Expreso a la muerte

El primer convoy de la historia unió las ciudades mineras de Stockton y Darlington, en Gran Bretaña, a una velocidad de diez kilómetros por hora, un 25 de septiembre de 1825. Desde entonces, el tren se convirtió en alegoría del progreso, orgullo de la industria, símbolo de pujanza y osadía, y de la vida misma entendida como un viaje fascinante y con un destino final.

Los poetas, al contemplar esa máquina asombrosa que bufa y devora distancias, no vieron un tren sino un dragón “de fauces humeantes y cuerpo de serpiente”, o un león “con melena de centellas”, pero también, un medio para evadirse de la realidad sin otro esfuerzo que estarse sentado, y gozar de esa vivencia que Antonio Machado describió como “el placer de alejarse”. Un placer semejante al del lector que viaja con la imaginación sin moverse de su sitio, y al del espectador de una sala cinematográfica. En ambos casos se experimenta (como en un viaje en tren) el movimiento en la quietud, y el gozo de ver convertido al mundo en un espectáculo de imágenes cambiantes que sustrae al pensamiento de su monotonía habitual. Tal es así, que se llegó a definir al acto de leer como “el viaje de los que no pueden tomar el tren”, mientras que los hermanos Lumiere, pioneros del séptimo arte, realizaron filmaciones montados en un tren, y hasta eligieron como primera proyección de cine la imagen de una locomotora arribando a la estación de Ciotat.

Evasión sutil, sensación de liviano deslizamiento, ilusión de ir dejando el pasado detrás, experiencia de ver al mundo como un paisaje que huye mientras “yo permanezco”, sentirse en una dimensión sin espacio ni tiempo en donde todo está por suceder… El tren se convirtió en el siglo XIX en sinónimo de aventura y espectáculo sin igual. La ventanilla de un tren tuvo un atractivo similar al de la actual pantalla de cine (victoria sobre el tedio y la lentitud del vivir), y los vagones erráticos fueron el lugar “sin lugar” en donde todo lo extraordinario era posible: el amor romántico, la conversación filosófica, el crimen perfecto, o el viaje a una tierra de promisión. La sola mención del Expreso de Oriente o del Transiberiano, desataba en las mentes asociaciones fantásticas, y muchos escritores eligieron esos escenarios en fuga como ámbito ideal de sus cuentos detectivescos y sus novelas de pasión. ¿Qué mejor que un tren para el desarrollo de una acción vertiginosa?

Pero no sólo fue aliciente para la imaginación de literatos y cineastas. Con el tiempo el tren cobró nuevos sentidos e inspiró a filósofos, sociólogos, y hombres de ciencia. Para los marxistas, por ejemplo, el tren fue un símbolo evidente de la sociedad capitalista, al estar divididos sus vagones en diferentes clases: los de primera para la aristocracia, los de segunda para la burguesía media, los de tercera para la pequeña burguesía, y los de cuarta para el proletariado. Los filósofos, en cambio, no vieron en el tren un icono del capitalismo, sino un espejo fiel de la vida humana: cambiante y permanente a la vez, tensa hacia el futuro, y con esporádicas detenciones en el dolor y el placer: “Existir es viajar. Voy, de día en día, como de estación en estación, en el tren de mi cuerpo ¾escribió Fernando Pessoa¾, asomado a las calles y las plazas, a los gestos y los rostros, siempre iguales y siempre diferentes, como son al fin de cuentas todos los pasajeros. Sólo la debilidad de la imaginación justifica que uno tenga que desplazarse para sentir”

La ciencia, por su parte, supo valerse de esa máquina fabulosa para ilustrar una nueva teoría del universo. Albert Einstein, al elaborar su Teoría de la Relatividad, partió de la observación del movimiento de un tren para demostrar luego que el espacio y el tiempo son términos de medición relativos: “¿A qué hora se detiene Oxford en este tren?”, preguntó en viaje a la célebre ciudad universitaria, poniendo en práctica su teoría de un modo ingenioso.

Pero llegaría el día en que el tren dejaría atrás sus líricas y filosóficas sugestiones, para convertirse en símbolo de barbarie humana. Y esto sucedería en el año 1944, con las deportaciones de los judíos en trenes de ganado a los campos de exterminio nazi. El escritor judío-italiano Primo Levi describió ese horror de este modo: “Exactamente así: vagones de mercancías cerrados desde el exterior, y adentro hombres, mujeres, niños, comprimidos sin piedad, como mercancías en docenas, en un viaje hacia la nada, en un viaje hacia allá abajo, hacia el fondo. Y esta vez, adentro, íbamos nosotros.” Las imágenes de esos trenes de la muerte recorrerían un día el mundo, alterando para siempre la figuración del tren como algo idílico y apasionante. Y no sería más que el comienzo del trastornamiento de ese simbolismo.

Hace sólo unos días, el 11 de marzo de 2004, en Madrid, el corazón de España, el odio vil y prosaico de unos pocos renegados volvió a hacer del tren una alegoría del viaje al infierno. Una vez más, el tren dejó de representar el viaje al progreso, al estudio, al trabajo, a la aventura, a la conquista de horizontes nuevos, para transformarse en imagen de espanto y dolor inconcebibles. Los vagones destrozados por detonaciones en Santa Eugenia, El Pozo, y Atocha, con sus muertos y heridos dentro, sumieron al mundo en el estupor y la impotencia. Y muy en especial a nosotros, los argentinos, que por nuestra ligazón afectiva con ese país, sentimos como si los atentados hubiesen ocurrido aquí mismo, en Retiro o Constitución, o en cualquiera de las estaciones por las que nuestros trenes pasan día a día.

Por eso sabemos que hoy, en España, nada es igual. Porque allí donde estalla la  violencia homicida, queda todo como envuelto en un halo siniestro difícil de olvidar. En la atmósfera enrarecida por la muerte y la pólvora, ya no alientan los pensamientos lúcidos, ni germinan los sueños, ni suscitan interés las ciencias y las artes. Todo lo impregna el miedo. Una sensación vaga de pena y sinsentido agobia al espíritu y lo acobarda. Y aun cuando el tiempo transcurre y pasan los días, la desazón persiste, y al tomar un tren, el trabajador ya no se distrae mirando el paisaje huidizo, el escritor no imagina nuevos argumentos para sus obras, el estudioso de Einstein no puede concentrarse para repasar las teorías del genio, el niño no se ilusiona con obtener una réplica en miniatura del convoy en el que viaja. La realidad queda perturbada, arrancada de su bondad, y los brutales atentados contra vidas inocentes inducen a la mayoría a la tentación de no creer en ninguna justicia, y a desesperar. Y sin embargo…

Es preciso reaccionar. Olvidar las imágenes del terror. Reconstituir en la propia memoria al mundo de antes de la masacre para devolverlo a su quicio de orden y sensatez. Recurrir a esos versos medicinales que recitados como una letanía recomponen el alma, como los del poeta que rezan: “Hay no obstante que ser fuerte/ pasar todo precipicio/ y ser vencedor del vicio/ de la locura y la muerte”. Consultar los libros de esos sabios que conocen las tribulaciones del hombre, y también sus grandezas, como Séneca, Unamuno, y Lanza del Vasto. Y así, revestidos de una fuerza superior, volver a creer, a pensar, a rezar, hasta llegar a ver nuevamente en cada tren que pasa, o que abordamos, un símbolo de civilización, una alegoría de la vida humana, un expreso al mañana pacífico y venturoso… ¡Que no debe sernos arrebatado!

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