Un crimen nocturno
(Fragmento de la novela Maten a Hidra)
-¿Oíste eso?
-No. Qué cosa.
-Un ruido.
Se incorporó, y se acodó en la cama. Sin levantarse, conteniendo la respiración.
-No oigo nada. Te habría avisado –dijo la mujer, en la oscuridad más absoluta. Y se subió las sábanas hasta el cuello.
-¿Quién?
-Sultán.
-No le digas así –dijo él, en un susurro.
-Vos mismo decís que no piensa, que en su vida anterior fue un perro guardián, como el que tuviste cuando…
-Ssshhh… ¿No oís? –y le tocó el hombro por encima de la sábana fría.
-Basta. Me das miedo.
-Yo no creo en las vidas pasadas.
-Pero dijiste eso, mi amor –agregó ella. Sumisa-. Que fue un perro guardián.
-Puede ser –respondió él sin pensar, y se levantó en cámara lenta. Llevó la mano al cajón de la mesa de luz. La retiró. Ya no guardaba un arma ahí, como lo había hecho por años después desde que había sido secuestrado. Ahora, por conformarla a ella, su segunda mujer. Tenía el arma guardada en un baúl del altillo y estaba desprotegido. En su propia casa. “Soy un imbécil”, pensó. Y el corazón le latigueó las sienes.
-¿A dónde vas? No me dejes sola.
-Voy a…
Pero un destello en los ojos seguido de un golpe en el medio de la cara le apagó la voz. Le cegó la conciencia. Le rompió la nariz y un pómulo. Y lo devolvió a la cama como a un maniquí sin alma. Desarticulado y sin peso. Ensangrentado.
¡Aaajjjjjj!!… El grito de la mujer fue ahogado del mismo modo. Un grito que no llegó a ser grito. Sino gemido de bestia que cae en un pozo. Una trampa. Con estacas talladas a golpes de cuchillo de caza… Y la víctima se retorció de dolor. Su respiración era veloz y entrecortada. Estaba viva. Pero eso que vivía ya no era más una mujer esbelta, tendida en la cama cuan larga era… con piernas torneadas de diosa olímpica. Y senos grandes, siliconados. Hechos a la medida de un capricho absurdo de su marido, el flamante gobernador de Buenos Aires… Sino que era un cuerpo solamente, asexuado y convulso, braceando en la tiniebla en un desesperado intento por respirar y subsistir.
Cuando en un viaje por Europa, Larsi vio en el Louvre un cuadro de Delacroix (“La libertad guiando al pueblo”) en el que una mujer con los senos desnudos guía al pueblo revolucionario empuñando una bandera tricolor, se dijo que su segunda mujer debía ser idéntica a ella. Pero no en llegar a ser un símbolo de libertad y coraje, sino en lucir unos pechos formidables iguales a los de esa heroína. Así que cuando Florencia aceptó ser su esposa, él le puso la condición de operarse para lucir igual que “ella”, y la llevó a conocer la copia del cuadro que colgaba en su habitación, sobre la cama. “Acepto”, dijo Florencia, entre los ahogos de una risita nerviosa, llena de emoción fría e histérica. E hicieron el amor. Ahí. En ese mismo lecho en la que ahora yacían ambos como máquinas rotas en busca del equilibrio perdido. Entre gemidos agónicos y gruñidos perrunos… Él, Manrico Larsi, con un brazo volcado sobre el pecho mullido de la pseudo modelo de Delacroix. Ella, con la boca y los ojos abiertos; los brazos rígidos al costado del cuerpo. Balbuceando palabras extrañas.
El criminal rodeó la cama, se le acercó de perfil, para oírla mejor. “Yo no soy… no soy… él”, insistía la voz que salía del fondo de ese cuerpo blanco devenido en caverna profunda, que un mar de sangre golpea e inunda. Como si alegara ante un tribunal invisible no ser cómplice del que estaba a su lado. Porque, después de todo, ella no era su primera mujer. Ni la madre de sus hijos. Ni entendía nada de política…
-No soy… no soy…
-Que Dios se apiade de tu alma –dijo el homicida. Y le tapó boca y nariz hasta matarla.
Dejó la linterna en el suelo, prendida, y se quitó la manopla de hierro. Aferró los tobillos del agonizante y arrastró el cuerpo hasta sacarlo de la cama. La nuca del hombre-maniquí golpeó contra el piso de pinotea tarugado, lustroso; liso como tapa pulida de ataúd en el que se espeja el rostro deforme del matador del difunto.
Pasó por encima del cuerpo tumbado. Encendió el velador. La pantalla pequeña de tela, arrugada, amarillenta. Difundió en la habitación una luz mortecina. Y entonces la pudo ver a ella (¿había adoptado esa posición antes de expirar?)… Inmóvil. Con las piernas retraídas, la espalda arqueada, y la cabeza echada hacia atrás, como buscando con la mirada el cuadro. Ese que había marcado su destino de un modo fatal. Si se hubiese negado a cambiar su cuerpo. Entonces, él no se habría casado con ella y seguiría viva. Nunca se habría dejado manipular por nadie. Y mucho menos por las manos de ese medio hombre que un hado maldito le había cruzado en el camino, para probarla con la tentación de la fama y la fortuna. De la nada y la vanidad.
Se acercó a ella para cerrarle los ojos. Pero fue inútil. No encontró con sus dedos las membranas de los párpados. Siguió con su trabajo. No había tiempo que perder. Pero antes le echó un vistazo al cuadro en la media penumbra de la habitación. A la distancia de cinco pasos. La heroína de Delacroix tenía a sus pies una pila de cadáveres recientes y un agonizante que la miraba desde el suelo. Ahora, Florencia, arqueada y con la mirada vacía fija en el cuadro, formaba parte del conjunto pictórico, desde su lecho final. Su destino penúltimo no había sido llegar a ser la esposa del gobernador de Buenos Aires, sino, uno más trágico y estético… “Completar el óleo del artista francés”, pensó el criminal, que aunque ignoraba la importancia de ese cuadro en la vida de esa mujer, sabía de arte, filosofía y literatura universal… “Larsi es un cínico al tener esa pintura en la cabecera, que representa la indignación del pueblo oprimido”… Y volteó el cuerpo del gobernador, que todavía respiraba. Le ató las manos en la espalda. Y mientras hacía esto, sin dejar de atar las muñecas con doble nudo (tenía una rodilla apoyada en el suelo, y la otra presionándole la cintura), se estiró y le sopló al oído unas palabras del místico Tomás de Kempis:
-Sic transit gloria mundi… -y jaló de las dos puntas de la soga con ira, apretando los dientes-… Así pasa la gloria del mundo –repitió para sí mismo en un gruñido, y se puso en pie. Miró hacia el techo. No lo podía creer. Se pasó la palma por la frente empapada en sudor. Se quitó la soga que le colgaba de los hombros cruzándole el pecho. Estaba parado encima del cuerpo con las piernas separadas. Un fuego le subió por el abdomen, y los oídos le estallaron. Cerró los puños… Una oleada de sangre le había roto en los tímpanos. Pasó la turbación. Buscó la navaja que llevaba al cinto. Ensangrentada con la garganta de “Sultán”. Se le sentó al gobernador encima de las piernas. Le subió la camisa de dormir hasta la nuca. Se inclinó sobre la espalda blancuzca. Y le grabó con la punta de su arma seis letras mayúsculas que semejaban el RIP de las lápidas de los cementerios: Q S V T R G… escribió con la aplicación de un niño romano de la antigüedad que dibuja sus primeros signos. En tabla de cera. Con su stilus de punta afilada. Y goteó la sangre al suelo por los dos flancos de la espalda tallada. El cuerpo apenas soltó un quejido apagado.
Volvió a mirar al techo. No lo podía creer. Ahí tenía la viga de madera que necesitaba para colgar al cuerpo de los pies. Como lo había planeado. Pero antes. Sin levantarse. Se empujó con las manos, como el paralítico que impulsa hacia atrás su silla. Y con un cordel negro que sacó del bolsillo del saco. Le dobló una pierna y ató el tobillo de ésta a la rodilla de la otra. Para que el cuerpo, al colgar boca abajo, luciera como cigüeña que mantiene una pata alzada. O como bailarín celta que, con las manos tomadas atrás, golpea el suelo en medio de un zapateo frenético… Y en este caso. Que golpea el aire. Porque Larsi colgaría de los pies igual que el cretino de Mussolini. Italiano como él. Y como él. Un cerdo vestido, pensó el criminal. Y lanzó la soga por encima de la viga. Izó al agonizante. Con fuerza. Pero apenas logró levantar medio cuerpo del suelo. Lo dejó caer. Alzó a Larsi en sus brazos como a un niño gigante… Sintió en sus palmas la suavidad de su ropa de dormir. Camisa y pantalones blancos de seda. U otra tela muy fina… Quién demonios se viste de esta manera para meterse en la cama. Pensó. Un afeminado. Un excéntrico… o… ¡Aaah! Y lo depositó en la cama con esfuerzo. Al hundirse el colchón, el cuerpo de la mujer se desarmó como caída del cuadro, y el dorso de la mano izquierda golpeó el rostro imberbe de Larsi, con la contundencia del guante que invita al duelo. “Acabemos con esto. Los que se odian, aunque sea en secreto, se pelean hasta en la tumba”. Y ahora sí, desde esa altura. Pudo izar el cuerpo sin dificultad. Pero al caer la cabeza del hombre-maniquí al suelo de madera, el cuello se rompió con un ruido espantoso. El criminal cerró fuerte los ojos. Se colgó de la cuerda con todas sus fuerzas. Y lo dejó al ilustre gobernador de Buenos Aires pendiendo de la viga de la habitación como fruto maldito. Boca abajo. Una sola pierna extendida (la atada a la cuerda). Las manos maniatadas en la espalda. La nariz goteando sangre. Los ojos en blanco, haciendo juego con el pijama de seda. Las sábanas. Y los senos de Florencia que, opulentos y redondos, presagiaban la hinchazón cadavérica de ella y su marido… La muerte puso huevos en la herida, pensó el homicida. Recogió la linterna. Apagó el velador. Y al pasar junto al cuerpo-fruto, lo topó con el hombro, y lo dejó balanceándose. La cuerda hizo el ruido de las amarras que crujen con el oleaje. No soporto más esto. Y salió de la habitación mortuoria. Como alma que lleva el soplo gélido de un Dios vengador.
-Pero en el asesino, un asesino que un poeta admitiría, debe estar latente una gran tormenta de pasión. Celos, ambición, venganza, odio… Que creará un infierno en él. Y dentro de este infierno nosotros miraremos –recitó el criminal al alejarse por la calle desierta. Empedrada. A luz de los faroles que el mismísimo gobernador había ordenado instalar sólo en la manzana en la que él vivía-. Una gran tormenta de pasión… -repitió. Y eran unas palabras de El crimen como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey. Al que quería y admiraba por haber sido opiómano igual que él, y, como él, por motivos de fuerza mayor y no por evasión o debilidad. Y esa evocación libresca, espontánea. Había afluido sola a su mente por haberse encontrado con una obra de aquél pintor francés en la escena del crimen; en el museo de cera de esa habitación; en la cabecera rota de esa cama infame… en la que… Se apretó las sienes y cruzó la calle sin mirar.
– Necesito dormir –. Se detuvo. Encendió la linterna. Se iluminó el rostro. Luego, se pegó la linterna a la frente a modo de cuerno cónico. Metálico. Unicornio grotesco suelto en la noche. Diablo de cuerno mocho caído del cielo tormentoso del cuadro populista de Eugène Delacroix, oloroso a pólvora y a muerte… Trastabilló. Soltó a reír a carcajadas. Estaba ebrio de sangre y horror. Se paró en seco. Apagó la linterna y la guardó en el bolsillo del saco. Más bien debió haber estado en esa pared La Muerte de Sardanápalo, pensó. Pero no. Es sobreestimar a ese inútil… Dobló en una esquina y desapareció en la oscuridad. Cojeando. El cuerno-linterna enfundado en el bolsillo del saco; el rostro torcido por una mueca de repulsión.