Rusia: el gigante herido

Los gigantes inspiran temor… y augurios. De Tomás de Aquino (teólogo medieval llamado por sus amigos “buey mudo” por su cuerpo voluminoso y su afición al silencio) dijo su maestro Alberto Magno: “Ustedes se ríen del buey mudo, pero yo les digo… ¡Ay de cuando este buey brame!”. Y no se equivocaba. Siglos después, Napoleón señaló un mapa de China y dijo: “Ahí yace un gigante dormido. Si un día despierta… ¡Nada lo podrá detener!”. Y es famosa la declaración de Yamamoto a propósito del ataque a Pearl Harbor: “Hemos despertado a un gigante que dormía”. Todos ellos tenían razón: un gigante que calla o duerme es de temer… ¿Pero qué es más temible?… Y la respuesta podría ser: “un gigante herido”, que en la actualidad es igual a decir: Rusia.

Rusia ya no es una superpotencia, pero sigue siendo un gigante con 30.000 cabezas nucleares en su arsenal, y, en este sentido, es mucho más peligrosa que si fuera una superpotencia: mientras podía hacerle frente a Estados Unidos de igual a igual, existía entre ambas naciones una tensión que servía para mantener en equilibrio la paz mundial. Pero cuando Estados Unidos ganó la guerra fría “sin disparar ni un sólo tiro”, según Tatcher, y luego se desmoronó la Unión Soviética en 1991, el Gran Oso estepario rodó por tierra y se quebró el cuerpo en varias partes (numerosas repúblicas soviéticas se independizaron). Desde entonces, Rusia soporta con estoicismo (e impotencia) las heridas que Europa y Norteamérica le infligen a su orgullo: basta mencionar la incorporación a la OTAN de los tres países bálticos, y la instalación de bases militares estadounidenses en Georgia, Uzbekistán, y Kirguizistán.

Y la presión de Europa y EEUU sobre Rusia no cesa, según pudo verse en estos días a raíz del conflicto ucraniano. Mientras que Yanukóvitch es proruso, Yúshenko (perdedor del “primer” ballotage) es –supuestamente– prooccidental. Si Yúshenko se impone en el nuevo ballotage del 26 de diciembre, Rusia perderá influencia sobre su país estratégico, y Ucrania, incluso, podría ser incorporada a la OTAN, con lo cual Rusia sufriría su mayor daño político desde la caída de la URSS (entre otros males, correría peligro su base militar de Sebastopol, sede de la flota del Mar Negro).

Se dirá que este tipo de rivalidades ya son conocidas, y que desde el fin de la guerra fría Rusia se encuentra bajo el estricto control de Estados Unidos y sus aliados de Europa. Y es verdad. Pero hay un factor que marca una diferencia sustancial con el pasado, y es que el actual domador de Rusia no es el occidentalista Gorbachov ni el inconsistente Yeltsin, sino un hombre ambiguo e impertérrito de nombre Vladimir Putin, tan ambiguo como podría serlo cualquier ex-espía de la KGB, y tan impertérrito como cualquiera que fuera campeón de “sambo” (un tipo de lucha tradicional rusa del que Putin fue varias veces ganador en San Petersburgo), y a la vez cinturón negro de judo (exhibió su habilidad en combates de cortesía en sus visitas a Japón, en donde de paso ¾en medio de una destreza¾, concibió la posibilidad de construir un oleoducto gigante para suministrar petróleo a ese país). ¿Que no es impertérrito? Recuérdese su actitud durante el hundimiento del submarino Kurst, en donde perecieron 118 marineros. ¿Que no es ambiguo? Putin es la misma persona “democrática y liberal” que firmó con China un acuerdo estratégico que defiende un “mundo multipolar sin potencias hegemónicas”, y que acaba de anunciar la creación de una “superarma” que nadie posee en el mundo: un misil “capaz de abatir blancos con gran precisión a distancias intercontinentales, a velocidades de más de 5.000 metros por segundo» (Putin).

Pero esa ambigüedad empezó a desaparecer a partir de las declaraciones de Putin con respecto a los conflictos de Irak y Ucrania, y de su intolerancia con la prensa rusa. En ocasión de las elecciones en Irak, acusó a Estados Unidos de ser “una dictadura revestida de una bella retórica pseudo-democrática», mientras que la Duma (Cámara de Diputados de Rusia) aprobó una declaración que tilda de “destructiva” la interferencia de la Unión Europea, el Parlamento Europeo, y la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa”. Las máscaras caen, y el ex jefe de la KGB enfrenta abiertamente a Europa y al hijo del ex director de la CIA.

Ahora bien, ¿no tiene derecho Rusia a defender sus intereses en Ucrania, y de ya no querer sufrir el avasallamiento de Europa y Estados Unidos? En primer lugar, Rusia y Ucrania están ligadas umbilicalmente. Kiev, la capital ucraniana, fue el centro del primer estado ruso (la Rus de Kiev). Allí nació el escritor Gogol, con quien comenzó la literatura rusa moderna, y allí se alza la iglesia de Santa Sofía, centro religioso, cultural y político de Rusia durante siglos. Y más allá incluso de estas ligazones, hay que decir que Yúshenko, el candidato prooccidental, está muy lejos de ser un político transparente y confiable que –si gana las elecciones– conducirá a Ucrania a una situación abierta y democrática. Su historial, según ha trascendido, es tan turbio como el de su opositor. Sus colaboradores –por ejemplo– fueron defensores del periódico Silski visti de tendencia anti-semita, y algunos observadores internacionales lo acusaron a Yúshenko de fraude en los feudos de su influencia.

Esto por un lado. Por el otro, hay que pensar muy seriamente si es conveniente que Rusia siga debilitándose, ya que el contrapeso en el poder es uno de los secretos de la paz mundial (Atenas tuvo su Esparta, y Roma su Cartago, y tanto Pericles como Escipión el Africano reconocieron la importancia de que sus opositores no fueran anulados por completo).

Como fuere, Rusia no parece dispuesta a dejar que Ucrania sea absorbida por la Alianza Atlántica, y el actual conflicto amenaza con inaugurar un nuevo periodo de la guerra fría (anuncios de nuevos misiles supersónicos de por medio). Así que, para terminar, cabe una pregunta y un augurio. La pregunta: ¿cuánto tiempo podría pasar sin que una nueva guerra fría se convirtiera en “guerra caliente”? Y el augurio: ¡Ay! de cuando el gigante ruso se canse de lamerse las heridas.

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