El Dardo de Dios

Ningún fenómeno de la Naturaleza ha tenido, tal vez, mayor incidencia en la historia de la humanidad, que el rayo. Más aún; según los antiguos, el hombre le debe su historia al rayo, pues sin él, los tristes y endebles mortales no habrían conocido los secretos del fuego… ¡el fuego! materia prima y última de la civilización y el progreso humanos: «El rayo hizo descender a la tierra el primer fuego para los hombres», dice Lucrecio haciéndose eco de su maestro Epicuro. También Demócrito había dicho que gracias a los incendios provocados por el rayo, el hombre aprendió a cocer los alimentos y fundir los metales, y Heráclito, a su vez, llamó al fuego «padre de todas las cosas». Por demás, esta misma relación entre fuego y progreso nunca fue expresada con mayor altura como en el Prometeo de Esquilo, en donde se narra la tragedia del Titán que robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres; y a propósito de los Titanes, cuando estos devoraron a Dioniso, Zeus, su padre, descargó sobre los semidioses rebeldes su poderoso rayo, y de sus cenizas (que estaban mezcladas con las de su divino hijo) sacó la raza de los hombres, que sería, a una vez, rebelde y divina, divina y humana. Según la mitología griega, pues, el origen mismo del hombre, y el de la civilización, está íntimamente relacionado con el rayo.

 

Símbolo de Poder

El rayo simboliza en las mitologías antiguas el poder de los dioses, ya sean éstos benignos o malignos.

Thor, el pelirrojo dios germano, cuya lucha contra los gigantes de escarcha es uno de los episodios más poéticos de la mitología nórdica, es poseedor de un arma impetuosa: el rayo. Thor es, además de dios de las tormentas, dios de la fertilidad, lo cual hace pensar que el rayo simboliza simultáneamente el poder del dios y la fuerza erótica, y tempestuosa, de la virilidad.

En Grecia poseen el rayo el dios de dioses, Zeus, y el más furibundo y mortífero de los monstruos antiguos: Quimera. Hesíodo y Homero hablan con estupor de este animal multiforme, perteneciente a la raza divina, que es león, cabra y serpiente, y personifica la tempestad, la oscuridad proveniente de la tormenta, y el mal. Este monstruo que ruge como un león, es frío como una serpiente, trepa como una cabra y lanza chorros de fuego ardiente, pareciera ser un monstruo apocalíptico que simbolizara las modernas y sofisticadas maquinarias de destrucción de nuestro siglo belicista. El otro nombre con que se conoce a Quimera, es Belleros (que en griego significa: «lanzo un dardo»); es, precisamente, gracias a este segundo nombre del monstruo, que los mitólogos han podido hallar la relación que hay entre esta divinidad griega y Balar, el dios celta cuya mirada fulmínea es el rayo que cae sobre el mundo cada vez que el poderoso abre su único ojo, inmenso y letal. Balar, dios del rayo y la noche, será muerto por el héroe solar Lug, así como Quimera sucumbirá a manos del héroe solar griego Belerofonte (la fábula de Perseo y Medusa está inspirada en una misma idea, como que Medusa es un monstruo de cabellos de serpiente que fulmina a quien lo mira a los ojos). Luego hay otra similitud: Balar, el dios del rayo, posee un solo ojo, y Hesíodo dice que Zeus recibió el rayo -con el que habría de vencer a los Titanes- de manos de tres monstruos herreros de un solo ojo: los Cíclopes Brontes, Estéropes y Arges. E igualmente, en la mitología celta, los Tuatha de Danann, dioses del bien y el día, vencerán a los Fomoré, dioses del mal y de la noche, gracias a la ayuda de Gavida, el «herrero», y sus dos hermanos. En una época posterior, Balar será llamado en Irlanda Balor, y tendrá dos ojos: uno en la frente (como los Cíclopes griegos) y otro en la parte posterior del cráneo, cuya mirada es mortal. En esta nueva versión, Gavida (nuevo Ulises) le clavará a Balor un hierro candente en su ojo malévolo. Por cierto, lo que nosotros conocemos como «mal de ojo», en Irlanda se conoce como «ojo de Balor».

El rayo es el símbolo del poder de la divinidad. Júpiter (el Zeus romano) será representado con un rayo en su diestra, y en la Biblia puede leerse: «rayos y granizo, hambre y peste:/ también fueron creados para el castigo». Y en cuanto al carácter fulminante de la mirada de Dios, baste recordar el relato bíblico en el que Dios le advierte a Moisés que «… mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida»; y cuando la mujer de Lot, desobedeciendo el mandato divino, mira la destrucción de Sodoma, queda convertida en estatua de sal, como si hubiese mirado a los ojos a la divina Medusa; siglos después, el místico San Juan de la Cruz, dirá: «Véante mis ojos/ muérame yo luego». La comparación de la mirada de Medusa con la de Dios, es lícita en tanto que Medusa puede personificar el terrible poder de lo divino, un poder cuya terribilidad -diría Lewis- es tal en el mismo sentido en que es terrible y aniquilador para un insecto el verde rayo de una catarata.

Ahora bien; en vano intentaron Demócrito, Epicuro y Lucrecio, despojar al rayo de su connotación religiosa. La historia de Occidente no habría sido la misma sin la caída de tres rayos que determinaron el destino de tres grandes hombres.

 

Saulo de Tarso

Saulo es un Judío nacido en los primeros años del siglo I en la costa sur de Asia Menor. Pertenece a la secta de los fariseos, y ahora cabalga rumbo a Damasco con la honorífica misión encomendada por el sumo sacerdote de perseguir a los cristianos de esa ciudad. Lo escolta un puñado de hombres armados. Las manos de Saulo están manchadas de sangre: es el primer judío que ha matado a un cristiano; el mártir se llamaba Esteban y, según la tradición, la comarca en la que Esteban ha sido asesinado es el mismísimo lugar en el que aconteció el primer homicidio de la historia: la muerte de Abel a manos de Caín… ¿habrá en esta coincidencia algún sentido oculto?… Saulo y los suyos están por llegar a Damasco. Es la hora del mediodía. El polvo que levantan los caballos se adhiere al rostro cobrizo y grave del fariseo; pronto los cristianos de Damasco serán lapidados lo mismo que Esteban. Pero he aquí que, de súbito, en pleno día y con el cielo despejado, cae un rayo que derriba a los jinetes sin herirlos; Saulo rueda por tierra y, cegado por una luz que lo envuelve, oye una voz que le dice: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?», el fariseo pregunta: «¿Quién eres, Señor?», y la voz le responde: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Anda, levántate y ponte en pie: me he aparecido a ti para elegirte como servidor…». Años después, cuando Saulo, convertido en Pablo, comparezca ante el emperador romano, el apóstol concluirá el relato de su conversión diciendo: «Y yo, rey Agripa, no he sido desobediente a la visión celeste…». Pablo será, junto con Pedro, el predicador más vehemente de los primeros tiempos de la cristiandad, el primer teólogo de la fe, y el fundador de la primera comunidad cristiana de Europa. Morirá, mártir, hacia el año 67, durante la persecución de un emperador obeso y lascivo llamado Nerón.

 

            Tomás de Aquino

Corre el año mil doscientos treinta, o tal vez, treinta y uno… En lo alto de un peñasco se alza, imponente, el castillo de Roca Seca. A unos pocos kilómetros de allí, se yergue la abadía benedictina de Monte-Casino. Desde las torres del castillo, propiedad del conde Landulfo de Aquino, puede admirarse un paisaje magnífico de verdes extensiones. Pero ahora ha anochecido, y por la ventana entreabierta de una de las habitaciones del castillo se filtra un aire tibio que huele a mar y a tormenta. Magdalena, la anciana criada, inhala profundo el céfiro mediterráneo, y cierra los ojos sin dejar de acunar en sus brazos a la rubia y pequeña María, la menor de los ocho hijos del conde. Entretanto, Tomás, el séptimo hijo (el siete es número bíblico), un niño regordete y de ojos vivaces, ora se inclina sobre el regazo de la anciana para besar a la niña dormida, ora corre por el aposento espoleando un potro ficticio. Un ruido sobresalta a la criada: el viento, repentinamente, ha comenzado a azotar al castillo. María rompe a llorar anticipándose al aguacero inminente. Tomás se queda un instante inmóvil mirando cómo Magdalena, sin soltar a la niña, cierra el postigo con impulsividad, y enseguida reanuda sus jugueteos, y aúlla adentro de la estufa hogar apagada imitando el silbido del viento. Magdalena retoma su lugar, y el niño se trepa a un banquillo para contemplar el espectáculo de los relámpagos. El cielo truena y resopla, y el castillo, que huele a mar y a tormenta, resuena como una caracola, o como… la calavera de un náufrago… El niño se estremece. La anciana canturrea una canción de cuna. La niña se sonríe. Pero ahora el cielo ruge con tal fuerza que, por un instante, todo queda en suspenso: el niño, el viento, la anciana… y… ¡La habitación se ilumina con una luz intensa y dorada! La anciana protege con su brazo a la niña, y por la boca de la estufa aparece una bola de fuego que choca en una pared y luego roza el brazo protector de la anciana dejándola a esta sin sentido; el niño cae del banquillo, y el rayo desaparece por el boquete de una pared…

Tomás se levanta impávido y tembloroso. Se acerca a la criada, que está sentada, inconsciente, con la cabeza echada hacia atrás… se inclina sobre su regazo, levanta el brazo que cubre a la niña, y ve, aterrado, que los ojos abiertos de la pequeña María lo miran sin mirarlo. Con el corazón exaltado, Tomás posa sus labios descoloridos por el miedo en los de la hermana, violáceos por el frío mortuorio. Desde entonces, Tomás de Aquino será un niño callado, dado a la plegaria y la meditación. Y años después, cuando Tomás sea fraile dominico, será conocido por todos como el «buey mudo de Sicilia», hasta el día en que Alberto Magno, airado por las burlas hechas a su discípulo favorito, exclame desde el púlpito del aula: «Ustedes lo llaman buey mudo, pero yo les digo que su mugido se escuchará un día en el mundo entero». Y el gran suavo no errará el vaticinio. Tomás de Aquino será el teólogo más grande de la Edad Media, y uno de los intelectos más lúcidos y vigorosos de todos los tiempos.

 

Martín Lutero

Alemania. Verano del 2 de julio de 1505. Un joven estudiante avanza, solitario, por un camino campestre. Su rostro es severo: de mentón ancho, pómulos salientes y ojos hundidos. Lleva los finos labios apretados, como si tuviera pensamientos muy esforzados, o simplemente, algún remordimiento. Un cielo de acero gravita sobre el campo. Los insectos chirrían frenéticos, y en el ámbito resuenan las campanadas de la iglesia de Stotternheim. Pronto Martín llegará a Erfurt, en donde cursa los estudios de Derecho… ¿pronto?… El joven piensa que no es prudente hacer esa clase de aserciones, pues… ¿quién, sino Dios, sabe lo que ocurrirá en unos instantes? El calor sofocante, y la negrura del cielo, le dan la sensación de estar descendiendo a una mina de carbón… Su padre es minero, y es de él, y de su madre, que heredó una fe ciega, casi supersticiosa, en la Providencia. Un relámpago latiga el horizonte, y Martín, involuntariamente, recuerda los azotes de su infancia. Ha comenzado a llover. Como buen hijo, nieto y bisnieto de campesinos, alza la mirada al cielo y agradece la bendición del agua, pero… ¡El campo retumba como si fuera a abrirse bajo sus pies! Y a sólo unos pasos de él, un rayo golpea la tierra como si se tratara del látigo de Dios… Un torbellino de aire caliente lo envuelve a Martín Lutero y lo arrastra hacia ninguna parte… «¡Santa Bárbara! -grita el joven aterrorizado-, ¡Sálvame y me haré monje!»…

Quince días después, el 16 de julio de l505, a las diez en punto de la mañana, Martín Lutero golpeaba, con recio puño, las puertas del Convento Negro de los Agustinos Ermitaños. Unos años más tarde, Europa temblaría bajo la tormenta de la Reforma, tal como si fuera azotada por el martillo de Thor.

 

Ramón y Cajal

Recién en l860 un rayo va a volver a influir en la vida de un hombre célebre, y aunque este caso es radicalmente distinto, y sin la relevancia de los anteriores, cabe mencionarlo. Santiago Ramón y Cajal, futuro Premio Nobel de Medicina, estaba a la edad de ocho años en la iglesia de la escuela con sus compañeros y maestra, cuando un rayo cayó en la torre, fundió la campana, electrocutó al párroco, entró luego por una ventana de la iglesia, pasó por detrás de la maestra quitándole el sentido, destrozó el techo, hizo añicos un cuadro de Jesucristo, y desapareció en el piso por una madriguera ratonil. Este acontecimiento hizo que Ramón y Cajal, modelo intelectual de la España de su tiempo, no pudiera creer ya en el Dios de sus padres: «Por primera vez aparecióse ante mí, con toda su imponente majestad, esa fuerza ciega e incontrastable imperante en el Cosmos, fuerza indiferente a la sensibilidad que parece no distinguir entre inocentes y malvados»… Esto significaba el triunfo de Lucrecio, el científico romano escéptico que despojara al rayo de su significación religiosa con argumentos como éstos: «¿Por qué Júpiter derriba con rayo enemigo los santuarios sagrados de los dioses y sus propias sedes preclaras, rompe las bien labradas estatuas divinas y priva del culto a sus imágenes con golpe violento?».

 

            Benjamín Franklin

Entre 1746 y 1750, el inventor bostoniano Benjamín Franklin hizo numerosos estudios con vistas a la neutralización de la devastadora fuerza del rayo. Su primera gran conclusión fue la que sigue: «El rayo es de la misma naturaleza que la electricidad», teoría que comprobaría con el experimento de la cometa. Poco tiempo después, el pararrayo fue un hecho. Pero… este invento, ¿privó al rayo de su posible connotación religiosa? No; por el contrario, algunas de las conclusiones científicas de Franklin casi justifican esa connotación, como la que dice que «El rayo hiere con preferencia los cuerpos más alejados de la tierra», (sólo debería trocarse «cuerpos» por «espíritus», y «alejados» por «elevados»); pero a la siguiente conclusión no hay nada que agregarle… Citemos antes unas palabras del místico Hernesto Hello: «La acción sobrenatural toma siempre la semejanza de la naturaleza a que se aplica. El carácter del rayo que lo hirió, revela el carácter de Pablo de Tarso». También Aristóteles había dicho: «lo semejante atrae lo semejante»… Ahora sí oigamos la sugestiva conclusión de Benjamín Franklin: «El rayo sigue siempre y constantemente la dirección del mejor conductor»… Es así como, paradójicamente, fue el mismísimo inventor del pararrayo quien dio, sin proponérselo, una explicación científico-religiosa de tres de los acontecimientos más decisivos, y extraños, de la historia.

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