La Trampa Metafísica de Macedonio Fernández

Macedonio Fernández, en su «Museo de la Novela de la Eterna», tiene un objetivo último: la «conmoción conciencial» del lector. Macedonio intenta ocasionar con su obra «la derrota de la estabilidad de cada uno en su yo», fenómeno que el novelista denomina «trocación». En uno de sus numerosos prólogos, Macedonio Fernández dice: «Es muy sutil, muy paciente, el trabajo de quitar el yo, de desacomodar interiores, identidades. Sólo he logrado en toda mi obra escrita ocho o diez momentos en que, creo, dos o tres renglones conmueven la estabilidad, unidad en alguien, a veces, creo, la mismidad del lector»; y más adelante agrega: «Si en cada uno de mis libros he logrado dos o tres veces un instante de lo que llamaré en lenguaje hogareño una sofocación, un sofocón en la certidumbre de continuidad personal, un resbalarse de sí mismo el lector (…) y como fin busco la liberación de la noción de muerte: la evanescencia, trocabilidad, rotación, turnación del yo lo hace inmortal, es decir, no ligado su destino al de un cuerpo».  Aquí está apenas esbozado el ambicioso objetivo del novelista. Tan sólo dice que, causando una conmoción, una ruptura de la certeza del lector en su continuidad, es posible hacer que el lector alcance la inmortalidad, o una cierta experiencia de inmortalidad. Lo que desea lograr Macedonio, es que el lector «resbale de sí mismo», es decir, que se enajene un instante, que se zambulla en el fluir de la narración aun cuando esta carezca por momentos de atractivo o coherencia: «invito al lector a no detenerse a desenredar absurdos, cohonestar contradicciones, sino que siga el cauce de arrastre emocional, que la lectura vaya promoviendo minúsculamente en él». Macedonio le pide al autor que se abandone a la corriente apasionada, irracional, y absurda del fluir de la narración. ¿Qué es lo que pretende el novelista con esta invitación a que el lector se abandone al relato?… Aún no es posible saberlo sin avanzar unos pasos más en la tupida maleza de sus prólogos. Más adelante dirá: «Hay en mi intento varias ideas probablemente originales; me interesa aquí la de método: busco distraer al lector por momentos, opresivamente, cuando deseo impresionarlo para la sutileza emocional que necesito engendrar en él, pequeñas impresiones que concurran al propósito emocional de conjunto de obtener en él un estado único final y general que insidie su sensibilidad sorpresivamente cuando no está en guardia y en conciencia de hallarse ante un plan literario y no espera, ni advierte luego, haber sido conquistado». El novelista nos ha dado algunas datos más para la comprensión de su método. Nos revela que esa «enajenación» del lector, ese abandono al fluir del relato, no es más que un paso necesario para la consecución del verdadero objetivo de la novela. La enajenación o distracción del lector es la condición absoluta para que el novelista pueda llevar a cabo su plan filosófico-literario; es la condición, y no el fin. El fin último y primero es ocasionar en el lector una emoción sutil, tan sutil, que provoque en el ser del lector una conmoción. Para que Macedonio dé caza al lector, es preciso que éste se pierda por momentos en la selva del relato, distraído por tal o cual suceso intrascendente de la narración; sólo así, el felino autor saltará sobre su presa y la conquistará, pero… ¿Cuál es esa conquista? ¿En qué consiste esa «sutileza emocional» que es el fin último del relato?

            Hasta el momento, Macedonio sólo nos ha dicho que es preciso que el lector se olvide de sí mismo, se salga de su yo, para que la «sutileza emocional» acontezca. El lector ha de olvidarse de sí mismo; para que esto ocurra, es preciso -paradójicamente- que el lector «sepa siempre que está leyendo una novela y no viendo un vivir, no presenciando vida». El novelista nos advierte que la única manera de que el lector se olvide de sí, es siendo consciente en todo momento de que está leyendo una novela. Aquí hay una muy sutil paradoja: si el lector se olvida de que está leyendo una novela, y ve a los personajes novelescos como personajes novelescos, como «copias» de la realidad, entonces el lector toma una distancia infinita del relato, aun cuando alcance un cierto estado de abstracción. El lector que acepta «alucinarse» con la lectura de un relato, sólo finge soñar, puesto que, en el fondo, consciente o inconscientemente, sabe que lo que está leyendo es ficticio, que la historia no existe más que en su imaginación; hay, pues, una distancia entre el lector y el relato. Pero el lector que sabe a cada momento que está leyendo una novela, acaba involucrándose con el relato en tal forma, que él mismo, súbitamente, es un personaje más de ese relato, y ya no finge que sueña, sino que él mismo sueña despierto su propia vida.

            Lo que Macedonio pretende, pues, es que el lector se salga de su yo, resbale de sí mismo, sueñe, pero no fingidamente, sino realmente; no que sueñe que sueña, sino que sueñe hasta el punto de ser él un personaje más de la ficción. El lector que lee una novela «como si» esa novela fuera realidad, sólo sueña que sueña, puesto que toma distancia del relato; pero el lector que no olvida en ningún momento que está leyendo una novela, acaba siendo una parte integral de esa novela, un personaje más del relato, y se involucra en la ficción no imaginariamente, sino realmente. Sólo aquel que no se olvida de que está leyendo una novela, acaba olvidándose de sí mismo, mientras que, el que se olvida de que lee una novela, está en posesión de sí, en tanto que no se involucra en el relato más que imaginariamente. Lo que Macedonio se propone hacer con el lector es realmente algo extraordinario: lo quiere llevar a la inconsciencia por medio de la agudización de la conciencia, para, de ahí, conducirlo a un grado superior de conscientización, o estado de «conmoción conciencial». Esto que parece algo absurdo e imposible, no lo es, puesto que Macedonio Fernández sólo pretende llevar a cabo un experimento que, de un modo u otro, todo hombre ha realizado alguna vez (lo novedoso de Macedonio, es el haber llevado el experimento a la novela) Esto de llegar a la inconsciencia por medio de una agudización de la conciencia, es lo más natural del mundo, puesto que los extremos, como es sabido, se juntan. Si yo toco un objeto extremadamente frío, sentiré una fuerte quemazón en mi mano; si repito una palabra una y otra vez a fin de tomar una conciencia absoluta de su sentido, acabaré por perder absolutamente el sentido o conciencia de esa palabra; si miro un objeto con extremada fijeza, ese objeto acaba por desaparecer de mi vista… Asimismo, si tengo una conciencia extrema de que lo que estoy leyendo es una novela, acabo por olvidar que lo que leo es una novela, e, inesperadamente, paso a formar parte de la ficción misma del relato: «En el momento en que el lector caiga en la Alucinación -dice Macedonio-, ignominia del arte, yo he perdido, no ganado un lector. Lo que yo quiero es muy otra cosa, es ganarlo a él de personaje, es decir, que por un instante crea él mismo no vivir». El método de Macedonio es sumamente audaz: si el lector es fuertemente consciente de que lee una novela, acaba olvidando que lee una novela; si los personajes son extremadamente ficticios hasta el punto de quejarse al autor de su irrealidad, acaban siendo más reales que ficticios; si el lector presencia a cada instante el modo en que la novela está siendo creada, el lector se convierte en autor de la novela que lee, y en personaje. De modo que el lector es lector, a la vez que autor y personaje, así como el autor es autor, a la vez que personaje y lector. Es un sutil juego de espejos, un sutil juego «conciencial», mediante el cual el lector oscila vertiginosamente entre la ficción y la realidad, la vida y la muerte, el sueño y la vigilia, el amor y el olvido… Y hemos dicho la palabra clave: espejo.

            El objetivo último de Macedonio es causar una «conmoción conciencial», y la conciencia ha sido comparada felizmente con un espejo, como que la reflexión no es otra cosa que «reflejo». La «conmoción», Macedonio la logrará provocando en el lector la misma sensación que experimenta un hombre que se encara con un espejo.

            Macedonio nos dice al principio que su aspiración es lograr que el lector se salga de su yo, pero, a la vez, propone un método paradójico para la realización de ese distraimiento: la conciencia aguda del lector de que lee una novela. Luego, Macedonio sugiere que ese es el único modo de causar en el lector una conmoción conciencial, una crisis de conciencia; pues bien, esta y no otra es la experiencia de aquel que se encara obsesivamente con un espejo: primero se ve a sí mismo con fijeza, luego, como efecto de la excesiva concentración, comienza a desdoblarse, a enajenarse, hasta el punto de llegar a mirarse a sí mismo por los ojos de su propia imagen reflejada, de tal modo que el hombre tiene la espantosa sensación de que él no es él mismo, de que la imagen es más real que el modelo, y de que un simple parpadeo de la imagen lo extinguirá para siempre. Concentración-Distraimiento-Conmoción conciencial; o bien: Conciencia aguda-Inconsciencia-Conmoción conciencial, tal es la experiencia que propone Macedonio en sus prólogos «metafísicos». Y los prólogos son como espejos rotos que cuelgan de un hilo sutil (el de la vida), y que en su vertiginoso girar reflejan alternativa y fugazmente el rostro de un personaje a medio maquillar, el del autor inclinado sobre la hoja a medio escribir, y el del lector inclinado sobre la hoja a medio leer. Y esos espejos, que el autor hace dar vueltas como giraldas en medio de una tempestad, acaban por marear al lector en tal forma, que este acaba dudando si él es el autor, el personaje, o el lector, o acaso todos ellos, o ninguno, con lo cual sobreviene la idea de la nada, es decir, la auténtica conmoción conciencial. Pero esta idea es fecunda, porque sólo aquel que se piensa no existiendo, que por un momento se sueña inexistente, puede llegar a saberse existente de veras; sólo aquel que llegó al límite de la aniquilación, pero que no se disolvió en la nada, sabe que la nada no existe, que la muerte no es posible; desde la irrealidad es posible soñar la realidad, desde el «no ser» es posible tener una conciencia hipertrofiada del ser: «Sepa el lector que esta impresión, nunca hecha sentir por la palabra escrita, a nadie, esta impresión que se quisiera inaugurar con mi novela en la psicología de la humanidad, en la naturaleza de la conciencia de hombre, es una bendición para toda conciencia, porque esta impresión oblitera y liberta del miedo nocional o intelectivo que llamamos temor de no ser. Quien experimenta por un momento el estado de creencia de no existir y luego vuelve al estado de creencia de existir, comprenderá para siempre que todo el contenido de la verbalización o noción «no ser», es la creencia de no ser. El «yo no existo» del cual debió partir la metafísica de Descartes en sustitución de su lamentable «yo existo», no se puede creer que no existe, sin existir. En suma, el existir es igualmente frecuentado por la creencia del no existir como por la creencia de existir. Quien cree, existe, aunque su creer sea el de no existir; quien existe, puede efectivamente creer que no existe y alternativamente creer que existe».

            El lector de «El Museo de la Novela de la Eterna», deberá, pues, pasar por la prueba del espejo; deberá sufrir la más aguda conmoción a la que puede llegar la conciencia de un hombre, para, de ese modo, experimentarse como ser inmortal; para «serse», diría Unamuno. Y a propósito de Unamuno, no es extraño que el autor de «Niebla» nos confiese que una de sus experiencias «metafísicas» más agudas fue la de pasarse cierta vez casi una hora frente a un espejo, soportando con entereza ejemplar la congoja de «ser y no ser» alternativamente. De la misma manera, el lector de la novela de Macedonio, siente de súbito que su pupila ha dejado de ser una gota de tinta en el vidrio que lo refleja, y que se ha ido agrandando hasta convertirse en un cráter negro y profundo en la luna del espejo; un cráter abisal en el que él mismo ha comenzado a caer de espaldas al vacío, vertiginosamente,  viendo cómo su cuerpo, que se aleja, permanece hueco e impertérrito en el ficticio mundo de los hombres. Y si acaso el infortunado lanza un alarido interno, entonces la voz resuena como en el fondo de una caverna, y el eco se pierde en no se sabe qué agujero de la sombra.

            Hay infinidad de cuentos y leyendas acerca de hombres cautivos en espejos. Unamuno y Borges han tratado el tema con maestría, lo mismo que Conan Doyle en su cuento «El Espejo de Plata». Pues bien; tal es el genial y terrible plan que Macedonio Fernández ha urdido con su «Novela de la Eterna»: atrapar al lector, conquistarlo, adormecerlo por un instante para que de pronto (en una fantasmagórica noche de luna llena), despierte, aturdido, en medio del palacio de la novela, más concretamente, en el salón vertiginoso de los espejos, en donde, cada noche, los personajes  llevan a cabo su eterno baile de máscaras. El lector que amanezca en semejante ámbito, sepa que el autor lo ha conquistado, que con sus «giralunas» lo ha hipnotizado, que la calavera trágica de la luna se lo ha tragado. Llegar a entender la «Novela de la Eterna», es reflejarse en un espejo sin fondo… Pero el autor ha hecho su advertencia. En uno de los prólogos, en una de las antesalas (o antecámaras) del palacio, Macedonio ha escrito estas palabras fatales: «… y será novelesco un lector que la entienda. Tal lector se hará célebre, con la calificación de lector fantástico. Será muy leído por todos los públicos de lectores… este lector mío».

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