto impío y agrio de mi cuerpo mortal. Y pronto habría encontrado mi patíbulo, si no me hubiese alcanzado la vibración de esta campana como un fuego invisible. Mi alma toda tembló, crepitó por un instante, y sentí una felicidad involuntaria que me hizo amar la vida nuevamente.
«Imantado por la dulcísima música que había tremolado en el aire y dentro mío, llegué a este templo y, ávido de volver a vibrar como en los gloriosos días de antaño, me hice un sayal con un trapo que hallé doblado debajo de esa escalera, y con la piel de un animal que vino a morir a mis pies el mismo día de mi salvación, hice esta pelliza. Luego me ceñí la cintura con la cuerda con la que iba a rodearme el cuello momentos atrás, y me quedé a vivir debajo de esta campana a la que el árbol caído tañe cada vez que el viento quiere soplar… ¡viajero!… -dijo alzando la mirada ciega a la broncínea bóveda-, siento que se estremecen las copas de las árboles. Sí… tú no puedes sentirlo; la vibración es muy leve… muy leve. Mi cuerpo puede percibirla. Yo puedo estar bajo el efecto de una sola vibración durante casi diez días. Con el tiempo mi cuerpo se sensibilizó poco a poco hasta que aprendió a captar el último átomo vibrante del bronce templado… Y te diré un secreto, viajero: la bóveda celeste es una gran campana, sólo es necesario aguzar el oído. El que pueda vibrar que vibre. Yo he querido convertirme en un hombre cigüeña; no hay ave más sensitiva que esa en toda la Tierra. Si volviera a escribir algún día un poema (escribir digo, porque en estos años he compuesto cientos de poemas que jamás he escrito) lo haría con la pluma de una de esas aves… ¡Ah! Y lo que todavía nos espera. A veces me paso noches enteras imaginando cómo ha de ser de armoniosa la dorada bóveda paradisíaca, pero ya lo ha dicho Píndaro, aún nos separa de los dioses un cielo de bronce… viajero… el viento… pronto el viento moverá la rama … sí… puedo sentirlo… Sí… sí…
Fue entornando los ojos lentamente hasta cerrarlos por completo. Oí cómo el viento soplaba en torno del templo, y no tardó la rama en golpear la campana con increíble fuerza. Tan intensa fue la vibración que pensé que se había desquiciado el mundo. El anciano eremita se ovilló lentamente hasta quedar reducido a su expresión mínima. Tuve que salirme de allí para que la cabeza no me estallara. Al bajar la escalera me volví y leí por vez segunda y última el verso que estaba escrito con carbón en la pared ajada: EXEGI MONUMENTUM AERE PERENNIUS.
Abandoné el bosque, y mientras me alejaba, aún podía oír cómo el aire conmovido se expandía por las nevadas estepas.
* Verstas: medida itineraria rusa equivalente a 1.067 metros.
* Mujik: campesino ruso.
* Stárets: monje ruso.