Sobre la etimología de las palabras 

             El mundo hispano participó este año de una votación muy singular, que nada tuvo que ver (por fortuna) con los políticos, las estrellas del rock o del fútbol, o las modelos más atractivas del mundo. Se trató de determinar cuál es la palabra más bella del castellano por su armonía y fonética, más que por su significado. El concurso estuvo a cargo de la Escuela de Escritores de España, y participaron 41.022 internautas de España, América Latina, y otros lugares del mundo como China e Israel.

Entre las palabras favoritas (muchas de ellas propuestas por intelectuales y escritores), figuraron “ultramarino”, “entrevero”, “nauseabundo”, “melancolía”, y “gárgola”, pero los votantes, menos entreverados que los intelectuales, y menos oscuros y nostálgicos que los escritores, eligieron palabras sencillas, y (con firme sentido común) no pensaron en el sonido sino en el significado de las palabras, lo cual es algo más objetivo que la sonoridad de un vocablo. Fue así que la palabra más bella del español resultó ser “amor”, con 3.364 votos, seguida de “libertad”, con 1.551. Y después: “paz” (1.181 votos), “vida” (1.100), “azahar” (906), “esperanza” (899), “madre” (847), “amistad” (728), “libélula” (544), “amanecer” (522), “alegría” (480), y “felicidad” (406).

Pero además del sentido común de los votantes, algo que quedó en evidencia en este concurso es que por más que un vocablo posea un sonido armonioso, si su significado no halaga a la vez otros sentidos como el olfato o el gusto, o bien, si no evoca una sensación agradable, difícilmente puede ser considerado el “más bello”, y es así cómo la palabra “nauseabundo” (sugerida por el escritor Javier Marías), no tuvo adeptos, mientras que “azahar” figuró entre las más votadas.

También cabe destacar (para escándalo de los triunfalistas y hedonistas del mundo), que palabras como “placer”, “éxito”, “poder”, “confort”, y “automóvil”, ni siquiera figuraron entre las palabras candidatas, y que mientras que el presidente español José Luis Zapatero eligió la palabra “generosidad”, ni un sólo votante (ni el más generoso de ellos), propuso la palabra “político” para tan honesto y refinado certamen.

Ahora bien, ya que los participantes de este evento desafiaron las bases del concurso y  eligieron palabras significativas y no armoniosas, quizás sea oportuno realizar un nuevo certamen para determinar cuáles son las palabras de más bella etimología, y no las de apariencia más encantadora. De este modo, se privilegiaría el alma y no el cuerpo de las palabras, y se haría evidente que las mismas tienen su inteligencia propia, y que cuando las personas hablan, dicen más de lo que creen decir gracias a la riqueza oculta de la lengua castellana. Veamos, entonces, qué palabras podrían ser propuestas para un concurso semejante.

La palabra “saber”, por ejemplo, viene del verbo latino sapere, que significa entender, pero también y ante todo, saborear. Esto implica que el que sabe no sólo conoce con el intelecto, sino con su cuerpo, y que el sabio es tal por haberle encontrado el sabor a la vida. En consecuencia, el ignorante es el amargo, es decir, el que no disfruta del sabroso banquete de la existencia.

La etimología de la palabra “amor” presenta un dilema peculiar. Si bien es una palabra que en latín tiene un significado idéntico al que nosotros le asignamos, muchos aseguran –en consideración a la influencia de la lengua griega sobre la latina-, que la palabra está formada por el prefijo de negación griego a que significa “sin”, y la contracción de la palabra latina mortem (muerte), así que amor vendría a querer decir “sin muerte”, lo cual convertiría a esta palabra en una de las más bellas y enigmáticas de nuestra lengua.

Luego está la palabra “amigo”, que unos hacen derivar de amare (amar), y otros de la palabra latina amicus, que se habría formado con la unión de animi (alma), y custos (custodio), viniendo a ser el amigo el “guarda-alma” de otro amigo. Esto eleva a la amistad a un grado angélico, y coloca a esta afección entre las más nobles del corazón humano.

A su vez, la palabra “inteligencia” brilla con luz propia en la constelación de las palabras más significativas, puesto que proviene del latín intus legere, que quiere decir “leer adentro”. El inteligente viene a ser, entonces, no el erudito, es decir, el que acumula conocimientos (“la erudición es el polvillo que cae de un libro a un cráneo vacío”, escribió Ambrose Bierce en su Diccionario del Diablo), sino el que ve más allá de las apariencias, es decir, el que traspasa las máscaras y las cortezas de la realidad con una mirada penetrante y lúcida. A la luz de la etimología de esta palabra, ¿quién puede creer todavía –sobre todo en los colegios-, que el más inteligente es el mejor alumno en física o matemáticas? Más bien será el intuitivo, o incluso el bondadoso, quien merezca el sutil calificativo de “inteligente”, para estupor de los racionalistas modernos.

Y al igual que ser inteligente no es, necesariamente, la capacidad de almacenar gran cantidad de datos ni de realizar asociaciones rápidas, “recordar” tampoco es acordarse de cualquier cosa, sino de lo que verdaderamente importa, porque esta palabra, que contiene en su etimología el vocablo latino “cor” (corazón), significa “volver a pasar por el corazón”. El recuerdo tiene, por lo tanto, un carácter afectivo. Quien “recuerda” es aquel que posee sensibilidad y una conciencia profunda. En cambio, el que hace pasar por la mente muchas cosas intrascendentes, no es, en sentido estricto, alguien de buena memoria, sino lo contrario. De manera que la persona de buena memoria será, sobre todo, la de “buen olvido”, ya que, al decir de Jorge Luis Borges: “El olvido es una virtud de la memoria”, y no un defecto como suele creerse.

“Nostalgia”, a su vez, posee una bellísima etimología, al estar amasada con la arcilla intelectual de dos vocablos griegos: nostos (regreso), y algia (dolor), así que “nostalgia” significa nada menos que “regreso con dolor”. El nostálgico, pues, no es el que evoca el pasado mentalmente, sino el que dolorosamente retorna con todo su ser a un tiempo ya ido.

Otras palabras rebosantes de sentido son “humano” y humilde”, cuyo origen común es el vocablo latino hummus (barro). Ambas hunden sus raíces etimológicas en el cieno de una misma palabra, así que están unidas indisolublemente. La enseñanza que se deriva de esta coincidencia, es que el hombre que no olvida su condición mortal cultiva la humildad, madre de todas las virtudes. “Barro me llamo aunque Miguel me llamen”, dice Miguel Hernández en un poema confesional.

Y a propósito de “enseñanzas”, esta es una palabra que proviene del latín insignare, que significa “señalar hacia”. De modo que el que enseña no sólo es el que transmite conocimientos, sino ante todo el que, con su ejemplo y experiencias, señala a otro el camino a seguir. Es un guía antes que un repetidor de datos y conceptos. “Los niños no son jarros para llenar, sino lámparas para encender”, escribió al respecto Charles Dickens.

Y la lista de palabras candidatas sería muy extensa. “Coraje” significa “echar por delante el corazón”, “crisis” proviene del griego krinein, que significa separar y también “cambiar”, así que la crisis tiene un sentido positivo y de renovación espiritual. “Persona” deriva de prosopon (máscara), porque todo hombre es un actor que representa un papel y pone a resguardo del mundo su intimidad, etcétera.

El lenguaje cotidiano posee una inteligencia escondida. Es un árbol del conocimiento cargado con los frutos milenarios de las palabras, que ocultan en su entraña una clave filosófica y una historia propia de maduración. Y un modo amable de descubrir esas claves es, quizás, realizando un concurso como el aquí propuesto, lo cual no sólo sería un estímulo para la reflexión filosófica, sino, además, un desafío a la “era del vacío”, porque si se descubre que el lenguaje no es algo hueco y sin sustancia, sino lleno de sentido y de elevada utilidad, ¿quién puede pensar que el hombre, que es su ingenioso inventor, es un cuerpo sin alma y una pasión inútil?

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