Karol Wojtyla

Muerte de Juan Pablo II

En la mañana del viernes 1 de septiembre de 1939, las sirenas de Cracovia empezaron a sonar frenéticas. Anunciaban el ataque de los bombarderos alemanes, losplateados stukas, que ya descargaban sus bombas sobre la ciudad indefensa. La gente corría en busca de refugio. Hombres y mujeres cerraban puertas y postigos, y metían a sus hijos en los sótanos o debajo de las camas. Los autos quedaban abandonados en medio de la calle, y un puesto de frutas fue atropellado por un camión descontrolado. Las naranjas del puesto rodaron cuesta abajo por una calle empedrada, por la que ascendía sereno, y como ajeno al peligro, un joven de 19 años. Era alto, de pelo rubio espeso cortado recto en la nuca, tenía una gorra gris con visera que le hacía sombra sobre los ojos azules, y avanzaba con las manos en los bolsillos grandes de su chaqueta campesina. Cuando acabó de subir la pendiente, el joven entró en la Catedral de Wawel para asistir “religiosamente” a la misa de esa jornada, y vio que en el templo no había nadie, excepto Kazimier Figlewicz, el párroco, que por la ausencia de los fieles, ya casi se había resignado a no dar misa esa mañana. El párroco abrazó efusivamente al fiel devoto Karol Wojtyla, y cumplió con sus deberes sacerdotales. Muchos años después, Figlewicx recordó aquel día de este modo: “Esa primera misa de guerra, ante el altar de Cristo Crucificado, y en medio de los aullidos de las sirenas y los estallidos de las explosiones, se ha grabado para siempre en mi memoria… ¿El actual Santo Padre, la recuerda todavía?”.

Polonia fue finalmente ocupada por los alemanes, y Karol debió trabajar como obrero en la Planta Química Solvay, que obtenía piedra caliza de una enorme cantera de la aldea de Zakrzowek. Su primera tarea, junto a otros cientos de obreros, fue tender vías férreas entre esa aldea y la Planta Industrial, lo cual era algo extenuante, sobre todo en invierno, que la temperatura descendía a treinta grados bajo cero. Pero Karol no se quejó jamás, y hasta encontró fuerzas para seguir dedicándose a sus pasiones: el teatro, la oración, y la lectura. Traducía a Sófocles del griego antiguo, escribía piezas teatrales y poemas, y asistía a la Facultad de Filosofía, pero a pesar de su incesante actividad, y de su participación en grupos de intelectuales y artistas de Cracovia, algo había que lo distinguía de los demás. Kydrynski, su gran amigo de aquel entonces, lo recordó de este modo: “No obstante su inmenso sentido del compañerismo, y su disposición a unirse a nuestras vidas de estudiantes, Karol era mucho más serio que nosotros, un poco cerrado en sí mismo, como si estuviera meditando sobre problemas que nos sobrepasaban. Todos podíamos sentirlo”. Y un día, en la facultad, un bromista le dejó una tarjeta en su asiento que decía: “Karol Wojtyla, aprendiz de santo”.

Cuatro años trabajó Karol en la Planta. En ese tiempo perdió a su padre y a su único hermano (su madre había muerto cuando él tenía ocho años), y entró al seminario teológico secreto para ser sacerdote. Tenía apenas veintiún años cuando quedó huérfano y entró al seminario, y a pesar de las circunstancias adversas (o en virtud de la adversidad más bien) templó su voluntad en el trabajo y el estudio, y se volvió tempranamente seguro de sí mismo, madrugador, obstinado en sus quehaceres, y más devoto que nunca de San Estanislao, el obispo mártir de Cracovia.

En esos años esforzados, Karol desarrolló una capacidad de trabajo extraordinaria que sostendría toda su vida: cuarenta años después, su ventana, en la fachada del Palacio Apostólico contiguo a la Basílica de San Pedro, sería siempre la última en quedar a oscuras. Sin  embargo, a pesar de su vida rigurosa, jamás perdió la suavidad del trato, y prueba de esto es que la supervisora de la cocina de la Planta, le ordenó a una cocinera que alimentara bien al obrero Karol, ya que: “este muchacho amante de Dios, es educado, muy talentoso, escribe poesías, y no tiene madre. Es muy pobre. Así que dale un pedazo de pan más grande, porque lo que le damos es lo único que come en el día”, según recordó Stefanía Koscielniakowa, la cocinera, años después. Karol, por su parte, no olvidó jamás la bondad de esa gente rústica, y a los obreros les dedicó un poema titulado La Cantera, en el que dice: “Los conozco, gente espléndida, gente sin modales ni formas/ Sé ver el corazón de un hombre sin mentiras, y sin fingimientos”.

A los veintiséis años fue ordenado sacerdote, y viajó a Roma para completar sus estudios teológicos. Pero después de un año y medio regresó a Polonia para recibir su primera asignación pastoral: hacerse cargo de la vicaría de la pobre parroquia rural de Niegowici, así como de las cuatro aldeas de los alrededores. Ninguna tenía agua corriente, desagües ni electricidad. Viajaba de aldea en aldea en un carro tirado por caballos, o a pie, para oficiar misa, bautizar, oír confesiones, visitar a los enfermos, bendecir los hogares… Y esto debía hacerlo muchas veces bajo la lluvia o la nieve copiosa. Karol le contó una vez a su amigo Malinski cómo era un típico día en Niegowici: “Sales con tu sotana, tu abrigo, y tu birrete por los caminos nevados. Pero la nieve se adhiere a tu sotana, después se derrite en los lugares cerrados y vuelve a congelarse afuera, formando un pesado cinturón alrededor de tus piernas, que se hace cada vez más pesado y te impide dar pasos largos. A la noche, casi no puedes arrastrar las piernas. Pero tienes que seguir adelante, porque sabes que la gente te espera, que han esperado todo el año este encuentro”.

Años después, Karol Wojtyla fue ordenado obispo, y luego cardenal, y por último, él, que fue huérfano en edad temprana, se convirtió en el padre espiritual de casi un billón de católicos al ser elegido Papa de la Iglesia Católica Romana a los cincuenta y ocho años de edad (el primer Papa no italiano en 456 años). Su titánica labor como Pontífice es conocida por todos: su cruzada contra el comunismo, su lucha contra la “cultura de la muerte”, su denuncia del “capitalismo feroz”, sus incesantes viajes pastorales, sus trabajos por la paz… Hombre de ideas fuertes en tiempos “livianos”, y de convicciones firmes en la Era del relativismo, concilió en su personalidad los aspectos más dispares, y fue a una vez poeta y político, viajero y contemplativo, místico y mediático, intelectual y amigo del pueblo, predicador y actor principal del drama del mundo, severo y afable, conservador y progresista, deportista y teólogo, asceta y amigo de la juventud, patriota polaco y pastor universal. Y así como con un rotundo “esperaré de pie” se negó a recibir sentado a los cardenales que lo debían felicitar en su primer día como Papa, cuando vio venir la muerte no se dejó postrar por los dolores físicos, y esperó de pie su última hora, hasta que su cuerpo no pudo más.

Y hoy, finalmente, las campanas de todo el mundo han repicado para despedir a Juan Pablo II. Sí, pero también, para darle el adiós a Karol Wojtyla, el joven sacerdote desconocido que iba por la nieve de aldea en aldea, con la sotana raída, las manos heladas, y el corazón como brasa incandescente por su fe ardorosa, y su abnegada vocación de servicio.

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