El Descenso de Rimbaud
En Torno a Una Temporada en el Infierno

Rimbaud (1854-1891) fue llamado -junto con Verlaine y Baudelaire-, «poeta maldito». En el siglo XIX, en Francia, el poeta debía optar entre ser un poeta maldito, esto es, un artista genuino, o un maldito burgués. Se era romántico o no se era nada. Y ser romántico siginificaba ser rebelde, orgulloso, solitario, melancólico… en suma, un titán, un semidiós desterrado en el mundo sublunar de los mortales, un ángel caído, un superhombre, un «raro» al decir de Darío, un inadaptado genial. Los modelos de los románticos fueron, entre otros:  Lucifer, que era el deicida, el parricida, el ángel más bello que -según los románticos- fue desterrado por su divino afán de alcanzar lo imposible, el supremo poder (así lo pinta Milton en «El Paraíso Perdido»); Prometeo, el titán que osó robar el fuego sagrado a Zeus, y fue castigado con un espantoso suplicio (Hölderlin lo erigió como modelo en su tragedia «Prometeo»), y Caín, el fratricida que -yendo más allá del bien y del mal-, fue desterrado del Edén y marcado en la frente con un estigma que lo convirtió en en paria del universo (Lord Byron lo erigió como modelo en su obra «Caín»)… El artista romántico se identificó con esos seres orgullosos, malditos, insatisfechos, desesperados, que se rebelaron o bien contra el orden cósmico, o bien contra el orden social establecido, condenándose a la marginación y al castigo eternos. El romántico pertenecía a una elite espiritual, a una raza de semidioses que despreciaba al hombre y al mundo por su insoportable pequeñez, por su asfixiante mediocridad. Ser un poeta maldito, pues, era, al cabo, una bendición, un distintivo de nobleza, un signo de superioridad, y Rimbaud, por su obra «Una Temporada en el Infierno», fue laureado con el bendito calificativo, y aún hoy es reconocido como un poeta romántico ejemplar.

Sin embargo, cabe preguntarse -a la luz de ciertos hallazgos del psicoanálisis-, si Rimbaud fue realmente un «poeta maldito», un romántico, o tan sólo un adolescente dotado de una sensibilidad extraordinaria, hipertrofiada, que supo expresar como nadie los conflictos propios de su edad. Debe tenerse en cuenta, antes que nada, que Rimbaud escribió toda su obra poética durante la adolescencia, y que, pasado ese tormentoso período de su vida, ya no volvió a escribir, mientras que los demás poetas malditos escribieron también -y por sobre todo-, en la adultez. Ciertamente, Rimbaud es un típico exponente del «adolescente rebelde» tal como ha sido descripto por el psicoanálisis, y hasta «el complejo de Edipo» -piedra de toque de esa ciencia- es lo característico de la personalidad del poeta, como que la homosexualidad era su culpa mayor: «¿Por cuál crimen, por cuál error he merecido mi actual debilidad?«.

Pero también cabe que nos planteemos un interrogante más osado aún: ¿será que no fue Rimbaud un adolescente típico en vez de un poeta maldito, sino que los poetas malditos, vale decir, los románticos, fueron típicamente adolescentes en su rebeldía, su orgullo, su instinto parricida, y su inadaptación?… O mejor; si la historia humana -tal como ha sido pensada por Herder, Vico, y otros filósofos de la historia-, puede ser comparada con la vida de un hombre, ¿será que el romanticismo representa el estadio adolescente de la historia de la humanidad?… ¿No es significativo que los personajes favoritos de los románticos, desde Shakespeare hasta Nietzsche y Dostoyevski, pasando por Alfieri, Goethe, Racine…, sean los parricidas y los deicidas? Pero esto merece, por cierto, un estudio aparte, de modo que nos limitaremos a rastrear los rasgos típicamente adolescentes en la obra de Arthur Rimbaud.

           

Rebelión y barbarie: el “complejo de Edipo”.

El adolescente es visto con frecuencia como un ser peligroso, como alguien que atenta contra la civilización, como un bárbaro al que hay que domesticar, «socializar»; como «una figura potente y amenazadora que atemoriza al adulto de quien otrora dependía para su subsistencia» (Anthony). En todas las épocas el adolescente fue visto como un peligro, y, según las especulaciones de Darwin y Freud acerca de la horda primitiva, «la amenaza contra el padre implicada por la entrada de los hijos en la adolescencia terminaba con el asesinato de aquél, a quien luego se devoraba» (Anthony). Y aún hoy en día la irrupción del hijo en el período adolescente, es considerada en el «organismo familiar» una «invasión peligrosa» (Urribarri).

El adolescente se opone a la cultura, al orden, a la belleza: «Pronto notamos que lo inútil cuya estima esperamos por la cultura es la belleza; exigimos que el hombre culto venere la belleza donde la encuentre en la naturaleza (…) Requerimos ver, además, los signos de la limpieza y el orden (…) la suciedad de cualquier tipo nos parece inconciliable con la cultura; esa misma exigencia de limpieza la extendemos también al cuerpo humano» (Freud). El adolescente, pues, es el enemigo de la belleza, el orden, y la limpieza, es el «bárbaro», el insurrecto, el archienemigo de la cultura; veamos con qué significativas palabras comienza la obra de Rimbaud: «Ayer, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde corrían todos los vinos. Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié. Me armé contra la justicia. Huí. Oh miseria, oh hechiceras, oh odio, a ustedes mi tesoro les confié. Logré desvanecer de mi espíritu toda esperanza humana. A toda alegría, para estrangularla, di el salto sordo de la bestia feroz. Llamé a los verdugos para morder, agonizando, la culata de sus fusiles, invoqué las plagas para ahogarme con la arena, la sangre. La desdicha fue mi dios. Me revolqué en el fango y me sequé con el aire del crimen. Y le juzgué buenas trampas a la locura. y la primavera me trajo el horrible reír del idiota (…) Desprendo estas hojas horribles de mi carnet de condenado».

Rimbaud se place en imaginar que es un primitivo, un salvaje, lo cual avala aquello de Hall de que «el desarrollo psicológico del ser humano, desde la infancia hasta la adolescencia, repite matatis mutandis el proceso evolutivo de la especie. Así, el individuo, al ir pasando por las diferentes etapas, desde la infancia a la adolescencia, va recorriendo las fases de estado animal, de menos a más evolucionado, antropoide, salvaje y civilizado» (Carretero). Rimbaud escribe con morbosa fruición: «Tengo de mis ancestros galos los ojos blancos y azules, la mentalidad mezquina y la torpeza en la lucha. Mi vestimenta es tan bárbara como la de ellos (…) De ellos tengo: la idolatría y el amor del sacrilegio. ¡Oh!, todos lo vicios, cólera, lujuria -magnífica, la lujuria-; sobre todo, mentira y pereza (…) No seré nunca una mano de obra. Por otra parte, la domesticidad lleva demasiado lejos»; y en su poema «Delirios 1», en el que se hace patente el complejo de Edipo, el «esposo infernal» exclama: «Me haré tajos en el cuerpo, me tatuaré. Quiero volverme horrible como un mongol: lo verás, aullaré en las calles. Quiero volverme loco de rabia. No me muestres alhajas, reptaría, me retorcería en la alfombra», y la esposa víctima dice a su vez: «Reconocía -sin temer por él-, que podía representar un peligro serio para la sociedad. ¿Tendrá secretos, quizás, para cambiar la vida? No, él no hace sino buscar, me respondía a mí misma (…) ¡Ay de mí! Dependí completamente de él (…) tristemente despechada, le dije algunas veces: te comprendo (…) Cuando ya no esté contigo te parecerá extraño todo lo que hemos pasado. Cuando ya no tengas mis brazos en tu cuello, ni mi boca sobre tus ojos (…) ¡Ah!, no he tenido celos de él. Creo que jamás me dejará. ¿Qué sucedería? No conoce nada ni trabajará nunca. ¿Su sola bondad y su caridad podrán darle derecho al mundo real? A ratos olvido la piedad en que he caído: él me hará fuerte, viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos en las aceras de ciudades desconocidas, sin inquietudes ni penas. O despertaré, y las leyes y las costumbres habrán cambiado gracias a su poder mágico; el mundo, aunque siempre el mismo, me abandonará a mis deseos, alegrías, descuidos»… De este modo Rimbaud transfiere a esa mujer a la que llama «virgen loca», su deseo de que el mundo cambie sus leyes para que el incestuoso amor entre la «virgen loca» (la madre), y el esposo infernal (el hijo), sea posible. Es evidente que la «virgen» del poema es la madre de Rimbaud idealizada, y por eso el poeta pone en boca de ella estas palabras: «¡Ay de mí, dependí completamente de él!»; por demás, hay una negación del incesto, y este es el motivo de que la mujer bese maternalmente al esposo «infernal», maldito, en los ojos, y no en los labios. Pero, no obstante su ternura, está manchada por el amor de su infernal esposo, al que ella ama para su desgracia: «Oh, divino esposo, Señor mío, no desaires la confesión de la más triste de tus siervas. Estoy perdida, borracha. Soy impura, ¡qué vida! ¡Perdón, Señor divino, perdón! ¡Oh, perdón! ¡Cuántas lágrimas! (…) ¡Con el tiempo conoceré al divino Esposo! ¡Nací sometida a él! ¡Ahora el otro puede golpearme!»; sin duda «el otro» es el mismísimo padre de Rimbaud, el cual -ahora que la madre ama al hijo-, puede castigar a la esposa infiel; tal es la fantasía del poeta. Y la mujer, a la que el poeta llama «compañero de infierno», continúa exclamando: «¡En este momento estoy en el fondo del mundo! ¡Oh, mis amigas!… No, no mis amigas… Nunca hubo delirios ni torturas semejantes… ¡Qué estupidez! ¡Ah, sufro, grito! Sufro verdaderamente. Sin embargo, todo me está permitido cargada con el desprecio de los más despreciables corazones»; Rimbaud quiere creer que la madre puede corresponder su pasión colocándose más allá del bien y del mal, y enseguida de esa exclamación transgresora, la mujer exclama, con violento desahogo: «En fin, hagamos esta confidencia y repitámosla veinte veces más: ¡tan opaca, tan insignificante! Soy esclava del Esposo infernal, del que ha perdido a las vírgenes locas. Es verdaderamente un demonio: no es espectro ni fantasma. Pero yo que he perdido la cordura, que estoy condenada y muerta para el mundo, ¡no me matarán!», el poeta transfiere a su madre el temor a que el padre se tome revancha por la incestuosa pasión del hijo, y por eso, ni bien ha afirmado la mujer que no la matarán, agrega: «Estoy enlutada, lloro, tengo miedo…»; y es así cómo el poeta compensa su terror enlutando a su madre, que no es otra cosa que un modo sutil y inconsciente de asesinar a su padre, al «otro», en su pensamiento. Las palabras con que la «virgen loca» continúa su clamoreo, confirman mi hipótesis: «Soy viuda… Era viuda… Pero, en verdad, fui un tiempo muy seria, ¡y no nací para volverme esqueleto!… El era casi un niño… Sus misteriosas delicadezas me fascinaron» (las delicadezas bien pueden ser las caricias de un hijo tierno); «Olvidé todos mis deberes humanos por seguirlo. ¡Perra vida! La verdadera vida está ausente. No estamos en el mundo. Yo voy a donde él va, es necesario. Frecuentemente él se encoleriza conmigo, yo, la pobre alma. El demonio. Es un demonio, saben, no es un hombre. El dice: ‘no amo a las mujeres’…», y aquí el poeta hace una confesión indirecta de su homosexualidad, tal como ya lo había hecho en páginas anteriores: «Volvamos a tomar los caminos habituales, cargado con mi vicio, el vicio que ha enraizado el sufrimiento en mi costado desde la edad de razón, que sube al cielo, me golpea, me derriba, me arrastra». Este vicio constituye su mayor tormento, y es la piedra angular de su rebeldía y su desesperación: «Sí, tengo los ojos cerrados a su luz. Soy una bestia, un negro…», en suma, un salvaje, un marginado, un condenado, un… demonio: «No se acerquen, huelo a quemado, es evidente», exclama en el paroxismo de la desolación.

 

            La angustia moral.

Acaso Rimbaud pertenezca al tipo libidinal «compulsivo», ya que el tipo compulsivo, al decir de Freud: «se singulariza por el predominio del superyó, que se segrega del yo en medio de una elevada tensión. No es gobernado por la angustia frente a la pérdida del amor, sino por la angustia de la conciencia moral». O tal vez pertenezca el poeta a algún tipo libidinal mixto, como el erótico-compulsivo; pero esta ubicación es, ciertamente, tarea de expertos. Lo que sí puede afirmarse sin ambages es que Rimbaud sufre un tormento moral, y la moral, de algún modo, es un producto social, tiene algo de institucional, de «cultural», de «estatal», por ende, de abstracto, y de hipócrita. No nace de la conciencia individual de los hombres, sino más bien, de la frivolidad, del vicio de «las apariencias sociales», del juicio condenatorio del que quiere mostrarse «limpio» mediante su enjuiciamiento de los defectos ajenos; la moral es más un engendro abyecto del puritanismo, que un hijo de la buena conciencia, la cual, cuando es buena, se ocupa de sí misma y no de la del prójimo. El siglo XIX es un siglo moral por antonomasia, está bajo el signo de la impía moral victoriana, y Rimbaud siente caer sobre sí el juicio de sus contemporáneos; y si a esto le sumamos la culpa que padece a causa de su vicio, y de su «crimen», es sencillo comprender qué grado de tensión sufrió su conciencia, y hasta qué extrema gravedad llegó su manía persecutoria: «Ahora estoy maldito, la patria me horroriza»; y sueña con huir de la cultura occidental que lo condena: «Mandaba al diablo las palmas de los mártires, los relámpagos del arte, el orgullo de los inventores, el ardor de los rateros. Regresaba al Oriente, a la sabiduría primera y eterna… ¡parece un sueño de grosera pereza»; pero el poeta no puede huir, no tiene autonomía, es muy joven y perezoso, y no sabría hacer nada, de modo que no tiene otra opción que sufrir el juicio de los hombres: «Pero la orgía y la camaradería de las mujeres me estaba prohibidas. Ni siquiera un compañero. Me veía ante una multitud exasperada de frente al pelotón de fusilamiento, llorando la desgracia de que ellos no hubieran alcanzado a comprender (…) Curas, profesores, amos, se equivocan entregándome a la justicia; yo no he pertenecido nunca a este pueblo; no he sido nunca cristiano, soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes; no tengo sentido moral, soy un bruto: se equivocan»; y en otro pasaje: «La vida es una farsa que todos debemos representar. ¡Basta! Llegó el castigo. ¡Marchemos! ¡Ah, los pulmones arden, las sienes retumban! ¡La noche rueda ante mis ojos, con este sol! El corazón… Los miembros… ¿A dónde vamos? ¿Al combate? ¡Soy débil! Los otros avanzan (…) ¡Fuego, fuego sobre mí! ¡Allá! O me rindo, ¡cobardes ¡Me mato! ¡Me arrojo a las patas de los caballos! ¡Ah!… Me acostumbraré»; y al final de su poema «Noche del Infierno», grita: «Muero de cansancio. Es la tumba: voy a que me devoren los gusanos, ¡horror del horror! Satanás, farsante, quieres disolverme con tus encantos. ¡Protesto!, ¡protesto! Un jalón en la horca, una gota de fuego… ¡Ah, volver a la vida! Vigilar nuestras deformidades. ¡Y esta pócima, este beso mil veces maldito! ¡Mi debilidad, la crueldad del mundo! ¡Piedad, Dios mío, ocúltame, me siento mal! Estoy oculto y no lo estoy. Es el fuego que se levanta con su condenado». La vergüenza y la culpa le atenazan las entrañas, los ojos, los pies, las manos… Y puesto que una conciencia con remordimientos -al buen decir de Nietzsche-, lleva a morder, el poeta dice como para sí: «¡Condenados, si yo me vengase!»…

Rimbaud se siente un bárbaro, un impío, un inmoral, y la inmoralidad se relaciona con la inmundicia, porque la moral -su opuesto- es la impecabilidad farsante del hombre civilizado que -según el poeta Péguy-, tiene las manos limpias, pero no tiene manos, vale decir, es impecable porque se abstiene de obrar, de vivir… Rimbaud siente repugnancia de sí mismo, puesto que se ve por los ojos condenatorios de los moralistas, los cuales llevan congelado en el rostro un rictus de altiva repulsión: «Estoy sentado, leproso, sobre ollas quebradas y ortigas, al pie de un muro roído por el sol»;  pero no tarda en rebelarse contra esa moral occidental que lo oprime: «Tuve razón en despreciar esos buenos hombres que no pierden la ocasión de una caricia, parásitos de la limpieza y la salud de nuestras mujeres, ahora que ellas están tan poco de acuerdo con nosotros. Tuve razón en todos mis desdenes (…) Habiéndome encontrado dos centavos de razón -eso pasa rápido-, me doy cuenta que mis enfermedades provienen de no haberme figurado a tiempo que estamos en Occidente. ¡Los pantanos occidentales!», y el poeta agrega en un arranque de masoquismo: «Sin embargo, no pensaba de ningún modo en el placer de escapar a los sufrimientos modernos (…) ¿Pero no es un verdadero suplicio que, desde aquella declaración de la ciencia, el Cristianismo, el hombre se juege, se pruebe las evidencias, se hinche de placer repitiendo pruebas, y viva únicamente de este modo? ¡Tortura sutil, imbécil; fuente de mis divagaciones espirituales!», y aún ironiza: «Desconocemos la caridad. Pero somos educados, y nuestras relaciones con el mundo son las más convenientes»; y en líneas subsiguientes había aseverado: «La moral es la debilidad del cerebro».

Rimbaud llamó a su obra poética “Una Temporada en el Infierno”, y fue una ingenuidad, porque toda su vida habría de transcurrir en los subsuelos del mal. Respetemos la ilusión juvenil del poeta.

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