Roxana y Alejandro Magno
(Fragmento de la novela Otra vida para ese momento).
Alejandro alzó su mano. Con ese ademán, era capaz de detener a sus espaldas la marcha de un ejército de miles de hombres. Alzaba su mano y el mundo se detenía. Quedaban golpeando en falso los engranajes del mundo hasta que él la volvía a bajar y todo se ponía otra vez en movimiento. Pero ahora no quería detener un ejército. Sino a una mujer. Para contemplarla mejor. A esa distancia ideal, de cinco pasos.
Hacía diez días que había conquistado el peñón sogdiano. Y ante él tenía su preciado botín de guerra. Roxana, de sangre tan noble como el brioso bucéfalo. Y piernas fuertes, bronceadas. Esbeltas… Se había quitado las sandalias, y ahí estaba. Palas Atenea descendida de su pedestal. Orgullosa. De senos turgentes que se apretaban contra la túnica de lino en cada inspiración. Las antorchas ardían a cada lado (cabelleras de fuego arrebatadas por un viento mudo, salido del fondo de la Tierra). No cabía duda. Los persas sabían de lujos y placeres. En vez del piso de piedra, alfombras multicolores más mullidas que las arenas del mar. Y que las praderas de Tesalia. En las paredes, tapices que hacían soñar con solo mirarlos: una joven desnuda portando un ánfora en el hombro a la vera de un río turquesa. En otro, una ciudad dorada sobre un fondo azul salpicado de estrellas. Y en un tercero, un caballo blanco pastando en una pradera verde esmeralda, y una niña acercándosele detrás con las manos juntas como para darle de comer en la boca a esa bestia de cerviz inclinada.
-¿Tu madre decoró esta habitación?
-Mi padre.
-¿Él te ordenó que me mataras cuando me durmiera, después del amor?
-No.
-¿Y por qué ese puñal pequeño en tu cintura?
-Para matarte, mi señor. Si fuera necesario.
-¿Y por qué lo sería?
-Porque soy una mujer –se quitó el cordón que la ceñía, y con él, el puñal. Los dejó caer a la alfombra.
Alejandro estaba recostado en el lecho, admirándola. Estaba seguro: jamás había visto una beldad así. Sintió tristeza. Había vivido todos esos años sin la visión de ese cuerpo que le hacía sentir que la gloria y el poder no eran nada. Y que… Pero no. Gracias a esas dos vanidades. Esa mujer sería suya… “toda la noche”.
Le hizo una señal para que se acercara. Pero ella no obedeció enseguida. Y no porque le temiera. El dueño del mundo parecía inofensivo. No era fornido como su padre, o como los generales de su padre. No se movía con rudeza. No tenía la voz ronca a causa de los rigores de la guerra, la intemperie y las bebidas fuertes. Por el contrario, su voz era casi femenina. Su pelo rubio era muy lacio. Y su pecho y piernas, lampiños.
Roxana tenía los hombros anchos, el pelo negro y las uñas afiladas. Cuando cierta vez se le entró en sus aposentos un soldado con la intención de violarla, aquél salió medio ciego y con la cara arañada como por un gato montés: “no vi venir el zarpazo”, le oyó decir un esclavo de Oxiartes (padre de Roxana) durante una campaña militar, años después. Una ajorca de oro le apretaba la carne firme del brazo izquierdo (las antorchas se la hacían girar al arrancarle destellos iridiscentes). En el pelo negro, suelto, tenía enredadas pequeñas flores azules, silvestres. Y cada pie estaba adornado con una tobillera flexible, que imitaba la forma de una culebra verde amarillenta; Alejandro podía ver el triángulo de la cabeza de una de ellas, levantada hacia él, amenazante. Y él, que a nada temía, se estremeció. Pero enseguida lo inundó un gozo sin fin. Morir “picado” por esa mujer, era no solo mejor que una muerte brutal en el campo de batalla, sino incluso preferible a cualquier otra clase de muerte. La miró de pies a cabeza. Sí. Nada anhelaba más que arrojarse al pozo de la muerte desde la cima de la vida intensa. Desde el instante máximo del ardimiento de su sangre. Ya no sólo no le temía a la joven sogdiana. La deseaba como se aman los pozos de agua en los que se refleja el ojo sin pupila, ni párpado, de la luna llena. Como se aman los sueños sin imágenes, quietos, oscuros como un presentimiento. Como se ama el cuerpo de una mujer que está por abrirse para que el varón enceguecido, harto de realidad, se precipite en él con un largo suspiro de interminable evasión.
-Sí, acá –y apoyó la palma en la sábana de seda. Ella abrió los broches de oro que le sostenían la túnica sobre los hombros, y el vestido le cayó con lentitud por sus formas sinuosas hasta los pies pequeños y de arco pronunciado, dejándola desnuda ante los ojos del Magno. Antes de acostarse, alzó sus brazos y se quitó una hebilla de plata. Lo hizo muy despacio, para lucir por más tiempo sus pechos erguidos. Y que su figura cobrara la forma de una estatua de ninfa recién emergida de un lago inmóvil. Entonces sí, soberana. Perezosa. Alzó una rodilla, la apoyó en la cama, y se inclinó para besarlo. Morena. Broncínea. De pelo negro. Labios abultados. Todo un prodigio de la natura. Vanidosa. Sabedora de su belleza invicta. Cruel. Lasciva de tanto gozarse a sí misma en los espejos de obsidiana y en las miradas de hombres y mujeres. Antojadiza como una niña de boca de rosa y pelo ensortijado. Voraz. Huidiza. Temible como un pozo de arcilla sin fondo, de suavidad narcotizante. Bravía, como una amazona en celo de dentadura blanca, firme, y piernas de atleta olímpica. Diosa. Gorgona. Hidra… Pero al inclinarse para besar al Magno, toda su piel se erizó de pavor, y el pudor virginal (que lo había perdido a los nueve años de edad en un sueño prohibido que jamás había confesado) le quemó el vientre. Y le subió hasta las mejillas redondas, enrojeciéndoselas. Alejandro, el joven imberbe. Rubio y lampiño. Tenía los ojos de un león hambriento. Las pupilas dilatadas en el círculo del iris de miel, irradiaban una mirada inhumana. Fija. De bestia predadora. Si Roxana hubiera sido griega, no habría creído ver a un felino, sino a un sátiro. Quiso echarse hacia atrás. Apretarse los senos. Ponerse a salvo. Pero era tarde. La mirada del Magno, violador de pueblos y ciudades. Desvirgador de Persia. Sometedor de hombres, mujeres y niños. Le había ceñido la cintura, y la había subido a su nuevo lecho con suavidad y firmeza, como si la hubiera sacado, inconsciente, de un pantano insondable. Ahora, le mordía con suavidad el cuello carnoso. Le acariciaba la espalda. Se le entraba en el cuerpo con sus dedos ornados con anillos reales. La giraba. La levantaba con suavidad con una sola mano profunda, para ver su cuerpo ligeramente arqueado, boca abajo. Le deformaba con su pulgar los labios, y le levantaba con la palma la nariz, delicadamente. Para después pasar por entre sus piernas el brazo, volverla a girar, y morderle la espalda. Succionarle la piel y dejarle la marca morada de su beso inmortal. Roxana soltó un quejido de dolor, pero no se resistió, ni huyó. Replegó apenas las piernas, y Alejandro aprovechó para empujarla desde abajo, y que solo su perfil, sus senos, rodillas y pies, quedaran pegados al lecho. Hizo un movimiento brusco y ágil a la vez, de león que rodea a su presa (Roxana sintió que era sujetada, inmovilizada, por dos manos fuertes de varón implacable) y el Magno, soltando un gruñido, la poseyó. Toda la noche. Hasta que ella. La insaciable. La princesa sogdiana de gesto desdeñoso y lengua viperina. Caderas de mármol y sexo de resistente terciopelo, le suplicó que la soltara, con una voz apenas audible. Y sibilante.
-Basta…
Alejandro abrió grandes los ojos húmedos y la miró. Ella entornó los suyos, apretó con sus últimas fuerzas un almohadón rojo contra su pecho. Y se durmió sobre su costado. Soñó que huía de esa habitación. Con el pelo revuelto. La piel magullada. Las uñas rotas. Y el pequeño puñal en su diestra. Entraba desnuda en la habitación del padre y lo degollaba con un solo movimiento de su mano vengadora, por haberla entregado a ella, su hija dilecta, al conquistador del peñón y de toda Persia. León vestido procedente de Macedonia. Ultrajador impiadoso de cuerpos y almas. Bebedor de sangre animal y humana. Poseedor de una vitalidad mortífera. Y dueño absoluto del arte de amar… Después de matar a su progenitor. En su sueño espeluznante, Roxana volvía serena al lecho del Magno con el mentón y el cuello salpicados de sangre, y se le acostaba encima. Para ser poseída por diez noches más. Porque ya era su esclava voluntaria. Su amante. Y su fervorosa víctima…
-Sólo debí besarla, tiernamente. Para ganarme su corazón -dijo el Magno para sí, viéndola dormir acurrucada, desnuda. A su lado. Como un animal caído en una trampa. Pero él decía esto ahora, porque ya se había vaciado. Lo sabía muy bien.