Argentina profunda

He aquí la piedra del escándalo. ¿Qué es lo argentino después de todo? ¿Dónde debemos buscar el alma de nuestro país, su mismidad, aquello que lo vuelva amable a nuestros ojos, y admirable, y digno de nuestro celo creador? ¿No es la queja de los argentinos la ausencia de tradición e identidad? ¿No eligieron morir Borges y Piazzolla el uno en Suiza y el otro en París?… Sin embargo, son dignos de pena los que abandonan el país en busca de paraísos artificiales, para acabar muriendo en tierras extrañas, lejos de los seres amados, de las calles y casas conocidas, y del cielo y la tierra que los vieron nacer. Pero ya lo dijo el poeta Baudelaire: “El mundo es como un hospital en el que cada enfermo cree que estará mejor en la sala de al lado”.

Basta con ablandar la mirada, y suspender el habitual recelo contra nuestro país, para entrever sus dones reales, condición ineludible para iniciar un cambio decisivo de mentalidad. No recurriré a datos ni estadísticas, que es el vicio de la cultura moderna, sino que haré referencia a lo que todos saben.

Argentina ha sido y es una casa de puertas abiertas. Un hogar para los extranjeros desesperados y los apátridas. Cuando las guerras empujaron a los europeos fuera de sus tierras, el nuestro fue el país hospitalario del mundo. Italianos, españoles, rusos, franceses, alemanes, eslovenos, y tantos otros, hallaron aquí hogar y refugio, trabajo digno y humana comprensión. Nadie los miró como a usurpadores, ni les impuso condiciones degradantes, ni les marcó un plazo de permanencia: sus hijos, y nietos, y bisnietos, podían vivir y morir aquí como hijos naturales de esta tierra, sin sufrir jamás agravio alguno por su idioma y origen, por su raza o religión. ¿Quién no oyó alguna vez la gratitud emocionada de algún inmigrante que lo había perdido todo, y aquí halló una oportunidad para volver a vivir? De algún modo, es lícito decir que el sueño de la Comunidad Europea sólo se ha hecho realidad en el seno de nuestro país. Esto, que para los argentinos es una cuestión de lógica humanitaria, es en realidad algo extraordinario que responde a la magnanimidad propia de nuestra nación. Y magnanimidad es universalismo, apertura generosa, receptividad humilde y prodigiosa (y receptivo es el joven y el sensible, el bondadoso y el ávido de conocimientos).

Por su hospitalidad, y otras razones de índole histórica, Argentina es el país europeo de Latinoamérica. Pero he aquí que Europa ya no es un referente cultural válido, y el argentino puede al fin dejar de mirar al viejo Continente como a un monstruo sagrado (causa primera de su crisis de identidad), para comenzar a mirar a América Latina como a su verdadero Continente, y así realizar en un plano más verdadero su vocación universalista.

Argentina es el país europeo, pero es un país latinoamericano. Afirmación obvia que no hemos meditado bastante. Hablar despectivamente de “latino-americanización” cuando hacemos referencia a los aspectos negativos de nuestro país, es algo tan injusto como absurdo, y deja en evidencia un pecado de orgullo que es preciso señalar.

Universalidad. Virtud nacional por excelencia. Pero no la única. En nuestro país la familia es todavía la institución más valorada, y no por espíritu conservador, sino porque se tiene en alta consideración el orden de los afectos. Incluso las familias divididas intentan preservar a toda costa los lazos primordiales (de padres e hijos), y no dejan de juzgar la unidad perdida como un hecho desgraciado. En otros países, en cambio, el divorcio es visto como una consecuencia inevitable de la fragilidad y futilidad de las relaciones humanas, y este cinismo vale tanto para el matrimonio como para la concepción: mientras que en la Argentina proliferan los colegios de un modo notable, en Europa hay cada año menos niños, y el número de docentes desocupados crece a un ritmo veloz. “El secreto de Europa es que no ama ya la vida”, confesó el pensador francés Albert Camus hace más de cincuenta años. Puede afirmarse lo contrario de nuestro país, en donde el respeto por la familia y el cultivo de la amistad, denota una confianza en el prójimo que es confianza en la vida misma, y una mirada abierta al porvenir. ¿De qué les sirve a los países más avanzados todo su progreso material, su eficiencia, y su puntualidad, si olvidan el espíritu, yerran en lo que más importa, y llegan tarde a la felicidad?

La capacidad de trabajo. He aquí otra virtud. Los argentinos hacen grandes sacrificios para prosperar. Especialmente los de la clase media. Y si deben tener dos o más ocupaciones no dudan en asumir el desafío, extendiendo los horarios de la jornada laboral y robando horas al sueño si es necesario (esta cualidad del pueblo argentino agrava la responsabilidad de los políticos, y de los empresarios influyentes).

La efusión del ánimo. El argentino posee un temperamento caluroso, es dado a la expresión de los sentimientos, e inclinado a la solidaridad, o mejor aún, a la caridad. El solidario es el que posee conciencia de su compromiso social. El caritativo, en cambio, tiene conciencia humana antes que humanitaria, y asiste a la persona antes que al ciudadano. En otros países hay mayor compromiso social que en el nuestro, pero que allí nadie sufra un accidente callejero, porque se verá librado a su suerte hasta que le llegue la ayuda oficial. En la Argentina, efusión anímica y bondad espontánea se corresponden. Por demás, y a propósito de la generosa efusividad de nuestro pueblo, es famosa la calidez del público argentino (cualidad nacional que cifra varias de las virtudes que destacamos: hospitalidad, receptividad, e intensidad afectiva).

El talante creativo. Por naturaleza, el argentino no es estructurado, y le rehuye a las actividades mecánicas. Fiel a su sangre latina, no rige su conducta según esquemas, códigos, o protocolos asfixiantes, y encuentra placer en superar dificultades valiéndose de su ingenio pertinaz. El individualismo y la improvisación son el lado flaco de esta virtud, pero ocurre siempre que una persona, así como una nación, posee los defectos de sus virtudes: el racionalista es ordenado, previsor, y sabe trabajar en equipo, pero carece en general de iniciativa, y las situaciones adversas lo ofuscan. El creativo, en cambio, es emprendedor y ocurrente, pero cae fácilmente en la dispersión por falta de método y sentido de cooperación. A partir de la reflexión sobre sus talentos, la Argentina puede pensar positivamente en los defectos que empañan su autoestima e inhiben su voluntad de crecimiento.

La fe. Argentina es un país piadoso, en el vasto y noble sentido de esta palabra. Y no es “clericalista” como España, sino creyente sin más. Su fe no es institucional o dogmática, sino viva y fervorosa. La peregrinación a Luján, la devoción por San Cayetano, el culto mariano en San Nicolás, las cadenas del Rosario, son sólo algunos signos del espíritu naturalmente religioso de nuestro país.Está a salvo, por tanto, de los dos peligros que acechan a las naciones escépticas: la superstición del progreso indefinido hasta la realización de una sociedad perfecta (superstición que justifica la tiranía y el crimen ideológico puestos al servicio de la causa revolucionaria, o paraíso futuro), y la superstición de la absoluta miseria humana (que justifica la corrupción sin freno de los poderosos, y la insurrección de las masas movidas por un odio devastador).

Argentina es muy pobre culturalmente si se la compara con la vieja Europa, pero Europa es muy pobre espiritualmente si se la compara con la nueva América Latina, a la que Argentina pertenece de modo entrañable. La universalidad, la madurez afectiva, el talante creativo, y la fe, son algunas de sus reservas humanas, y, en un sentido más profundo y extenso que el conocido, puede decirse que Latinoamérica es hoy el granero del mundo. Sólo se trata de que nos volvamos con sano orgullo sobre nuestras virtudes nacionales, para iniciar una revolución desconocida hasta entonces. Será, en un principio, una revolución espiritual y del pensamiento, porque en las actuales circunstancias, una prosperidad material acelerada implica poner en riesgo la propia soberanía, y porque todo cambio de fondo comienza por la rebeldía de fuerzas interiores.

Espíritu patriótico y compromiso político, apertura a Latinoamérica y afianzamiento de los valores propios, guerra a la mediocridad y aunamiento de voluntades e inteligencias. Y sobre todo, redescubrimiento de la Argentina profunda que nos da identidad, y justifica los esfuerzos de superación. Esta es nuestra urgencia, y nuestra misión colectiva. Y el progreso material será una ulterior consecuencia.

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