El Caballero y la Doncella

Cuento de Hadas

             Érase que se era una vez en la pequeña Ávila, «villa de los leales y los caballeros», una mansión situada en la plazuela de Santo Domingo. Al abrigo de esos muros, el muy noble señor don Vasco Vázquez de Cepeda, había tenido con doña Catalina del Peso y Henao un hijo y una hija; pero pronto enviudó y se casó en segundas nupcias con Beatriz de Ahumada, quien le dio nueve hijos: siete varones y dos niñas. De entre estos últimos, Teresa y Rodrigo, que habían nacido en distinto año pero en igual fecha (28 de marzo), eran particularmente soñadores y amantes de los libros. Tendidos en una alfombra de Flandes, se pasaban las horas leyendo novelas de caballería: «El Amadís de Gaula», «Los Caballeros de la Mesa Redonda y el Santo Grial», «Olivante de Laura», «Palmerín de Oliva»… Todos estos relatos hacían que los dos hermanos se sintieran poseídos por el noble espíritu caballeresco que flameaba en la época. Rodrigo, que se sabía de memoria el discurso que el obispo Pelayo había pronunciado al armar caballeros a dos héroes abulences, la hacía arrodillar a Teresa, y simulando que sostenía un espadón sobre la cabeza de la niña, exclamaba con voz ahuecada y grandilocuente: «Nobles donceles que debéis ser hoy armados caballeros, sabed lo que es la Caballería: Caballería quiere decir tanto como nobleza y hombre noble es aquel que no hace daño ni comete villanías. Debéis, pues, y en primer lugar, prestar juramento de amar por encima de todo al Dios que os ha creado y redimido con su pasión y su sangre; después de vivir y morir en la Santa Ley, y de jamás renegarla».

También solían leer la «Vida de los Santos», con preferencia de los que habían sido mártires como Santa Catalina, San Andrés, y San Sebastián. Algunas veces, ambos hermanos leían un mismo libro en voz alta, otras, Teresa se ocultaba para leer a solas «Los Retablos de la Vida de Cristo»; entonces Rodrigo tomaba de la biblioteca de su padre «La Conquista de Ultramar», que estaba escrita en pergamino, y que su hermano Fernando, mayor que él, ya había leído con apasionamiento. Por aquellos tiempos, todas las gentes de sangre nueva esperaban poder ir alguna vez a la «Nueva España» de Hernán Cortés, para saciar las ansias de aventura y de gloria, y para apagar la fiebre del oro (de que habla Jorge Manrique) por el contacto con esa brasa fósil arrebatada al reino de Moctezuma.

Cuando cierto día llegó a la villa la mala nueva de que Rodas había sido sitiada por los turcos, Teresa (que tenía seis años, y era cuatro menor que Rodrigo) pensó llegada la ocasión para ir a morir heroicamente a manos de los moros, porque tenía entendido que los mártires «compraban muy barato el ir a gozar a Dios», según confiesa la poetisa en su autobiografía. Convenció a su hermano y, provistos cada uno de una hogaza de pan y un rosario, atravesaron al amanecer la gran puerta de la villa de las ochenta y ocho torres de granito. Cruzaron el puente que se tendía sobre el Adaja, y tomaron la carretera de Salamanca. Teresa iba cantando, inspirada, una cancioncilla popular: «el mal que vaya/ el bien que venga/ el mal para los moros/ el bien para nosotros/»… Pero en el camino los sorprendió su tío, Francisco Alvarez de Cepeda, y tuvieron que regresar a la casa, en donde el angustiado padre, creyendo ahogados a sus dos hijos, había mandado vaciar todos los pozos. Algunos años después, Teresa y Rodrigo, afianzarían su espíritu hidalgo escribiendo juntos una novela de caballería, que se ha perdido.

Pasó el tiempo. Juan, el hijo mayor de don Vasco, murió en la guerra contra Francisco I. Fernando, el lector apasionado de «La Conquista de Ultramar», se marchó un día en la nave de un aventurero de nombre Francisco Pizarro. Teresa, que había alcanzado una pureza sin par, se desposó en su «Castillo Interior» con un príncipe matador de dragones, cuyo reino -se dice- «no es de este mundo»; son conocidos algunos versos que la joven le compuso a su Señor en un arrebato de amoroso rendimiento: «Ya toda me entregué y di/ Y de tal suerte he trocado/ Que mi amado es para mí/ Y yo soy para mi amado». Movida por este amor supremo, fundó monasterios, escribió libros de fama duradera y, por sus méritos sin cuento, fue llevada a la gloria de los altares después de su muerte, y su cuerpo exánime -como presa de un encantamiento- quedó incorrupto (lo mismo sucederá, tiempo después, con los cuerpos de Miguel Angel y del cura de Ars, entre otros).

En tanto que Rodrigo, tras de armarse caballero, viajó un día a la ciudad de Sevilla, vistiendo tan sólo su jubón de cuero, su armadura bruñida, su espada y su capuz, para sumarse a la tripulación del navegante  Pedro de Mendoza. Un 24 de agosto de l535, zarpó la flota del mentado caballero (que constaba de catorce flamantes naves) de la playa de Sanlúcar, rumbo a la que era llamada «La Ribera del Plata», allende el océano. De viaje a aquellas tierras legendarias, Rodrigo debió enfrentar en el país del Brasil a salvajes de impúdica desnudez y celo guerrero, y a monstruos de fauces tremendas que los nativos llamaban «yacarés», y que eran los demonios de los pantanos. Y cuando, finalmente, la flota de Pedro de Mendoza llegó a la tierra anhelada, Rodrigo de Cepeda y Ahumada participó, un 22 de febrero del año de Nuestro Señor l536, de la fundación de una ciudad que se le bautizó, en honor a la Virgen, «Santa María del Buen Aire».

En el monumento erigido en el Parque Lezama a Pedro de Mendoza y su tripulación, puede leerse entre los nombres de los co-fundadores de la ciudad de Buenos Aires, un nombre: Rodrigo de Cepeda. Rodrigo… el alma gemela de Santa Teresa de Jesús.