Sara
(Relato de Novilunio)
Nojda echó un puñado de ramas secas en el bracero de la cocina a leña, y cerró la puertecilla de hierro de un puntapié.
-¡Maldita! -gruñó para adentro-, ¡maldita sea!
Con un atizador quitó uno a uno los aros de metal de la hornalla, y una llama verdirroja se alzó ante la mirada helada del viejo montañés; su rostro, amoratado por el vino, se iluminó con un fulgor macabro.
Tomó una sartén, le echó un pan de manteca, y la puso al fuego. Al instante, todo comenzó a llenarse de humo.
Retrocedió, y se dejó caer sobre un almohadón soltando un gemido… No debía desesperar; pronto el aroma embriagador de la manteca quemada lo apaciguaría.
La atmósfera se volvió densa, y Nojda colmó sus pulmones con ese incienso del demonio respirando una y otra vez con profundidad. Pero el rostro de aquella mujer no se borraba de su imaginación; ni sus labios rosados, ni su cuello blanquísimo… Nada podía haber más maravilloso que ese cuerpo nuevo de mujer. Que sus ojos redondos y fijos. Negros. Poseerla sería la gloria, ¡sí! la gloria terrena. ¿Acaso era culpable de ser hombre, y de que dios la hubiese hecho tan blanca? Dios, o la naturaleza… ¿Y si luego no se sintiera saciado? ¡Qué absurdo! ¿Pero si eso ocurriera? Tal vez debía darse muerte luego de aquel acto infame, para morir en el único instante de saciedad de su vida. Sí, eso haría. ¿Pero si no se sintiera plenamente saciado? Sólo había un modo de lograr la felicidad perfecta, la posesión perfecta…
Se dio un puñetazo en la frente, y se revolcó por el suelo hasta dar contra la pared. Así permaneció largo rato oprimiéndose la cabeza con las manos, y respirando ávidamente el humo oloroso que había colmado el ambiente. Pero ese olor, en vez de apaciguarlo, le provocó una rara embriaguez, y el humo que se le entró por las narices cobró en su cerebro la forma fantasmal de un cuerpo desnudo de mujer… De aquella mujer. Blando e insinuante como un espejismo. Frágil. Vulnerable como el de una cría de gacela.
La puerta de la casucha se abrió lentamente. Era Sara, la mujer de Nojda, una mujer gruesa de pelo gris encrespado y ojos claros. Sus ojos habían sido cuando niña el oprobio de su familia, pues eran la memoria del pecado de su madre, amante furtiva de un holandés.
La mujer entró, dio unos pasos y se detuvo. La humareda era densa. Lo miró a Nojda echado en el suelo, y sin decir nada avanzó con sigilo hacia la cocina. Apartó la sartén del fuego, y colocó los aros de la hornalla en su sitio con un hierro. Levantó del suelo una botella de vino vacía, abrió la canilla, y puso debajo la sartén: el chirrido del metal candente le hizo soltar un grito a Nojda, tal como si hubiera sido marcado con un hierro. Pero al ver éste que su mujer estaba dentro de la casa, exclamó con dolorida dulzura:
-¡Sara!
La mujer se quedó estática un instante, como si el alma se le hubiese ausentado. Esa era la voz de Nojda. Pero no del Nojda de los últimos treinta años, sino del que había conocido hacía una eternidad una tarde de verano, a orillas del Lago Espejo. Aquel día había ido de pesca con su hermano, y se habían prometido no regresar a la casa sin una trucha que al menos pesara uno o dos kilos. Su hermano estaba metido en el agua helada hasta las rodillas, mientras que ella, tendida debajo de un álamo, lo miraba desde la playa . Soplaba una brisa fresca. Y aunque su hermano pescaba a unos escasos diez metros, estaba sola; pero no lo sabía. Hasta la llegada del amor, nadie puede saber cuán terriblemente solo ha estado; y es por ello que después del amor no hay consuelo en la soledad. Un tronco blanco traído por la corriente rodaba una y otra vez sobre la orilla sin acabar de vararse en la arena, y una y otra vez un pequeño pájaro de pecho rojo saltaba del tronco a la playa y de la playa al tronco, como si esperara a que el rollizo se detuviera para poder posarse en él. «Ahora se quedará», pensaba Sara distraídamente mirando al tronco encaramarse sobre la orilla, pero el tronco rodaba sin detenerse jamás, y el frustrado intento del pajarillo rojo de posarse en aquella rama moviente acabó por sumirla en una vaga tristeza… En verdad, uno de los misterios más impenetrables, es la repercusión profunda de un acontecimiento nimio en las galerías del alma humana; basta con que una hoja otoñal se desprenda de un árbol, resuene en el silencio de la tarde la risa lejana de un niño, o una superficie pulida refleje nuestro rostro un instante mientras íbamos caminando distraídamente, para que el corazón quede sumido en un estado de ensoñación melancólica. ¿Quién puede dar razón de este prodigio? O el hombre es un animal que ha enfermado por haber hecho uso de su pensamiento, y con ello, creado la civilización y la facultad de la memoria, o es un desterrado de otros mundos que al olvidarse un momento de las preocupaciones que lo enajenan, queda a merced de todo aquello que pueda remitirlo a su alma, y entonces, una hoja que ve desprenderse de un árbol, o la risa lejana de un niño, le causa nostalgia por el paraíso perdido, mientras que un espejo casual que le devuelve su imagen, lo enfrenta con el yo eterno, imperturbable, que alienta sofocado detrás de la máscara sudorosa, la cual, en ese instante de incontenible vértigo, acaso sonríe enigmáticamente.
Sara no podía saber lo que sentía al mirar aquello, pero del hecho de que el pajarillo lograra posarse parecía depender toda su vida, ¿no busca también el hombre un suelo firme en el que posar su pie? ¿No es la mujer la que conquista esa firmeza para sí misma y para el hombre fundando con su espíritu materno, y sus labores, el hogar? Sara no pensaba nada de esto, pero lo sentía con todo su ser. En ese instante, vio que un hombre joven venía hacia ella caminando por la playa; estaba descalzo y tenía los pantalones oscuros remangados hasta las rodillas; llevaba una caña al hombro, y en su siniestra se balanceaban los zapatos que él sujetaba por los cordones: era Nojda, el nuevo amigo de su hermano que había prometido acudir esa tarde para dar una lección de cómo debía pescarse una buena trucha en ese lago; tenía el pelo rubio oscuro, casi rojo, como las agujas de los pinos.
-Sara… -volvió a oirse, y esa voz resonó en un punto oscuro del espacio y el tiempo; en ninguna parte; en el vacío dejado por un cuerpo joven que acaba de morir, y cuya presencia persiste, sin embargo, de un misterioso modo, en algún lugar.