Miguel Ángel La Nodriza de Settignano
Tal vez la escultura me haya entrado con la leche de la nodriza de Settignano, que era hija de picapedreros. Miguel Ángel.
Su barba parece dorada, pero es un artilugio de la vela. Está acodado en la mesa de roble con la cara apoyada en el puño, y en sus ojos semicerrados reverbera la llama… Miguel Ángel frunce aún más el ceño sin apartar los ojos húmedos de ese fuego minúsculo, y cree ver, primero, un oleaje de luces multicolores, seguidamente, la floración lenta y verdirroja de un sol nuevo, y por último, la pupila azul de un gigante que se dilata como si el monstruo apocalíptico avanzara en la sombra… a su encuentro. Miguel piensa fugazmente en la Capilla Sixtina, echa de golpe la cabeza hacia atrás y, abriendo los ojos, alza su diestra con ademán defensivo y la apoya en un cielo de piedra ficticio que se le viene encima. Pasado ese instante de vértigo en el que perdió el juicio, baja su brazo, respira profundo, vuelve a descansar la cabeza en su mano, y toma distraído un cincel que está sobre la mesa como quien se hiciera de un arma.
Con el recuerdo de esas visiones aún fresco en su memoria, mira la vela. Pero no mira ahora la llama, sino la vela misma. Las gotas de cera ruedan por la pequeña columna hasta endurecerse y emblanquecerse. El artista anciano piensa en la muerte y en el último día; en realidad nunca pensó en otra cosa que la inmortalidad y la gloria. En la mesa se ha ido formando una diminuta montaña de cera, y él acerca su mano temblorosa a esa cantera ínfima. A fuerza de mirar la vela lacrimosa, los ojos se le han ido cerrando, y sueña… Sueña con un rostro angélico de mujer que resplandece. Presiente que ya ha visto a esa joven en alguna parte y, al instante, advierte que él la está mirando desde abajo, como si tuviese la cabeza en el regazo de esa virgen que… (el rostro dormido de Miguel Ángel se distiende al calor de una sonrisa íntima), el artista acaba de reconocer su Piedad, su obra de juventud: “madre”, dice con voz gimiente; “madre”, vuelve a decir dejando la boca entreabierta y la cabeza levemente volcada hacia atrás como si lo agobiara un cansancio de muerte; “madre”… y del ojo celeste de la joven se desprende una lágrima que rueda con lentitud por la mejilla blanquísima; él levanta con dificultad su mano, toca la mejilla, y la lágrima le quema la yema del índice… Deja caer su brazo, y ve, atónito, que la Virgen ha comenzado a derramar lágrimas abundantes; sí, Miguel puede sentir cómo caen tibias en sus dedos y en su pecho, y cuando quiere enjugar una lágrima, no puede hacerlo: todas esas gotas de llanto se han enfriado sobre su cuerpo, endureciéndose y emblanqueciéndose hasta volverse pétreas como el mármol: “santo Dios —piensa—, la Virgen… ¡Mi Virgen!… Su rostro se deshace… ¡Mi obra se deshace en lágrimas! ¡El dolor la consume!… Y no puedo moverme. ¡Madre mía!… ¡Mi obra!… ¡Mi obra!”, y su último grito lo despierta. Con los ojos muy abiertos, y el pecho agitado, descubre el origen de su sueño: unas gotas de cera le han fijado los dedos de su diestra a la mesa de roble. Miguel Ángel cierra el puño robusto, y de un soplido extingue la llama celeste…
II
Y de un soplido extingue la llama celeste.
—¡Miguel!
—Antonio. Pasa.
—Estás en penumbras.
El visitante enciende un candil que cuelga de la pared.
—Sí, estoy en penumbras —asevera el artista.
El que acaba de entrar es un hombre maduro, recio, barbado, de baja estatura y mirar fiero; está vestido como un campesino, aunque hace ya más de cincuenta años que no empuña el arado.
—Ven. Siéntate. ¿Vienes de lo de Rufino?
—Vengo de ver una obra desconocida de Leonardo, y de pelear con el de las canteras… ¡Es un maldito ese usurero!
—Tiene que ganarse el pan —dice Miguel Ángel con un gesto de desdén.
—¿A costa de su alma?
—¿Qué alma, Antonio?
—Sí, tienes razón, es un desalmado… ¡Bah!
—No. No lo es, muy a su pesar —dice Miguel Ángel—. ¿Y qué hay con el reo que iban a colgar esta tarde?
—Miguel, ¿me lo preguntas en serio? Toda la ciudad estuvo ahí.
Miguel Ángel baja la mirada.
—Fue dramático —dice Antonio meneando la cabeza—, todavía el cuerpo estaba caliente y unos niños jugaban a balancearlo con un palo.
—Tal vez querían hacer bailar a la muerte.
Antonio se sonríe, y algo extraño ha ocurrido. Hasta el momento, el rostro de Antonio era rústico e inexpresivo, pero ahora esa sonrisa le ha conferido a sus rasgos una expresividad inteligente. La suya no es una sonrisa vulgar, cansada, sino gozosa y reconcentrada, como lo es toda fuerza genuina, toda potencia creadora. Antonio es un escultor eximio, y su talento sólo es reconocible en esa cualidad que rara vez se manifiesta. En esto es similar a su amigo y maestro. También Miguel tiene un aspecto de hombre rudo e insensible, y sólo un rasgo delata en él al artista implacable: sus ojos. El mundo todo habría sido creado sólo para ser visto por una mirada como la suya: dulce y violenta, honda y exaltada…
—Antonio, allí, alcánzame ese vino, preciso una infusión de sangre nueva.
Antonio obedece, y enseguida exclama alzando con una mano el copón como un sacerdote pagano:
—¡Por el arte!
—¿El arte? —dice Miguel Ángel soltando la copa—, yo no bebo por ningún becerro de oro.
Refunfuña algo ininteligible y agrega:
—Yo no creo en el arte. ¡No creo ni esto!
—Pero… ¿Y en el artista? —dice Antonio como excusándose.
—El artista… ¿Qué es el artista? A ver, dímelo tú si lo sabes. Y si no lo sabes, yo te lo diré: es un imbécil que se deja sacar los ojos, y que encima agradece el ultraje.
—¿Qué quieres decir con eso de que…?
—¿Qué quiero decir? ¡Quién me lo pregunta!… Edipo en persona.
—Hasta donde yo sé —dice Antonio torciendo la boca—, Edipo se los arrancó él mismo.
—Sí, pero para el caso, ¡da igual! —dice Miguel mirando a un lado.
—Pero… Edipo se quitó los ojos para no ver, y el artista…
—No. No se los arrancó para no ver, sino para ver otra cosa… ¡Otra cosa! —exclama Miguel Ángel haciendo un movimiento reflejo de su brazo que hace que la copa se vuelque y ensangriente la mesa. Antonio, demasiado habituado a los sucesos de taberna, no se inmuta, deja que el vino le moje las manos, e inhala profundo el aire embriagado de la habitación del artista.
—No es lo mismo mirar con los ojos que con las cuencas del cráneo —dice Miguel Ángel poniendo la copa vacía en su sitio y acariciando su borde húmedo con el áspero pulgar—; el artista es el que ve el mundo de ultratumba… Pero no es esto lo que quería decirte.
—¿Y qué es?
—Que los hombres, y ante todo los reyes y los poderosos, nos sacan los ojos para poder mirar al mundo tal como nosotros lo miramos, y nos quitan el corazón para sentirlo como nosotros lo sentimos, y se apoderan de nuestras manos para hacer con ellas mundos arquetípicos, y llega un día, el de la vejez, en el que el artista ya no es dueño de sí mismo, ni de sus obras, ni de nada, ni siquiera de su muerte. En este último tiempo, tú lo sabes bien, me han matado cien veces, y apenas si estoy un poco enfermo y… ¡Antonio!
—Sí, te escucho —dice el amigo como volviendo en sí—, te han querido matar cien veces. ¿Sabes en qué estaba pensando? En que tenemos otra cosa en común con Edipo además de eso de mirar con las cuencas del cráneo.
—Sí —dice Miguel Ángel arqueando una ceja—, somos príncipes desterrados.
—Conque ahora somos príncipes —dice Antonio con sorna.
Miguel Ángel no responde.
—Lo que creo —continúa diciendo Antonio—, es que, al igual que Edipo, tenemos una relación incestuosa con nuestra madre Naturaleza.
—Mira —dice Miguel Ángel con enfado artificioso—, por lo que a mí respecta, lo único que me asemeja con Edipo es no haber sido amamantado por mi madre.
—¿Y quién fue la santa?
—Una nodriza de Settignano —dice, risueño, el artista.
—¡Brindo por ella! —exclama Antonio colmando la copa del amigo.
Los ancianos brindan mirándose a los ojos, y Miguel Ángel bebe con tal convicción, que un oscuro hilo de vino le parte el labio y le cae por la barba como una veta trágica que se abriera paso en un bloque de mármol. Antonio, en cambio, bebe con lentitud sin apartar la mirada del hombre por cuyos ojos… ve el mundo.
III
Antonio, en cambio, bebe con lentitud, sin apartar la mirada del hombre por cuyos ojos ve el mundo.
—Mi madre murió cuando yo era niño. Tengo una imagen difusa de su perfil, y es todo lo que recuerdo de ella.
—Acaso le debas tu talento.
—No sé qué pensará Dios de lo que dices, pero lo que sí es seguro es que de mi padre no pude… ¿Qué son esos gritos?
Ambos miran hacia la ventana abierta. Cuando anochece, el cielo romano parece abovedarse aún más que en el día, y las calles, el campo, y el Tíber moroso, se vuelven resonantes como templos vacíos: el campo es un pesebre viviente; el Tíber, un vestido de novia que roza el mundo en su viaje hacia el horizonte estrellado; las calles, naves estrechas por las que ambulan hombres en pena y ángeles jubilosos.
—¿Quién gime de esa manera?
Antonio se levanta con dificultad, pero enseguida vuelve a sentarse y exclama resoplando:
—¡Quién va a ser!
Miguel Ángel lo mira perplejo.
—Es esa vieja… la loca del puente. Cada vez que ajustician a un bandido se la pasa gritando y gimiendo por las calles durante noches enteras. El guardia que vela para que no se roben el cuerpo del reo tiene que andar espantándola una y otra vez, porque la infeliz se abraza a las piernas del muerto y grita: “¡Mi hijo!… ¡Mi pobre hijo!”, y te aseguro, Miguel, que da escalofríos oírla.
Miguel Ángel se levanta enérgico y se asoma por la ventana.
—¿Qué haces? —pregunta Antonio apoyando el puño diestro en la rodilla.
Pero el artista no responde. Permanece asomado con la mirada perdida en la sombra oyendo cómo los gemidos de la mujer resuenan en la calleja. Luego se sienta, y se colma el vaso con gesto severo. Antonio conoce los bruscos cambios de humor de Miguel, pero ya no le fastidian, porque ha aprendido a aprovecharlos haciendo un estudio experimental de El Fenómeno de los Humores en el Alma del Artista, según tituló su nuevo ensayo, mezcla de anatomía y platonismo astrológico al estilo del filósofo Marcelo Ficino.
—Miguel, ¿quién era la nodriza de Settignano?
Miguel Ángel distiende el ceño, suspira, y alza la mirada como si acabara de recordar que no está solo.
—No lo sé. Una vez se lo pregunté a mi padre, y lo único que me dijo fue que era hija de picapedreros, así que es muy posible que le deba… esta capacidad mía de encontrar seres ocultos en el útero del mármol. Porque, al fin y al cabo, qué es un escultor sino eso: un partero obstinado y violento que hace parir a los montes. Un partero.
—¿Un titán?
—¡Un partero!, como Sócrates. Y te aseguro que la entraña espiritual del hombre es aún más dura que la de las montañas. El titán fue Sócrates y no yo. El mármol no se me puede resistir, pero el cincel de la ironía y el ingenio se quiebra con facilidad contra el alma rocosa del hombre rebelde, y aún así, Sócrates… ¡Fue más grande que Fidias!
—Sócrates también fue escultor.
—Sí, y lamento que no nos haya llegado ninguna obra suya. Bueno, pero así como apareció el Laocoonte, tal vez…
—¡Es probable que la idea de la mayéutica se le haya ocurrido esculpiendo! —dice Antonio alzando las cejas.
Miguel Ángel lo mira sin poder entender cómo su amigo cree haber tenido un pensamiento original. Pero enseguida se sonríe al pensar que a Sócrates le ocurriría lo mismo con sus discípulos, y entonces dice con voz resignada:
—Es una teoría… verosímil.
Antonio, animado por su “hallazgo”, pliega el entrecejo, y dice:
—Intuyo algo providencial en eso de que tu nodriza fuera hija de picapedreros.
—¡Pero claro! —exclama Miguel Ángel poniéndose de pie, y echando a andar por la habitación con aire teatral—; ¡claro! —vuelve a exclamar para asombro de Antonio, que ya piensa agregar un capítulo a su ensayo de los humores—, ¡la nodriza de Settignano!… ¡Acaso la leche sea mármol licuecido!… ¡Los antiguos dicen que el paraíso terrenal estaba surcado por ríos lácteos, lo dicen los profetas, y lo dice Ovidio! Por las venas abiertas de nuestra madre Naturaleza manaba leche en abundancia, y el hombre tenía alma de niño, y se amamantaba de los ríos y los arroyos (Miguel Ángel gesticula en tal forma, que Antonio hace una mueca de desconfianza). ¡Sí! —continúa diciendo el artista aún más exaltado—, ¡pero un día el hombre comió el fruto, y el amor divino, el sol del mundo, se apagó para siempre!…
Y descubre de un tirón un enorme bloque de mármol.
—Fue entonces —dice Miguel bajando repentinamente la voz, y agazapándose junto al marco de la ventana, de cara a la luna, y con la mano apoyada en el bloque—, fue entonces cuando se enfrió y empequeñeció la Tierra, y el hombre tuvo que vestirse… y los ríos lácteos se congelaron hasta petrificarse y convertirse en rígidas canteras de mármol. Y la leche que el sol supremo había evaporado en los días de bienaventuranza, se solidificó en el espacio… ¡Y he ahí la luna!, y este es el motivo, quizás, de que Platón ubicara el paraíso celestial en la Vía Láctea —concluye, alzando la mirada al cielo nocturno.
Antonio comprende que lo que había comenzado como actuación, había acabado siendo verdad.
—Nada hay más afín con la Naturaleza que la mujer —prosigue Miguel sin apartarse de la ventana—. La mujer es la Naturaleza misma personificada. Ella es lo más cercano a la Creación que existe. Y la mujer nunca es más mujer que cuando es madre. La leche con que la mujer nos amamanta es una reminiscencia del Paraíso perdido. Después de todo, amigo mío —dice Miguel Ángel volviéndose hacia Antonio—, sí que le debo a la nodriza de Settignano mi talento.
Antonio se levanta, le da una palmada en el hombro al maestro, y se retira abrumado por una nostalgia inaudita.
Miguel Ángel toma papel y lápiz de un cajón polvoriento, y con la mirada fija en el gran bloque de mármol que ha quedado descubierto, traza las primeras palabras de un madrigal amoroso…
IV
Y con la mirada fija en el gran bloque de mármol que ha quedado descubierto, traza las primeras palabras de un madrigal amoroso:
“Igual que el que a sacar mujer se pone
de piedra alpestre y dura
en muy viva figura
que crece más donde la piedra mengua…”(1)
Pero enseguida arruga el papel, lo arroja contra el bloque, y escribe en cambio con pulso tembloroso:
«¿Para qué sirve hacer tantos fantoches,
si al final me ha pasado lo que a aquel
que pasó el mar y se ahogó luego en lodo?
El arte que aprecié y en el que fui
tan celebrado, ¿a dónde me ha llevado?
Pobre, viejo y esclavo de los otros,
Deshecho estoy si no me muero pronto»(2)
Y deja caer la frente sobre los puños crispados.
Ya se repone, toma su bastón y sale a la calle. El aire es tibio. Un olor a rosas mustias le ablanda el ánimo. Camina con paso lento pero firme: el mismo paso con que avanza cuando es solicitado por un “grande” de su tiempo para que realice una nueva obra. Camina con dignidad y soltura a la vez. Los años no le han quitado gracia viril a su andar, ni le han inclinado la cerviz. Con su barba blanca y su cayado, parece un profeta escapado de un fresco que acabara de recibir la orden celeste de ir a despertar a Roma de su letargo espiritual.
En la noche resuena un estruendo de cascos, y el anciano se detiene y ve pasar —gracias a un fuego ignoto que arde en la distancia— dos caballos veloces montados por figuras espectrales. Al instante vuelve a quedar todo en silencio, y el artista reanuda la marcha con la vaga sensación de haber tenido una visión apocalíptica digna de ser plasmada en la bóveda de una iglesia. Pero enseguida olvida esto, y recuerda, sonriendo, que el primer bajorrelieve que hizo cuando era apenas un adolescente, fue una “Lucha de Centauros” que dejó admirados a cuantos vieron su obra.
Ahora camina hacia el resplandor que tiembla en la noche, proveniente quizás de alguna antorcha, y piensa que, ciertamente, en imitar el movimiento sinuoso y ascendente de la llama radica todo el secreto de su arte, según le confesó una vez a Marco da Siena. “El alma del hombre —reflexiona—, es de naturaleza ígnea, y puesto que el espíritu señorea sobre la materia, es preciso que el cuerpo humano tenga las propiedades de la llama, y…”, de golpe interrumpe su pensamiento, y se acerca a uno de los muros que flanquean la calle para tocar con su bastón un bulto terroso que no es otra cosa que un hombre tumbado. Quiere saber si el infeliz está muerto o ebrio. Lo toca dos y tres veces con su bastón, hasta que el malviviente suelta un gruñido con voz cavernosa. Miguel sigue su camino, pero ya no piensa en nada, sólo mira con fijeza la sombra dorada y convulsa del fuego distante.
Ha llegado a donde arde la antorcha, y se detiene azorado. La luz vehemente de la llama alumbra un cuadro patético: aprovechando la ausencia del guardia, la loca del puente ha descolgado al joven ladrón que fuera ajusticiado esa misma tarde, y ahora lo sostiene por las axilas llorando como una Magdalena sobre su cuello roto. Miguel Ángel descarga el peso de su cuerpo en el bastón, y contempla un instante la escena que ilumina un cirio inmenso. Seguidamente se persigna, y emprende el camino de regreso con tal premura, que cualquiera diría que un demonio persigue al artista por las oscuras calles de Roma. De vez en cuando mira —sin detenerse— hacia atrás, y cada vez el resplandor es más lejano, pero Miguel aún cree oír los gemidos de la desgraciada.
Entra, jadeante, en su taller—habitación, toma cincel y martillo, se encara con el bloque de piedra, y le da tan furiosos golpes a la mole, que saltan grandes pedazos de mármol a diestra y siniestra. El rostro del artista pronto queda blanco como su barba a causa del polvillo que flota en el aire (en la habitación contigua, la criada se cubre la cabeza con la almohada y suspira largamente sin despertarse).
Han pasado cuatro horas. Miguel sopla aquí y allá el bloque y, sin abrir los ojos, lo recorre con la mano izquierda… Ya está esbozado el busto virgíneo de su última Piedad. Miguel Ángel, viejo y pobre, y esclavo de los otros, se arrodilla, reclina la blanca cabeza sobre el regazo informe de la Virgen, y entre dormido y despierto sueña que ha muerto, y que un soplo cálido le limpia el rostro, le pule la frente, y se le entra por las narices como un fuego abrasador.
Notas:
(1) Versos escritos por Miguel Ángel en su vejez.
(2) Idem,.