Filosófico viaje en tren…
(Fragmento de la novela Lo que la primavera hace con los cerezos)
Encontró un asiento. En el tren. Pero se levantó. No podía estarse quieto. Había subido en el primer vagón. Y echó a andar rumbo al último. En dirección contraria al de la máquina que lo llevaba. Por rieles enjabonados. A su destino.
El tren no era moderno. Como los de Europa. Sus piernas vibraban con el traqueteo del convoy en avance. Y era mejor así. Porque de ese modo el vértigo de la máquina era el suyo también. Y su cuerpo era parte de la mole extensa, fragmentada. De esa serpiente silbadora.
—Hoy voy más rápido. Que otras veces —dijo. Y cruzó de un paso elástico la pequeña rampa de acero que separaba un vagón de otro. Y que crujía como si fuera a partirse. Se podía ver entre sus ranuras el suelo huidizo.
No portaba ningún libro. Caminaba agarrándose de los asientos. O aferrando los ganchos del techo. Como si el planeta Tierra se hubiera desorbitado, y se bamboleara de un lado a otro, sin quicio, en el universo indeterminado, relativista…
—¡Einsteniano! —y al caminar en sentido contrario al del tren. Tuvo la sensación de estar avanzando… hacia atrás.
Vio pasar por una ventanilla un palo borracho descomunal. Con su tronco erizado y sus flores rosas. Bellísimas. Admiró su copa florida y sus ramas robustas. Pero de ese arrobo estético pasó a una emoción patética. Al imaginar la piel de Anastasia erizándose al contacto de sus manos. Y al cuerpo de su princesa rusa, como la llamaba David. Floreciendo. Abriéndose. Al ser estrechado por sus brazos fuertes de pensador poseído. Como todo filósofo de verdad. Por una sola idea. Que era hacer con ella… eso.
—Lo que la primavera… —el tren le hizo perder el equilibrio. Dio un mal paso. Rozó con su nariz la nuca despejada de una joven pelirroja. Y su perfume floral, silvestre, de ninfa etérea, lo sumió en un estado indefinible. De disgusto y placer a la vez. Disgusto de no ser dueño de sí. Placer de comprobar, una vez más, que una fuerza más poderosa y más vasta que su voluntad. Existía. Y era capaz de alterarle el sistema nervioso con apenas una inhalación de aire perfumado. O un golpe de vista de un árbol en flor.
Vio a un pasajero. Un adolescente. Sumergido en la lectura de un libro. ¿No era un alumno suyo de la universidad? Se inclinó sobre él. Le susurró al oído:
—Primero vivir, después filosofar —una mujer gruesa lo empujó para no perder un asiento vacío. Y Juan Lombó siguió su camino. Hacia el fondo del tren. Cuando al estudiante le llegó el eco de las palabras de Lombó, apartó del libro sus ojos miopes, y vio a un hombre abrirse paso entre la gente con premura. Como si huyera de algo. Cargado de espaldas. De estatura mediana. Y con un saco beige tipo inglés. Arrugado.
Se sentó en el piso del furgón. Se abrieron las puertas. El viento le azotó el pelo. ¿Hacía cuánto no se lo dejaba crecer así? Se sentía más bravo, y más libre. Tenía barba de tres días. Un hombre de verdad no se podía pasar cada día de su vida emprolijándose como un alumno aplicado que busca la aprobación de sus mayores.
—Desde que venimos al mundo. Nos liman las garras. Nos cortan la cabellera leonina. Nos bañan hasta dejarnos blancos como muñecos de cera. Ojerosos. Sin sangre. Y sin anticuerpos.
Juan miró con simpatía a tres chicos pobres que acababan de entrar. Con su alegría salvaje intacta. Y sus narices y ropas sucios.
—Para enfrentar a la materia del mundo —dijo en voz baja—. Habitada por seres microscópicos y agresivos. Se precisa de un cuerpo fuerte también. Curtido. Probado por la intemperie y el hambre. Templado por el agua fría. Amasado por el barro de los charcos. Bautizado por el torrente de las lluvias. No se puede ser solo alma. Intelecto. Para subsistir en la Tierra. La cultura moderna. Platónica. Higienista. Debilita los cuerpos al limpiarlos y cuidarlos en exceso como a algo impuro que debe ser enjabonado entero. Restregado con esponjas. Sumergido en agua tibia. Frotado con toallones. Y cubierto con ropas en todo momento… Y la desnudez acaba siendo algo vergonzoso y antinatural.
Los niños se divertían viéndolo hablar solo. Uno se le acercó. Y lo escupió en el zapato. Juan soltó a reír. Y hacía tanto que no lo hacía de ese modo tan desfachatado. Que se sintió un ahogado que resucita en una playa desierta y de ese modo espasmódico arroja fuera de sí las algas de la melancolía. Las medusas filamentosas del tedio. La escoria de la desdicha rabiosa… Hasta que. Vacío y resonante. Puro. Como caracola pulida por el mar. Tendido en la arena de oro de cara al cielo. Se queda haciendo rodar en su boca. Con la lengua. La perla redonda. Plateada y lunática. De la verdad.
Las casas pasaban a velocidades meteóricas. A esa hora, el tren iba menos lleno. “Un camino superior”… Le resonó en las sienes. Se puso serio. ¿Era la voz de su conciencia? Entrecerró los ojos. Un zumbido en el oído izquierdo lo aisló del mundo. Habló con David en su pensamiento. Movía apenas los labios. Como en estado de trance. Y de liviano deslizamiento:
—Vos me decís eso, pero cuál es ese camino, David. ¿El del espíritu, o el del retorno a la naturaleza salvaje? ¿No estamos domesticados como bestias de carga? ¿No perdimos en la cárcel de la cultura la alegría del instinto inconsciente? De niños somos felices porque no sabemos que lo somos. No pensamos. El ser nos es. La vida nos vive. El pensamiento es un instinto más, al servicio de nuestro placer. Todo es misterio y sabemos que no sabemos, no porque lo hayamos pensado, sino porque es así simplemente, y nuestra ignorancia es pura sabiduría. Es ignorancia que no sabe de sí misma. En cambio, decir después que sabemos que no sabemos es el colmo de la triste impotencia… Solo sé que no sé nada, y encima lo sé porque me lo dijo otro... Sí, ya sé, amigo, que ese no es el punto… ¿O sí? ¿Somos salvajes en nuestra infancia, o místicos y poetas? Y además… ¡Ah! No sabés cómo recuerdo esto con frecuencia. Un día iba caminando por la calle y vi a unos chicos bañarse en la fuente de san Isidro Labrador, que está frente a la catedral, y me di cuenta. No te rías, amigo mío, porque es un pensamiento simple. Pero de esa clase de pensamientos que son más que eso. Que son relámpagos de lucidez. Me di cuenta de que para esos chicos que chapoteaban en el agua como en una fuente del Edén, desnudos y rientes, dorados por el sol. Pobres y brillantes por el agua y la luz. Para esos niños la sexualidad no existía. Lo vi con claridad. Porque eso que los psicólogos… Bueno, ya lo hablamos mil veces. Los psicólogos no entienden las nociones de acto y potencia. En los niños la sexualidad es algo en potencia. Una realidad que… Pero ya hablamos de esto.
En su estado de abstracción. Sentía de a intervalos la brisa en el rostro, cada vez que se abrían las puertas del vagón.
—Lo que comprendí entonces fue que yo había vivido mis mejores años sin estar dominado por la tiranía del sexo. Del deseo acuciante. Del ansia de posesión de un cuerpo. No sé hasta qué edad viví en ese paraíso de pureza. Pero sé que en algún momento fui desterrado y que… ¡No! No hablo como puritano. No digo que el sexo sea algo impuro. No quise decir eso. Sino que de niños vivíamos en una dimensión en la que el deseo sexual prácticamente no existía, y en cambio participábamos de una especie de erotismo más amplio. Cósmico… Sí. Todo es deseo. Es verdad. Y la sensualidad es algo presente desde el principio. Pero no quiero decir eso. Yo… Es que no fue un pensamiento lo que tuve, sino una visión. Vi a esos niños, y supe que vivían una vida más espiritual. Porque todavía no los quemaba la codicia del deseo sexual. ¿Que el deseo no tiene por qué ser codicia? ¡Amigo! ¿No viste cuando pasa por la calle una mujer hermosa?… Y ni siquiera es preciso que sea una beldad. Los hombres se dan vuelta y la olfatean con la mirada, como perros. Sí, porque no es la cabellera lo que miran, ni los ojos, sino otra cosa. ¿Y eso no es una suerte de alienación animal? Mirar a todas las mujeres que pasan. Seguirlas. Volverse para verlas de atrás… ¿Te acordás de lo que decía nuestro amigo Pablo, siempre? Sí… que una conciencia alienada es siempre una conciencia alienada, y que ese es el mal de nuestra especie, que está llamada a conquistar la vida del espíritu, y en cambio… Por eso, cuando vi a esos chicos, me dije: “yo viví en una etapa feliz de mi vida sin estar martirizado por el deseo erótico, de modo que la vida es posible sin ese fuego de la carne”. Y al instante de pensar eso. Debo confesarte. La mirada se me fue, como perra díscola, sin que me diera cuenta, detrás de un cuerpo de mujer que pasaba. Y cuando volví en mí, sentí que yo no era yo. Que la naturaleza se había burlado de mí. O que, tal vez, ya era tarde para retornar la mente perdida al ser. Y ese es el punto quizá. Porque… retornar la mente perdida al ser. ¿Es volver a la inconciencia original o lanzarse a la conquista de la altura? Es verdad… te doy la razón. Y es lo que quería decirte. O decirme a mí mismo… La animalidad inconsciente, en el hombre, no tiene que ver con la animalidad, sino con el espíritu. El niño es lo más alejado de un animal que existe, a pesar de tener sus instintos intactos, o tal vez en virtud de eso más bien. Porque si tiene los instintos intactos es porque su inteligencia es libre. No sufre aún la tiranía de la pasión sexual… Y, sí… está bien. Pero no idealizo la infancia. Ni creo que sea bueno conservar esa inocencia. Lo cual, por demás, es imposible. Pero sí que…
Esta vez, cuando la puerta del tren se abrió, lo embistió una brisa tibia cargada de aromas. Juan se frotó la nariz por la alergia. Abrió y cerró los ojos con la mirada nublada.
—Pero sí que quizá… —y olvidó lo que venía diciendo… —como fuere, volver a la naturaleza no es volver a la animalidad. Lo natural en nosotros es el triunfo del amor y la creación. No del instinto ciego. Pero es que… Sí. Lo más fácil es esto. Arrojarse al cieno de la nada y revolcarnos en ella como cerdos. Aparearnos sin límite. Llenar el vientre como un saco sin fondo, y ser un estercolero ambulante, que siempre está colmado y precisa de continua descarga… ¡No exagero!… Está bien. Puedo parecer un moralista. ¡Pero me importa un bledo la moral! No es eso lo que me importa. No. Sino. En dónde está el Ser. La Vida. La Verdad. Eso es lo que me desvela… En dónde vive el hombre una vida más intensa, y qué es más digno y valiente. Qué nos hace más livianos y fogosos… Y ahora que pienso. Pero no preciso pensarlo… David. Lo veo con la lucidez con que vi tu cuadro esta mañana. Me gustó mucho. Realmente. Y quiero que hablemos de él la próxima vez. Tengo mucho para decirte… Veo ahora que la felicidad… Pero esta palabra no me gusta. Es pretenciosa. Burguesa. El secreto de la alegría. No está en el placer, ni en nada que tenga que ver con la búsqueda de la propia satisfacción. Egoísta. ¿Cómo llegué a esta conclusión? No. No porque los chicos de la fuente… Aunque sí. En cierto modo sí. Ellos estaban alegres porque gozaban olvidados de sí mismos, jugaban con los elementos… El agua, el aire, la luz, el fuego del sol… Como pequeños dioses descendidos a esa plaza para salpicar a los que pasábamos con gotas refrescantes del Edén perdido… El olvido de uno mismo. Esa es la clave. La quinta esencia de la alegría perfecta. Y el adulto se olvida de sí mismo cuando crea trabajando. Con esmero. Gastándose en su labor. Abnegándose por su obra. Como una madre por su hijo. ¡Ay… aquellos tiempos desgraciados en que éramos tan felices!… Dijo alguien, al reconocer que en su juventud esforzada, había sido feliz como nunca, sin saberlo en su momento. Porque es un hecho… ¿O me lo vas a negar? Que las personas están alegres cuando luchan, se esfuerzan, por algo que no es ellos mismos. Cuando prueban sus fuerzas… O mejor dicho, cuando la vida prueba la resistencia de la voluntad humana, tensándola como a un arco presto a lanzar su flecha más allá. Y es que el corazón se regocija en ese rigor, aun cuando el cuerpo resople y el ceño se contraiga. El ser humano se siente pleno. Cuando, impelido por la necesidad… O si es un espíritu libre y privilegiado, cuando es acicateado por la realización de una obra bella… Salta de su cama al alba y enfrenta con ánimo decidido los mil obstáculos del día. Es ahí entonces, paradójicamente, que hay alegría verdadera. En cambio, cuando se busca obsesivamente el provecho propio. Cuando lo mueve al hombre, y a la mujer, la codicia en cualesquiera de sus formas. Solo hay ansiedad angustiosa. Insomnio. Y necesidad de correr y evadirse. Agitarse y resollar como bestias de carga de la gran ciudad. Pero si un hombre, o una mujer, se esfuerzan y vencen el peso de la materia perezosa, y si encima tienen la dicha de compartir ese esfuerzo con otros, no como nosotros, que somos solitarios empedernidos y orgullosos, que no saben… —Juan miró a un lado. Hacía unos segundos que sentía un ruido. Un golpeteo en un oído y no había reaccionado.
—¡Boleto, por favor!
—Sí… acá está… creo —y rebuscó en los bolsillos del saco, con ansiedad y torpeza, como un adolescente al que sorprenden viajando de incógnito. Lo encontró al fin. El guarda se lo marcó.
—¡Déspotas! —protestó, devolviendo el boleto agujereado al bolsillo. Y al hacer esto, rozó con la punta de los dedos la malla fría. Escamosa. Del reloj negro. Y. Cómo ya le había sucedido otras veces. Le subió por la espalda un escalofrío. Las piernas se le aflojaron. Infló el pecho y llenó los pulmones con una fragancia que le había venido de alguna parte. ¿De la joven sentada ahora enfrente de él? ¿O al abrirse la puerta se había filtrado en el tren el perfume de un árbol en flor? Volvió a respirar hondo. Soltó el aire y apoyó la sien contra la ventana. ¿En qué estaba cuando el maldito le hizo sonar la tickeadora en el oído?
—Anastasia… —dijo en voz baja. El corazón se le aceleró. ¿Cómo era posible? ¿Acaso él le había dado la orden de apresurar los latidos? ¿No debería ser la inteligencia algo más poderoso que ese nudo de músculos y sangre convulsa? Pero no lo era. ¿O sí? Debía concentrarse. No perder su centro. En su corazón no estaba Anastasia. Sino Clara. Pero entonces… ¿Por qué no era ella la que le aceleraba los latidos?
—Es que el matrimonio… ¡Ay! La costumbre. La rutina… David. Amigo mío. La rutina mata de tal modo la novedad, que… ¿O es uno el que deja de estar nuevo con los años? No me refiero a la edad. Al contrario. Sí. Creo que recién ahora empiezo a entender eso que me dijiste. O que me dijo tu espíritu desde el más allá de tu cuerpo. ¿Es eso? ¿Que el camino superior es el que sube? —soltó una carcajada. Un pasajero echó hacia atrás la cabeza en actitud defensiva, y enseguida miró el reloj para disimular su turbación. Juan se alisó el pelo. Y siguió platicando con David, procurando no hacer gestos extraños, ni ademanes, ni nada que denotara su debate interior.
—¿Qué hora es? —le preguntó al hombre. Testigo mudo del diálogo sordo de Juan. En ese tren.
—Las doce menos cuarto —dijo con voz carrasposa el extraño. Pero Juan no lo oyó. Y su pensamiento siguió su curso:
—Sí, por supuesto que es el camino que sube. Pero me refería a otra cosa. Bueno. A eso. A que la especie humana es lo que es gracias a la sublevación de unos pocos. Que no se dejan caer por el plano inclinado de la debilidad. Y la inconciencia ciega. Sino que van a contracorriente de las leyes del cosmos, que tan dócilmente obedecen los animales, los astros, y los cavernícolas. Digo… esos que según Platón viven en las cavernas de espaldas a la luz… Es que mientras que los astros siguen su curso religiosamente. Y los animales, el mandato de su instinto. El ser humano se subleva contra la ley de la gravedad. Y vuela. Desafía el peso de la carne. Y crea. Y ama. Se rebela contra la muerte, y vive como si fuera inmortal. ¿Notaste la obsesión de la gente de hoy por filmar y sacar fotografías? Es porque no cree en la muerte, y piensa que esa es una forma de echar anclas en el río de Heráclito… ¿Qué?… ¿Qué tiene que ver Anastasia con todo esto? ¡Qué sé yo! Supongo. ¿Vos lo sabés acaso? Hablaba… ¡Ah! Sí. Del camino superior. Pero ahora que mencionás su nombre me siento un poco ridículo. Porque creo que a fuerza de pensar no sé qué es lo que la vida quiere decirme con este encuentro… ¡Bueno!… Dios. O la vida. O lo que sea que me haya cruzado a esa mujer en mi camino. Pero quizá, ahora que lo pienso mejor, la clave no está en resistirse a las tentaciones de la carne. Sino en vivir con intensidad las horas consagradas a Eros, y después no volverse atrás con la memoria para volver a gozar de lo gozado. Sino, tener la disciplina interior. Férrea. Sobrehumana. De detener la mente cada vez que el recuerdo narcotizante de los placeres vividos nos quiere sumir en estado de debilidad melancólica… ¡Ah, la melancolía!… esa maldita recordación inconsciente que nos arranca del aquí y ahora eterno, en el que alentamos y somos, palpitamos y ardemos, inmortales y libres como animales sin pasado. Ni porvenir. Y además, creo con fervor… que sí. Que esta es la cuestión esencial. En clave estoica. Sí… esta es. La condición de gozar sin dejar de ser libres es no mirar atrás. Jamás mirar atrás. Poseer violentamente, y luego soltar. Dejar ir a nuestra presa. No olfatearnos el perfume de las palmas. No saborear la sangre en nuestra lengua. No recrear en la mente escenas y palabras. Caricias y susurros. Sino… morir en cada encuentro, y en cada separación renacer, desmemoriados. Libérrimos. Livianos… como si acabáramos de reencarnar en cuerpo nuevo, y oliéramos a tierra mojada que recién fue moldeada y echó a andar. Las manos goteantes de rocío matinal. El pecho aligerado del peso del deseo viril. La frente lisa de pensamientos voraces…
—Y su cabellera colgante deja estela en los astros…
Parpadeó. La gente se agolpaba en el pasillo del tren esperando bajar. Habían llegado a Retiro. ¿Tan rápido? Miró la hora en el reloj negro.
—Las tres… —no era la hora real. Las agujas de plata lo hipnotizaron. ¿Marcaban las tres de la mañana, o de la tarde? Su estado era el de un trasnochado—. Las tres de la mañana, sin duda… —y bajó. Reprimió un mareo. Al llegar al molinete. Comprobó que no tenía el boleto. Se excusó con el guarda. Lo dejó pasar. Esto lo reconcilió con la raza gris de los…
—¡Solo el amor… salvará al mundo! —oyó detrás de él. Pero entre los ríos de gente que aún bajaban del tren, como si la máquina no fuera a vaciarse nunca… No vio a nadie.
Dejó Retiro atrás. Pasó bajo la Torre de los Ingleses.
Lo embistió un perfume embriagador. Aminoró el paso. Apretó los labios. Se frotó la nariz. Por ahí era que la naturaleza lo quería vencer. Sitiando primero el olfato. Antes de ir a filtrarse por los muros agrietados de la razón empedernida.