¿Esperanza del Mundo?

El primer hombre se tendió, agobiado de soledad, en la tierra húmeda, y se hundió en las arenas movedizas del sueño. Se sumergió hasta las subnapas del alma, en donde el deseo moldea a su antojo la arcilla tibia del pensamiento, y la imaginación del durmiente se pobló de imágenes inusitadas: una colina blanca nimbada por una luna sangrienta, una rosa púrpura orlada de estrellas de oro, una tempestad en el mar y un remolino azul y abismático, una gacela perseguida por una fiera encelada… Hasta que un aroma como a pan recién horneado, o similar al que emana de la tierra después de la lluvia, lo sustrajo del sueño. El primer hombre abrió los ojos, ladeó levemente la cabeza, y supo, atónito, que alguien estaba tendido a su lado, alguien… una voz resonó en sus entrañas: «y vio Dios que era bella». El hombre miró ese cuerpo nuevo, y sintió, a una vez, pavor, veneración, desconfianza, repulsión, furor, ternura, odio, deseo, compasión… Y esa mirada primigenia se perpetuaría en las miradas futuras del varón de todos los tiempos, porque, al buen decir del filósofo: «en cada hombre se manifiesta el primer hombre»…

 

La mujer es es lo indefinible, lo incierto, lo impredecible, por eso Chesterton dijo que: «un hombre es un hombre, pero la Humanidad es una mujer». El varón ha mirado siempre a la mujer con perplejidad y contradicción. Para Tertuliano la mujer es «la puerta del infierno», para Dante lo es del cielo, para Balzac es «una esclava a la que hay que saber sentar en un trono», para Cervantes una «diosa», para Nietzsche «el reposo del guerrero», para Michelet «el diminutivo de la especie», para Goethe «lo que nos atrae hacia lo alto», para Kazantzakis «una alhaja del varón», para los místicos «la portadora de aromas», para Bierce un «animal que suele vivir en la cercanía del hombre», para Darío la poseedora del «perfume vital de cada cosa», para el misógino Schopenhauer «las mujeres son y serán las nulidades más cabales e incurables», para los poetas, un ser que «lleva el cuerpo en el alma», para Bossuet «el hueso supernumerario del varón», para Freud «niños malogrados»…

 

El Temor

El varón le teme a lo desconocido, y cree exorcizar las fuerzas ocultas maldiciendo contra ellas. Por eso Kierkegaard huyó de Regina Olsen y maldijo al género femenino diciendo: «¿quién ha sido genio, poeta, héroe o santo por influencia de una mujer?»… El filósofo se refería a la mujer «propia», claro; también dijo el compatriota de Hamlet que: «la desdicha de una mujer estriba en representarlo todo en un momento determinado y no representar ya nada en el momento siguiente». A su vez, Lord Byron escribió: «Las mujeres deberían ocuparse en los quehaceres de su casa; se las debería alimentar y vestir bien, pero no mezclarlas en la sociedad»; y Rousseau: «las mujeres, en general, no aman ningún arte, no son inteligentes en ninguno, y no tienen ningún genio»; y Clemente de Alejandría: «las mujeres deberían sentirse agobiadas de vergüenza al pensar que son mujeres»; y así como Platón agradeció no haber nacido mujer, Aristóteles dijo que «la gloria de la mujer se cifra en su silencio»; y Pitágoras había dicho: «El principio bueno crea el orden, la luz, el hombre; el principio malo crea el caos, las tinieblas, la mujer»; en la antigüedad los judíos repetían: «bendito seas, Adonai, por no haberme creado mujer»; y en el Eclesiastés puede leerse: «entre mil hallé a un hombre, mas una mujer entre todas, ni una hallé»; los mongoles Nakka, por su parte, solían matar a las niñas al nacer, con la esperanza de que luego renacieran varones, y en los libros antiguos como el de las leyes de Manú y Solón, el Levítico, el Código Romano y el Corán, la mujer aparece como un ser sin derechos, despreciable…

El temor del hombre hacia la mujer no es un temor vulgar, es, en el fondo, un «santo» temor, como el que se tiene por Dios mismo. Cuando a la mujer se la niega, se la maldice, y se la ignora, es porque se le teme. A todo poder oculto se le teme por poderoso y por oculto. El hombre, ser racional por naturaleza, esto es, orgulloso, lucha contra lo que no puede dominar, y no se domina lo que no se comprende. Pero, ¿cómo comprender que la fuerza devastadora de la mujer radique en la debilidad? Para el varón orgulloso, el amor, la compasión, la dulzura, el perdón, es debilidad, o sinónimo de pusilanimidad, y sin embargo, el varón suele sucumbir ante ese absurdo poder de «lo femenino», y por eso el sabio chino Lao Tse escribió: «el agua le puede a la roca, lo femenino domeña lo masculino», y Bierce, en su Diccionario del Diablo dio la siguiente definición de la Debilidad: «facultad innata de la mujer tiránica que le permite dominar al macho de la especie».

Pero no sólo se le teme a la mujer por su «poder oculto». El temor del hombre hacia la mujer es, en el estricto sentido de la palabra, «pánico», porque la mujer, en cuanto tal, está más cerca de las fuerzas imponentes de la Naturaleza que el varón, más cerca de la Tierra maternal y nutricia, del Todo, del dios «Pan», y de las fuerzas infrahumanas y ultraterrenas que se disputan el alma del hombre.

 

La bruja y la hembra.

La mujer está abierta a los poderes mágicos y demoníacos del Cosmos, como que «la mujer es el principio religioso de la naturaleza humana», por el simple hecho de que la mujer vale esencialmente por lo que «es», mientras que el hombre tiene que «hacer» para «ser». En la esfera religiosa, al decir de Evdokímov, el sexo fuerte es la mujer, tanto en sentido positivo como negativo (la sibila y la bruja) Es notable, por demás, que en la mitología antigua el Hombre caiga en su lado femenino: Eva y Pandora. A nada le teme tanto el varón como a la mujer endemoniada, a nada le teme más el niño que a la bruja: Medea, Circe, Lady Macbeth, son algunos nombres significativos, así como en la mitología hay que pensar en Medusa y Las Erinias. La bruja es la que puede sublevar todas las fuerzas destructoras del cosmos contra una persona o una comarca (pero es también la que puede hacer de un sapo un príncipe, y de un empleado público un poeta excelso, y entonces la bruja llámase «hada») Mientras que la mujer endemoniada en sentido positivo, es decir, endemoniada por un «daimon» y no por un demonio, es la sibila, la profetiza, la sacerdotisa, y aquí el nombre más representativo es Casandra, la troyana raptada por Agamemnón, rey de los Aqueos.

El varón le teme a la mujer-bruja, a su hechizo diabólico o «maleficio». Pero también le teme a la mujer-hembra, al hechizo del «bello sexo», el cual es como una fuerza magnética, como un «agujero negro» del espacio capaz de absorber la energía del mundo; y entonces puede definirse a la mujer del siguiente modo: «monstruo de dos bocas: con la una come, con la otra devora». Y esto ocurre cuando el hombre queda atrapado en la telaraña de la sensualidad, y la mujer es la «viuda negra» que engulle al varón luego de sorberle el alma con un beso lascivo. La debilidad del varón se convierte en la fuerza de la mujer. Es el caso de Dálila que quita la fuerza al leonino Sansón cortándole la cabellera; Rubén Darío escribió: «Deje Sansón de Dálila el regazo/ Dálila engaña y corta los cabellos/ no pierda el fuerte el rayo de su brazo/ por ser esclavo de unos ojos bellos». Y Lucrecio, el filósofo latino que, según la tradición, se quitó la vida por culpa del deseo insaciable, dijo que si la lujuria arrastra al varón, «no hay artificio que venza su mal», y aconseja huir de los favores de una sola mujer, pues «evitar ser atrapado en las redes del amor es menos difícil que librarse de ellas una vez que se ha caído y romper los nudos que Venus ha atado tan fuerte»; y Fray Luis de León, a su vez, aconsejó la huida al varón apasionado, porque «sólo aquel que huye escapa». Pero el que mejor ha representado el amor voraz de la mujer hembra, y la huida victoriosa del varón de ese «paraíso artificial» que es el cuerpo femenino, ha sido Virgilio en el Libro IV de la Eneida: Eneas, olvidado de sus «destinos», «no quiere esforzarse por lograr la propia gloria», puesto que Dido lo retiene a su lado, pero un dios le recrimina al héroe su debilidad, y Eneas apareja «en secreto» las naves para huir de los dominios de la cartaginesa que, «resuelta a morir, levanta el oleaje inconstante de su resentimiento»; entonces Eneas exhorta a sus compañeros con estas palabras: «Despertad, hombres, y aplicaos a los remos; desplegad rápidamente las velas. He aquí que un dios me impulsa de nuevo a acelerar la fuga y a cortar las retorcidas amarras».

El Patriarcado.

Según los mitólogos, en algún tiempo remoto existió una ginecocracia o matriarcado en virtud del culto a la Madre-Tierra y al desarrollo de la agricultura, que habría sido un invento femenino. Se supone que fue una época en la que el elemento cósmico, instintivo, impersonal, se impuso sobre la razón, el orden, y la voluntad. Fueron los tiempos en que la mujer se identificó estrechamente con la Madre-Tierra: Isis reinaba en Egipto, Istari Manu en las orillas del Eufrates, Astartés en Canaán, Cibeles en Asia Menor, Durga en Bengala, y Gea en Grecia. Pero luego el hombre se emancipó del poder demónico de la mujer, y la sojuzgó para escapar a su poderío caótico; la mitología registra esta mutación histórica con claridad: en Creta surge el Minotauro; en Egipto, frente a Isis aparece Horus; frente a Astartés, Adonis; frente a Cibeles, Atis; Ra, Zeus y Júpiter reinan en forma absoluta.

Desde entonces la cultura ha sido masculina: «son los hombres -afirma Simmel- los que han creado el arte y la industria, la ciencia y el comercio, el Estado y la Religión». En Medio Oriente el Islam guerrero es netamente masculino, mientras que en Occidente prima el modelo del «homo faber», del hombre que crea instrumentos para dominar y transformar al mundo. Con el patriarcado sobreviene la racionalización de la existencia, y la exaltación de la fuerza como la más alta virtud. La palabra griega «areté» (virtud) proviene del vocablo «aner» (macho), y la misma palabra latina «virtus» (virtud) proviene de «vir» (varón). En la Grecia antigua las figuras del héroe y el filósofo señorean sobre las figuras de la madre y la esposa (y es significativo que en la tumba de Esquilo no se hiciera ninguna alusión a su obra poética, sino que se escribiera tan sólo: «Luchó en Salamina») En el Imperio Romano, práctico y belicista, la mujer es considerada «res» (cosa), y el varón tiene derecho sobre su vida. En la Edad Media, con el culto a la «bella dama» creado por los trovadores, la mujer se convierte en religión, pero la bella se vuelve una realidad tan etérea e ideal, que el varón no tarda en caer en la más violenta desilusión, y se propaga la herejía de los cátaros, que considera a la mujer como a una hija de Satán. El drama de la mujer radica en gran parte -ha dicho Evdokímov- en este estar siempre más allá o más acá de su verdad: bruja o hada, loba o ángel.

En el Renacimiento, no obstante la afición de los artistas por los Gigantes y los Titanes, sopla un viento cargado de platonismo y de gnosis que hace flamear triunfante la cabellera femenina, aunque también con «aire irreal» (Vittoria Colonna y Lucrecia Tornabuoni se destacan entonces como talentos literarios). Pero a partir del siglo XVII, con Francis Bacon, Galileo  Descartes… el pensamiento del hombre se convierte en un conocimiento natural y racional. El mundo comienza a ser entendido en términos «mecánicos». Y aún cuando en los salones de esa época las mujeres tienen una notable influencia en la vida política y social (Mme de Sévigné, Mme de Pompadour), el papel de la mujer es reducido en extremo. Por su parte, el movimiento romántico de los siglos XVIII y XIX vuelve a hacer de la mujer un «vago fantasma de niebla y luz» (Bécquer), y Europa continúa siendo belicista bajo el signo romántico del «superhombre», que es el héroe que está «más allá del bien y del mal». Nietzsche propaga el ideal de la «dureza», y acusa al cristianismo de querer afeminar al mundo con su doctrina de humildad y mansedumbre…

La emancipación de la mujer es ciertamente tardía. En América, es en 1849 que una mujer obtiene el título de médico, y recién a fines del siglo XIX se instaura en Francia la enseñanza secundaria para las mujeres (Marie Curie es la primera en obtener una cátedra universitaria) Ahora bien;  ¿la situación de la mujer en la historia se explicará absolutamente desde la idea de «patriarcado», o existirá además alguna razón profunda relacionada con la condición femenina?

 

Esposa y Madre.

«La mujer es un ser de naturaleza reclusa» (Simmel). Descansa en sí misma. Su alma es unitaria: «Aveces toda soy cuerpo/ aveces toda soy alma», dice Delmira Agustini; y Juana de Ibarbourou: «Hoy tengo el alma gris y desmelenada». El hombre debe «hacer» para «ser», en cambio la mujer… «Mujer, que eres mujer porque eres bella», dice Banch. Y no se refiere el poeta a la belleza física, sino a la belleza de la condición femenina. En la mujer, el gesto está cargado de espíritu; la distinción entre lo subjetivo y lo objetivo es en ella relativa. Hay una cohesión entre el cuerpo y el alma. Simmel, el hombre más sutil de Europa, como lo llamó Ortega, escribió: «Las formas curvas aluden más a la belleza que las formas esquinadas, porque se desenvuelven en torno a un centro, y de esta suerte nos presentan una imagen concreta de la cerrazón en sí, que es la expresión simbólica de la naturaleza femenina». En este sentido, la mujer está vuelta hacia sí misma, es un ser «velado», piénsese en la viuda, la religiosa y la novia. Y porque la mujer halla en sí su morada, es precisamente ella la creadora del hogar, que es «la hazaña cultural» del sexo femenino. Y como en el hogar se forman los hombres, el varón es, en gran medida, la obra de la mujer. La mujer está detrás del varón, porque es la fuerza formadora, es decir, impulsora; pero también está delante, porque «todo lucha del hombre va a tu beso/ por ti se combate o se sueña» (Darío), recuérdese a Quijote y a Dante. Pero por sobre todo, está junto al varón: «Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado» (Cantar de los Cantares); «Pues donde yo soy tuyo,/ es cuando soy completamente mío» (Miguel Angel); «Me siento el varón completo/ que hasta que te hallé no fui» (Miguel Hernández)…  Ni el hombre sin la mujer, ni la mujer sin el varón. Sin la mujer, el varón se deshumaniza pues queda a merced de la ciencia y la técnica, de la lógica y la fuerza bruta, de la incredulidad y la fugacidad; sin el varón, la mujer queda a merced de «la corriente oscura, inconsciente e impersonal que circula en ella» (Berdiaef).

Lo que debería reclamarse, pues, es la igualdad de los derechos, mas no la igualdad de los sexos, puesto que no son lo mismo. Si la mujer pretende recuperar su dignidad renegando de lo que le es propio por naturaleza, entonces está perdida, y el varón con ella. Si la mujer renuncia a su esencia «maternal», no hay futuro posible. La madre es la que engendra, forma, protege, conserva. La mujer ha ido ganando, y con pleno derecho, su lugar en todos los campos de acción del mundo moderno: laborales, científicos, deportivos, artísticos… Pero cuando la mujer olvida que su mejor invento es el hogar, la liberación se convierte en esclavitud, y la mujer, valga la paradoja chestertoniana, queda como encerrada fuera de su casa, y lo mismo le ocurre al hombre: el mundo se vuelve una cárcel. El hogar es el ámbito de la libertad: allí la mujer es «ama», y el hombre «señor», pero es también donde ambos pueden ser niños si les place. Chesterton escribió: «Muchos de nosotros vivimos públicamente como muñecos públicos sin rasgo alguno, imágenes de pequeñas abstracciones públicas. Sólo cuando atravesamos la puerta privada y abrimos nuestra puerta, entramos en tierra de gigantes»; y también: «Es induddable que la familia está hoy en terribles desventajas, luchando por la vida y casi hecha pedazos por las fuerzas del capitalismo y el materialismo». Sin hogar, la mujer, el varón, y la prole, son parias que vagan a ciegas en la vorágine fugitiva, impersonal, erótica, de la multitud; vagan a ciegas: por la puerta del hogar se sale al mundo, pero por la ventana del hogar se «ve» el mundo, y se lo comprende, porque se lo soporta, y entonces hasta puede volverse amable. Sin hogar, la sexualidad degenera en erotismo egoísta y fugaz por no estar subordinada a un compromiso perdurable, por ser un acto de posesión y no de entrega… en suma, por ser un fin, en vez de un medio para la unión conyugal, el conocimiento, y la procreación. Ya lo ha dicho Víktor Frankl en nuestro tiempo: el placer genuino es algo que se da por añadidura, pero si se lo busca directamente, se escapa, y la mujer termina «dejándose hacer» por tedio, mientras que el varón hace el amor «con el sudor de su frente»… pero el amor no es algo que pueda hacerse, porque no es «algo», sino «alguien».

Pandora.

El mito griego de Pandora es de una actualidad asombrosa. Zeus crea a Pandora, la mujer sin alma, para castigar la ambición de poder de los hombres, y envía a la bella al mundo con un cofre que contiene todos los males imaginables: Pandora abrirá el cofre ante el primero que la desee, y éste será, significativamente, Epimeteo, hermano de Prometeo, el titán rebelde. Una breve interpretación nos puede dar la dimensión de profundidad del mito: resulta bastante inverosímil que Zeus, el dios de dioses, el amante de los hombres que llega a derramar lágrimas de sangre por la muerte del héroe troyano Héctor, invente una mujer sin alma para castigar a la humanidad impía. Vale suponer que el real significado del mito es que Pandora posee un alma, pero es como si no la tuviera por culpa del varón que la desea sin amarla, que quiere poseerla como a un objeto inanimado. Claro que Epimeteo cae por la debilidad de Pandora, de modo que la culpa es compartida. Epimeteo cae, y el cofre de Pandora (la pasión desordenada) se abre, y se propaga sobre la humanidad (la descendencia) el Vicio, La Enfermedad, la Vejez, la Pasión… Sin embargo, en el fondo del cofre (cuando se habla de «fondo» es inevitable pensar en el órgano de la afectividad) queda oculta la Esperanza… la Esperanza -suponemos- de Pandora de volver a tener un alma, esto es, de ser amada, y también la Esperanza de Epimeteo de dejar de ser un desalmado, es decir, de llegar a amar a Pandora. Pero aquí lo más misterioso es que sea Pandora, y no Epimeteo, la portadora de la sagrada Esperanza… ¿Acaso la mujer, en virtud de su singular condición metafísica, tiene una misión salvífica en la historia humana?

Con la caída de las grandes ideologías y el agotamiento de la razón, es posible que la mujer cumpla un papel protagónico en los tiempos venideros. Para que esto ocurra, es preciso que la mujer comience a hablar, también, de «igualdad de deberes», de lo contrario, se masculinizará y habrá fracasado.  Pero si no reniega de su esencia, tal vez asistamos al renacer de una Era nueva de la humanidad, más pacífica, intuitiva y religiosa. La única condición es que el hogar vuelva a ser el centro «cultural» por excelencia, y la familia, el cimiento de la civilización. Y si la ventana hogareña es el ojo por el cual la mujer y el varón ven el mundo y lo comprenden, cabe recordar que las ventanas sólo se abren desde adentro… como los corazones.

 

 

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