Milagro de Primavera

Evocación

Me vuelvo hacia mi pasado, y retrocedo en el tiempo hacia el período de mi infancia. Con dificultad intento ver en mi memoria los hechos más antiguos de mi vida. Fijo la mirada de mi inteligencia en un objeto, un rostro, un retazo de paisaje… Me es dificultoso tener una visión de conjunto. Se trata más bien de una sensación ligada con algo pequeño, o muy particular, o muy efímero… como una palabra, un reloj de cuadrante azul, la presión de una mano fría en mi frente, la observación de un bosque huidizo visto desde la ventana de un automóvil (aunque es ahora que deduzco la existencia del automóvil, porque lo que persiste en mi recuerdo es la imagen huidiza de un bosque otoñal, y nada más); el sabor de un níspero que se deshace en mi boca, y aún más que esto, la sensación en la punta de mis dedos del níspero que es tironeado y arrancado de su tallo (porque era robado de un jardín vecino, y el acto de apropiación era todo un riesgo); el olor intenso de unos jazmines que se pusieron mustios en un jarrón de vidrio, y la tristeza que me provoca el color amarillento de los pétalos, que parecen haberse oxidado por causa del agua…

La “oxidación” de unos jazmines de mi primer hogar tuvieron en alguna hora de mi niñez tan poderosa influencia, que aún hoy su recuerdo provoca en mi ánimo vértigos de melancolía, y arremolina en mi olfato brisas cargadas de caducidad y muerte. En verdad, un olor tiene el poder de marcar un antes y un después en la vida de un niño, y yo puedo decir que ese olor a jazmines mustios me hizo perder la inocencia como si hubiesen puesto ante mis ojos una fotografía obscena, o yo hubiese concebido a oscuras un pensamiento inconfesable. Ese olor a flores descompuestas irrumpió en mis sentidos como el vaho de un jardín putrefacto, o como el recuerdo súbito de un Paraíso forzosamente abandonado en una vida anterior, en una infancia de antes de mi infancia. Y este recuerdo de esas “flores del mal” es en mí tan antiguo, que siento que la memoria se me despertó con ese estado de melancolía, soledad, y remordimiento, sufrido en mis primeros años de existencia.

El olvido, en cambio, es un estado de beatitud, y hasta mis cinco años de edad no recuerdo prácticamente nada, tan dichoso fui y tan inocente. Y no es que esos años de felicidad hayan pasado en vano, o caído en el completo olvido, sino que permanecen vivos en una memoria más profunda que la de los recuerdos de la mente, y conforman la levadura secreta de mi esperanza de hoy. No es, pues, que haya olvidado esos años, sino que yo soy esos años tan poderosamente, que no puedo desdoblarme para mirarlos como algo distinto de mi vida; como sucesos acaecidos a mi persona.

El hecho más feliz de mi infancia no puedo recordarlo. Fue mi madre quien me lo contó, y tal vez nunca fui tan feliz como esa tarde de la que sólo ella guarda memoria. Sin embargo, ella no fue testigo, sino que creyó ciegamente en lo que yo le dije que me había sucedido, y que era nada menos que un milagro.

Ha de haber sido una tarde de primavera. Yo debo haber tenido entre cinco y seis años, o tal vez menos. Seguramente fue un día de sol, y el cielo estaba completamente despejado. Lo único cierto es que yo entré corriendo a la cocina en donde mi madre preparaba el almuerzo, y le dije con la cara radiante y el corazón en la garganta: “Yo estaba en el jardín, jugando, y de golpe me sentí tan contento que empecé a cantar, y los árboles y las flores, se pusieron a cantar conmigo… ¡No sabés mamá qué lindas voces tiene nuestro jardín!”… Eso fue todo, y por el modo en que le hablé, ella no dudó un instante de mi relato, y se limitó a abrazarme y a besarme en la frente, como bendiciéndome. Tampoco yo dudo hoy de ese milagro de mi infancia, ante todo porque, simplemente, sé que fue cierto, por una certeza que no pide pruebas, y que pertenece al orden de la intuición espiritual y de la fe en lo invisible; pero también, por motivos racionales muy simples, o de sentido común, que acuden a mi pensamiento sin esfuerzo para corroborar mi certeza cordial.

La primera razón de peso, es que en la prehistoria de mi vida existen infinidad de hechos magníficos, e incluso milagrosos, de los que tampoco guardo ninguna memoria, y sin embargo sé que sucedieron, como el período de mi gestación en el útero materno (previa metamorfosis de una semilla minúscula en un corazón humano); la floración lenta y certera de mis cinco sentidos antes de que mi cuerpo hiciera contacto con el mundo exterior; la articulación de mi primera palabra… Y tantos otras maravillas que no recuerdo, y no por ello carecen de verdad por causa de mi olvido. Se me dirá: “pero tu cuerpo es la prueba visible de que él es fruto de un período de gestación y crecimiento, y tu habla es prueba evidente de que alguna vez articulaste una primera palabra”… Sí, digo yo, así como mi fe en un mundo sobrenatural es prueba visible de que alguna vez tuve contacto con ese otro mundo, quizás, precisamente, cuando oí cantar a las flores y árboles de mi jardín una dichosa tarde de primavera.

Y a propósito de la dicha, mi olvido total de ese acontecimiento es más una prueba de veracidad que lo contrario, por lo relación que creo existe entre felicidad y desmemoria.

Luego, otra razón a favor, es la creencia inmediata de mi madre en mi extraordinario relato, si se tiene en cuenta la capacidad adivinatoria de las madres con respecto a la falsedad o verdad de las palabras de sus hijos, de quienes conocen como nadie sus sombras de engaño por haberlos dado ellas a luz.

Puede aducirse también la pureza infantil… ¿O se pretenderá que un río turbio espeja las mismas realidades que un arroyo cristalino?… Lo mismo con la percepción de un niño: lo que éste puede captar con su sensibilidad prístina escapa a la comprensión de los adultos, cuyos sentidos se han opacado por causa del tiempo y las malicias.

Pero existe una prueba todavía más poderosa, casi irrefutable si se la considera con honestidad, y es la siguiente:

Si yo hubiese inventado un cuento tan extraño sólo para impresionar a mi madre, jamás habría dicho que las flores y los árboles cantaron al unísono conmigo, sino, tan sólo, que oí voces en el jardín, lo cual es mucho más sencillo de idear y a la vez más creíble. Es común que los niños tengan amigos invisibles, o que digan oír sonidos que sólo ellos perciben; pero venir a decir que las flores y los árboles entonaron un cántico en el jardín para sumarse a mi voz, es demasiado original como para ser la simple imaginería de un niño. Y esto no es todo, y he aquí la prueba irrefutable: mi ingenuidad, que fue creer que habían sido las flores y los árboles los que cantaron conmigo, y no seres de otra dimensión que esa tarde habitaban mi jardín por algún secreto prodigio. Lo que dije antes y lo que digo ahora, son dos aspectos de una misma evidencia, porque la cuestión es que no tuve la astucia de decir que había oído voces en el jardín, porque fui lo bastante ingenuo como para creer que había sido el mismísimo jardín el que había cantado, lo cual es prueba incuestionable de la sinceridad de mi relato. Es igual que si un niño nos viniera a decir muy excitado que acaba de hablarle un duende que descubrió adentro de su taza; nos sonreiríamos y le seguiríamos el juego con bonomía; pero si ese mismo niño viniera a decirnos muy sobresaltado que la taza acaba de hablarle, seríamos nosotros los que investigaríamos el recipiente con disimulo, temiendo que en él se hubiera alojado un espíritu travieso. Y pienso ahora que es muy probable que mi madre haya ido luego a caminar por el jardín con paso sigiloso, para ver si vislumbraba a esos númenes o ángeles que se me habían manifestado por medio de sus voces.

A los cinco años de edad escribí mis primeros versos… ¿Habrá sido la misma tarde que esa música se me entró al alma en mi pequeño Paraíso doméstico? De no ser así, creo que fue el eco de esas voces lo que infundió en mí la vocación poética en edad tan temprana, junto con el anhelo mordiente de eternidad que aún hoy me desvela y acucia.

Después de aquel milagro de inocencia, me alcanzaría el olor a jazmines mustios que el agua oxidaba en un jarrón quebradizo… Y entre ese gozo paradisíaco de haber cantado a coro con una legión de ángeles visitadores, y la melancolía de haber sido desterrado del Jardín por unos jazmines mustios que viciaron malignamente la atmósfera, se debate mi vida hasta hoy, día tras día…

Villa Atalaya.

Jueves 17 de abril del 2003