Gamaliel

 (Memorias Inconclusas de un Ángel Guardián)

Mi nombre terreno es Gamaliel. Nadie me lo ha dicho; he traducido al lenguaje humano la resonancia musical que oigo en mi inteligencia cuando pienso en mí mismo. Y esto de pensar en mí es en verdad algo extraño que nunca antes había vivido; es un desdoblamiento que sufro desde que he ingresado en la dimensión espacio-temporal de los hombres. En el Reino del que procedo se tiene una conciencia continua del propio ser, una conciencia que no es fruto de un acto intelectual, sino un estado de permanente y gozosa posesión de sí: uno es en verdad uno mismo, quiero decir, uno y mismo siempre. Allí no hay tiempo, y todo es igual y distinto a la vez, cambiante e idéntico. No hay palabras para expresar las maravillas del Reino Celeste, como tampoco las hay para expresar las del terrestre… ¿He hablado de posesión? No, no es posesión la palabra adecuada. Allí nadie posee nada, ni a nadie, esa es una palabra que sólo tiene sentido en este mundo. Para poseer algo, para ser dueño, es preciso tener poder sobre alguna cosa, pero para que eso sea posible, antes es necesario que alguna cosa sea considerada inferior a otra, y en mi Reino nada ni nadie es inferior. Es verdad que Dios es más grande que los ángeles, pero no menos verdad es que los ángeles no son más pequeños que Dios, porque los ángeles, de algún misterioso modo, no son algo distinto de Dios. Es la lógica absurda del amor, que algunos hombres también conocen.

Hace muchos siglos, en lo que aquí llaman la Edad Media, conocí a una joven labradora que vivía en una aldea cercana a la ciudad de Florencia. Su nombre era Lucinda; tenía los ojos azules y la cabellera  negra y brillante. Me había sido encomendada. Día y noche velaba sus pensamientos, y con mi presencia le inspiraba sentires elevados y melodías que ella entonaba mientras trabajaba la tierra. Una tarde, al volver de la siega, Lucinda se detuvo súbitamente con el corazón en la boca y las mejillas doblemente enrojecidas por el calor y una dulce vergüenza; también yo me detuve y miré hacia donde ella se había quedado mirando absorta: en lo alto de una colina, con el rostro bronceado, los brazos robustos desnudos, y un cayado en su mano, estaba el pastor de cabras que Lucinda amaba en silencio desde que era niña. Del cuerpo blanco de la labradora emanaba un olor como a trigo recién segado, y cuando se arregló ligeramente la cabellera con su mano pequeña, su pelo negro despidió un aroma a tierra mojada que me hizo evocar el instante en que Jehová sacó a Adán del barro. El pastor la miró desde lo alto de la colina, mudo y altivo; y luego de un instante de orgulloso lucimiento, se marchó seguido de su hato de cabras con el aire de un conductor de ejércitos. Lucinda, mientras lo miraba alejarse emocionada, se tomó las manos, sonrió imperceptiblemente, y dijo en un susurro: «Mañana te amaré aún más que hoy, amor mío, pero no menos que ayer… ¡Adiós!». Esas palabras -de las que sólo yo fui testigo-, me llegaron cargadas de aroma a trigo recién segado, y a tierra húmeda, y supe entonces que la verdadera palabra humana no es un soplo nacido del pensamiento inmaterial, sino que es un sonido amasado con sangre, tierra y espíritu; lo supe aquella tarde remota en la que una labradora ignorante y humilde, coronada por el último rayo de un sol fugitivo, cifró toda la absurda lógica del amor en unas palabras.

Dios es más grande que los ángeles, decía, pero los ángeles no son más pequeños que Dios. No puede hablarse, pues, de posesión en ningún sentido. Por demás, hay que decir que para poseer algo, es preciso carecer de algo, y allí de nada se carece. Quien todo lo tiene gratuitamente, ¿por qué querrá apoderarse de alguna cosa? El que intenta adueñarse de algo, es sin duda porque de algo carece, pero si se posee todo no es preciso tomar posesión de nada. Donde todo es don, gratuidad pura, hablar de posesión es imposible.

Alguien se preguntará cómo es que yo, un ángel, un ser incorpóreo, puede hablar de aromas. Y el secreto está en mi inteligencia. Yo no puedo oler un aroma, pero sí puedo tener un conocimiento perfecto de lo que es un aroma, y de lo que es el sentido del olfato, y es así como puedo llegar a tener un conocimiento casi vivencial del mundo sensible, tan poderosa es mi inteligencia. Nuestra imaginación, además, es muy superior a la de los humanos, y jamás degenera en fantasía, que es la distorsión que sufre la imaginación cuando en ella cae -como gota en el ojo claro de un estanque-, el deseo. Y el deseo es hijo del tiempo, o más bien lo contrario. Nosotros no somos seres tempóreos, y nuestra imaginación por tanto no se vuelve jamás fantasiosa, sino que -por obra de un arrebato extático-, se puede volver visionaria, y entonces crea magníficas imágenes poéticas, cuadros movientes plenos de sentido y de una belleza exultante. Para colmo de plenitudes, a medida que esas obras maestras de la imaginación se suceden ante nuestros ojos espirituales, la inteligencia entona himnos sacros inspirados espontáneamente en esas mismas visiones estéticas, y tal es la correspondencia entre pensamiento e imaginación, que lo mismo vale decir que las visiones crean la música, como que la música da a luz a las visiones. Para tener una vaga figuración de lo que esto significa, piénsese que fuera posible que Händel escribiera el «Aleluya» con una mano, mientras que con la otra pintara la bóveda de la Capilla Sixtina.

Pero mi conocimiento de las realidades sensibles no se lo debo sólo a mi inteligencia, y a mi imaginación, sino ante todo al amor que me une a los seres de este mundo terrible y magnífico. Mi compenetración con los gozos y padecimientos de mis protegidos es tan intensa, que hasta a veces dudo de si aún soy una inteligencia alada, o si me he convertido en otro cuerpo sintiente arrastrado como guijarro por el río de las pasiones mundanas. Y sentirse un cuerpo humano es sentirse a la vez alma y materia, que tal es la condición de este monstruo metafísico que es el hombre. Podría decirse, al fin, que vivo la vida de los hombres al igual que un lector vehemente vive la vida de los personajes de un libro excelso.

Esta unión casi mística con las almas que guardo, es posible además en virtud de una gracia que me ha sido concedida: la de no ser ajeno al influjo del tiempo. Cierto es que esta influencia es en mí parcial, pues no me sería posible envejecer, y menos aun morir; pero el tiempo me afecta en más de un sentido. Ya he hablado del desdoblamiento que padezco por tener que pensar en mí mismo, pero esta es sólo una de las consecuencias de mi situación temporal; otra, menos oscura, es la de tener un conocimiento gradual de los hombres y la naturaleza. Nuestro Artífice, misteriosamente, no ha querido que los ángeles guardianes descendamos a aquí sabiéndolo todo, sino que seamos capaces de conocer en forma sucesiva, es decir, de un modo cronológico, a los seres de este mundo cambiante y eterno.

He venido a este reino sublunar en distintos momentos de la historia humana, y mucho he aprendido de estos seres mortales con los que tengo en común el origen y la facultad de la inteligencia. Mis vivencias son incontables, y he querido narrarlas de un modo humano. En virtud de mi naturaleza musical me habría sido más sencillo evocarlas con cánticos, melopeas, himnos, melodías y salmodias, pero la palabra, así, en bruto, sin la distensión de la música, tiene algo de primigenio y poético que me es grato. ¿Cómo es que puedo escribir sin estar dotado de un cuerpo? Ese es un secreto que aún no puedo revelar. ¿Por qué motivo me he dispuesto a narrar mis memorias? No lo sé; tal vez porque muy pronto retornaré a mi morada definitivamente y he querido donarle algo a los hombres, o porque es una manera de revivir todo lo que aquí he conocido. Y debo decir que aunque soy un ángel, un ser acabado en sí mismo… ¡perfecto!, siento nostalgia al pensar que he de abandonar este mundo al que he aprendido a amar hasta el estremecimiento de mis alas etéreas. Tal vez así como ha habido hombres angelicales, haya también ángeles humanados, y yo sea uno de ellos, o acaso el primero… quién sabe. ¿Habrá nacido conmigo una especie nueva en el Universo?…

I

 

            Hace ya seis mil años de la primera vez que descendí a esta esfera. Lo que entonces sentí al ingresar en una dimensión en la que hasta la luz posee materialidad, es inefable. Mi inteligencia se conmovía en cada aleteo; cada matiz verde de un prado despertaba en mí resonancias nuevas. Sobrevolaba al ras océanos de un turquesa rutilante que rozaba con mis alas imitando a las aves, y hasta a veces, sin detener mi vuelo, me zambullía en las aguas y acompañaba el nado rítmico de los delfines, o danzaba siguiendo los ademanes de una raya fantasmal. El día que descubrí -caminando por el fondo de un océano-, una estrella de mar, estallé en una sola risa jubilosa que de seguro hizo vibrar la bóveda marina.

En aquel tiempo de mi primera misión terrenal, era como un niño perdido en un jardín de maravillas… Fingía que el viento me alzaba y me llevaba en vilo a través de las copas festivas de los árboles; o me arrojaba al ojo de un tornado, y giraba a la par de ese cono aéreo que es tan similar al remolino de luz que en la hora de la muerte arrebata a las almas de los hombres dejando los cuerpos devastados y fríos; o montaba en un borrico que avanzaba inspirado por una pradera repleta de girasoles. Nada me era indiferente, y cada suceso era un milagro: ver caer un fruto maduro como una estrella fugaz; ir a sentarme en la luna para oír mejor el aullido nocturno de un lobo estepario; alzar vuelo en una playa dorada junto a una miríada de aves y ponerme al frente del blanco escuadrón migratorio, o entrar en el rayo continuo de una catarata, y quedarme allí suspendido sintiendo que no era el agua la que caía a mares sino que era yo el que ascendía vertiginosamente al cielo por un sendero de esmeraldas. Y una vez fue tan intenso el éxtasis debajo de uno de esos torrentes, que perdí la conciencia un instante, y cuando volví en mí y se me aclaró la visión, todo era oscuro y sólo podía ver delante de mis ojos una gota azul radiante suspensa en el vacío, «¡ah!… una gota de la catarata que yo contemplo con agudeza angelical», pensé, pero no era nada de eso: un gozo extremo me había elevado a las alturas, y me hallaba en el negro espacio con el planeta Tierra ante mí, bellísimo, diáfano, como una gota de luz. Esa fue la primera vez que hubo entre mi cuerpo impalpable y el mundo físico una correspondencia sutil, pues mi éxtasis no había acontecido sólo en el plano espiritual, sino, además, en el espacial, lo cual era para mí todo un progreso en mi consubstanciación con las cualidades de este reino extenso.

Pero llegó el día en que comencé a sentir mi inmaterialidad como una deficiencia de mi naturaleza. Todo aquello que veía y gozaba intelectualmente había sido creado para ser tocado, olido y degustado. ¿Era yo un espectro en este mundo al que un filósofo comparó con un animal gigantesco? Qué no hubiera dado entonces por herirme con la espina de una rosa encarnada, para sorberme la sangre y gozarme de que el color de mi savia fuera el mismo que el de la flor. O poder tomar con mis dos manos una piedra pulida del cauce de un arroyo, y recorrer con los labios su redondeada dureza como besa el amante el hombro de una mujer. Cierta vez me pasé toda la noche en un bosque en llamas, como un ángel caído, por ver si ese elemento sagrado me provocaba al menos un ligero ardor; y luego, cuando no había quedado de ese bosque más que secos maderos humeantes, me puse a embestir a todo vuelo las ramas renegridas por ver si se me tiznaban las alas, o lograba trazarme un rasguño en una sien… ¡para ya no sólo pensar y pensar! Si unos ojos humanos hubieran podido contemplar el espectáculo, habrían visto a un jirón de niebla flotando alocado entre las ramas quemadas, como un fantasma que intentara herirse con las copas rotas de los árboles para dar fin a su triste inmaterialidad, o acaso habrían creído ver a la mismísima alma en pena del bosque difunto revoloteando frenética… ¡única ave trágica capaz de anidar en un bosque hecho sombra por la furia de la luz! Pero era yo, Gamaliel, ese jirón de niebla invisible…, y nadie más.

Era yo, y nada podía hacer. Fue entonces cuando conocí remotamente el peor de los pecados de los hombres: la tristeza de ser uno el que es, y anhelar con toda la ira de la ingratitud ser otro, que es como decir «no ser», porque nadie puede realmente dejar de ser uno mismo. ¡Ay!, el orgullo es ese espejo al que se arrojan los suicidas en busca de su imagen ideal, y sólo hallan en el fondo el rostro bufo de un demonio que les sonríe sarcástico y luego los devora. Ese dolor mío por ser una creatura sin un cuerpo material, fue hijo del orgullo. Los teólogos al oírme pondrán el grito en el cielo, pero no me inquieto, porque sólo el grito de los humildes y los menesterosos llega al cielo. Los teólogos se negarán a creer mis palabras, e intentarán encerrarme en la jaula de sus áureos conceptos, pero soy ave libre de mi Reino, y no hay ciencia humana que pueda contenerme. Aunque ángel, he conocido el orgullo sin condenarme, y esa es la verdad. Pero también he conocido la sed del remordimiento, y el maná del perdón.

En aquel tiempo en que mi condición angelical se volvió para mí un suplicio, comencé a evadirme de este globo para ya no tener que sufrir por lo que llamaba «mi trágica inconsistencia». Yo no podía vivir en el planeta Tierra; sólo podía atravezarlo. Y no podía gozarlo; sólo conocerlo. Era como una abeja vibrante creada en un mundo sin flores, o peor aún, una abeja vibrante creada sin aguijón en un paraíso de flores. Mejor era el vacío cósmico; ese gran árbol luminoso cargado de frutos pétreos a los que la primavera de este mundo jamás alcanzará con su milagro. Allí arriba todo era para ser gozado ante todo con el sentido de la visión, y yo estaba dotado de ese sentido que es intelectual por excelencia. Acaso se deba a esto que los astrónomos sean los menos sensuales de los hombres. Ellos hallan mayor gozo en contemplar una nebulosa y en hacer cálculos matemáticos que en morder una manzana opulenta, y la estéril superficie de Marte se les antoja más maravillosa que una aromática pradera de Irlanda. Y ahora recuerdo que el astrónomo más brillante que he conocido era monje, y se llamaba Copérnico. Ese hombre contemplativo había sellado las puertas y ventanas de sus sentidos, y sólo había dejado abierto el ojo frío y azul de su lente telescópica. Los gozos de la carne le eran desconocidos, y de algún modo misterioso no habitaba en este mundo exuberante, sino en el astro ascético de sus lucubraciones matemáticas. Al igual que ese eremita de las estrellas, me refugié en el espacio, y miraba desde lo alto la Tierra diciéndome que los placeres del cuerpo son vanidad y lujuria. Mi hábito monacal era el negro infinito, y ningún fruto estelar podía tentarme, secos y grises como eran.

Sólo descendía a la tierra a donde era de noche y brillaba la luna llena, porque la luz pálida de aquel astro todo lo desmaterializa y lo vuelve fantasmagórico, y yo podía sentirme real en un mundo de sombras blancas. Y cómo me placía entonces entrar en los aposentos de los humanos y contemplar esos cuerpos descoloridos por los que parecía correr mercurio en vez de sangre, de tan intocables que parecían. Y si sorprendía a dos amantes, me sonreía amargamente pensando que esos desgraciados que se mordían y besaban ferozmente, en vano buscaban adquirir consistencia uniendo sus cuerpos y devorándose. Nada era real, ni los hombres, ni el mundo, ni mi tristeza.

¿Y Dios?… ¿Acaso Dios tampoco existía en esa caverna poblada de espectros?… No. Él no existía allí, sino que todo aquello era Dios también. Era el tenebroso fondo del pensamiento de Dios, era su dimensión onírica, su sueño eterno y pavoroso. Él no puede hacer un alto en su actividad creadora, porque Él no tiene actividad alguna ¡es la actividad misma! ¡la pura vida moviente! Y es por esto que vela y duerme a la vez, y jamás se agota su poder. El continuo descanso es el sustento de su continua labor creadora. El trabajo y el reposo perpetuos coexisten en el ser de Dios de un modo misterioso e indivisible… ¡simultáneo! Y es en el sueño inacabable que su voluntad omnipotente se nutre y recrea. Pensé entonces que yo no había descendido a un mundo creado por Dios, sino al reino alucinante del sueño mismo de Dios, en donde la divina imaginación es una selva de realidades cambiantes y feroces que se acechan y copulan en busca de una imposible unidad que sólo en la vigilia de Dios les sería posible alcanzar… ¡Ah!, pero sólo la muerte es el paso a esa pacífica dimensión. Mientras tanto, el insecto se inserta en la flor queriendo ser flor, la femenina gacela corre despavorida delante del león para que su entrega al amante voraz sea aún más violenta y apasionada, el árbol hunde sus raíces en el vientre insaciable de la tierra para así mejor poseerla con los cien dedos de su garra obscena, y la tierra a su vez cruje e implora el agua al cielo para volverse más placentera, y que ese tirano repleto de savia olorosa permanezca dentro suyo por cien años; y la víbora es toda ella un estómago al desnudo que no supo hacerse de un cuerpo apariencial para disimular que su único sentido de ser es ¡ingerir! a fin de asimilar en ella al mundo y ser con él un sólo cuerpo y un sólo espíritu… ¡Y cómo sueña la víbora en su onduloso reptar con que algún día una galaxia esplendorosa se desenrosque en el cielo, serpee por el cardal de las estrellas, y baje a engullirla entera, sin desgarrarla, como hace ella con sus víctimas para que la unión sea más perfecta todavía! Pero no obstante este afán erótico de todas las cosas por ser un día todas las cosas, cada ser de este mundo permanece hasta la muerte inacabado y anheloso, como la estatua inconclusa de un fauno enamorado.

Y el hombre, me preguntaba, ¿es una pesadilla de Dios?… Mata, roba, fornica, blasfema… ¿O es una encarnación onírica de las infinitas pasiones de Dios que nosotros, los ángeles, somos incapaces de sentir, y ni siquiera concebir? ¿Dios sufre y lucha consigo mismo en las arenas ardientes del corazón humano bregando por convertir la masa informe de sus deseos en actos celestiales y bellos? ¿O la belleza está en esa lucha? Tal vez los ángeles no veamos en el Paraíso más que obras de Dios terminadas, y desconocemos el fuego iracundo en el que una obra de arte se fragua antes de ascender al cielo pura y esplendente… Nosotros conocemos en el cielo a los santos, ¿pero sabemos por qué ríos de lava y escoria han tenido que pasar esas almas fogosas antes de poder entrar en la vigilia bienaventurada de Dios?… ¿Pero no es bienaventurado también el sueño espeluznante de Dios en el que cada realidad es un pensamiento y un deseo suyo aún irrealizado? Acaso Dios, el eterno durmiente que eternamente vela, está siempre a la vez colmado e insatisfecho, como un odre sin fondo atravesado por un río eterno de vino espumoso…

Sí, tal vez deliraba en aquel tiempo de mi primer descendimiento a la Tierra, pero ver todo como un sueño de Dios era un modo de soportar mi condición angélica, y debo decir que muchos de los interrogantes de aquel entonces todavía me asaltan de vez en vez, y me hacen ver el mundo desde una perspectiva que me provoca un extraño vértigo… «¡Señor! -clamo a veces al cielo-, ¡apiádate de este espíritu lúcido que todo lo puede ver y conocer, y es incapaz de sentir siquiera en sus labios etéreos el impacto leve y amoroso de una gota de lluvia estival!