Las Fuentes de Sevilla

Carta a Sissi Zwobada

Me senté para escribir, y me doy cuenta que sólo puedo escribirte a vos una carta. Ni una poesía, ni un cuento, ni una página de ideas o impresiones, ni bocetos de nuevas obras.

Desde mi escritorio, aquí arriba, veo ese bosque magnífico que tengo enfrente mío, como un regalo, como una bendición, como un milagro. Ni siquiera en el Gutiérrez tenía una vista así. Era triste la casa del lago, salvo cuando estábamos juntos, y prendíamos el fuego, y nos amábamos. Pero después, todo el tiempo restante, era oscura y solitaria, pero con una soledad densa, estática, que aplastaba, que ahogaba. Y sin embargo, ese lugar era en ese momento mejor que Buenos Aires. Y los siete años en la montaña algún sentido habrán tenido sin duda. Fui a Bariloche todavía niño, y volví hombre. Fueron años difíciles, muy difíciles, pero pasaron, y no en vano. Te conocí a vos, volví a escribir, comencé a trabajar en radio, y a dar clases, publiqué en diarios, y me embebí de aquel paisaje, de aquel aire, y saboreé el puro sabor de la nieve, y caminé por los bosques inmóviles y más profundos que el lago mismo, ascendí cien veces la montaña en soledad, leí esmeradamente, me hice amigo del fuego, y descubrí que el aroma de las cenizas (que yo antes asociaba con pensamientos arduos y ascéticos) era más embriagador que el de cualquier flor…

El de las cenizas, es el aroma de la flor del tiempo. Es como el recuerdo de un perfume antiguo, y cuando pasa por el blando limo del olfato, deja la huella de un jardín errante cargado con todas las flores del Edén. Es un aroma que porta, sí, un pensamiento grave, que infunde un pensamiento severo, y que insinúa ideas de caducidad y muerte, de olvido y de oscuros presagios; pero las ideas susurran, canturrean, soplan, como sirenas que estiran sus blancos cuellos de cisnes hacia nosotros, los perdidos navegantes del cosmos, los náufragos de la eternidad, los Ulises esforzados de los siete mares de la humana existencia; tienden hacia nosotros sus brazos, y quisiéramos rendirnos al sopor de esa música abismática que nos reclama como a algo propio, como a un hijo, como a un esposo largo tiempo esperado… A nosotros, los vástagos de la nada, cuyo ser es una torre alzada en el ojo de un tornado. Pero nuestros ancestros se han atado al mástil de la fe, de la idea, de la familia, del trabajo, del placer, del dolor, del ideal (que teje y desteje sueños allende el mar), y no cedemos a aquella seducción atávica, a aquel polvo de estrellas que se arremolina en nuestro olfato y nos llama, y nos envuelve, y embriaga, y sugiere… (Aroma embriagador de cenizas sentí aquella noche al atravesar solo, por la noche, el puente de Triana, mi amor. Pero heme aquí, a salvo, escribiéndote)

He pensado mucho qué es lo que hoy me agobia. Pienso y pienso. Estamos a espaldas nuestras; no podemos ver nuestros rostros. Somos monstruos metafísicos. Creo, pero sólo creo, que estos años me han consumido dos malas pasiones: el afán de perfección, y la ansiedad. Pero la ansiedad es una consecuencia de lo primero. El afán de perfección paraliza, y la quietud carcome, remuerde, castiga. El paso del tiempo se vuelve una obsesión; la obra irrealizada un remordimiento. “¿Tuviste un padre severo?”, me preguntó alguien una vez al notar mi autoexigencia, “no”, le dije, y me quedé luego pensando. Pensando de qué extraña manera me había vuelto tan obsesivamente perfeccionista… ¿Orgullo? Tal vez; pero no estoy seguro. Mi abuelo fue exigente con mi padre, ¿es posible que me haya alcanzado el filo de aquella severidad por la vaina de la sangre, como sin querer, como un eco, como un retumbo, como una estocada involuntaria en mi carne de niño?… Pienso también que mi precocidad es un motivo posible. Es muy pesaroso ser un «niño prodigio», y yo lo he sido. Todos te miran con admiración, pero también con cierta secreta repulsión: «no quiero leer tus versos, me impresionan», me dijo la madre de un compañero de colegio, poniendo cara de espanto. Me miraba como a un engendro, como a un poseído, como a un leproso. No pude olvidar por años aquella mirada condenatoria. «Es un genio», decían unos, «es un neurótico», decían otros, «está en su última encarnación», decía mi abuela… Y yo sólo quería escribir en paz, y desfogar mis pasiones, mis sentires. En aquellos tiempos la inspiración me poseía como un demonio, o como un ángel, no lo sé, me acometían estados de resonancia, de emoción súbita, de expansión anímica, de calor espiritual, que me impelían a escribir, a cantar… Y como las palabras eran impotentes, las imágenes se agolpaban en mi lengua, y yo, simplemente, entreabría los labios y brotaban los cánticos, brotaban como esa fuentes que he visto manar en el Alcázar de Sevilla, y en los patios bellísimos de esa ciudad.

Las fuentes no son sólo conductoras del agua, no sólo son adornos de jardines y de patios, las fuentes son las metáforas más perfectas de la poesía sevillana. Pero son más que eso: son la materialización más perfecta del alma del hombre inspirado, del hombre que ama y guerrea, que construye y que navega, que escribe y que forja faroles, rejas, y espadas; que enfrenta al toro en las arenas de la Maestranza, y que bate las palmas al son de un zorongo gitano. Las fuentes sevillanas manan incesantemente, en medio de un círculo de azulejos brillantes como una constelación. ¡Y cómo resuena el agua en los oídos!, ¡y cómo la luz bebe en el chorro emergente, y hace del agua un tallo que brota y brota, diáfano, límpido, canoro, y siempre abierto y renovándose, para sostener en su cúspide, sin quemarse, la margarita cósmica del sol!

También podría decir que donde el tallo del agua acaba, se abre la flor lúcida del agua; o que la fuente es una flor cuya corola de piedra circunda a los estambres del agua. Y tal vez el artífice de la primera fuente sí quiso imitar la forma de una flor, pero yo no veo en la fuente una flor. Cuando veo una fuente; mi mirada se concentra primero en el agua, en el chorro que asciende y se quiebra; en el impulso que sube y se derrama; en la música que salta y se propaga… El agua es aqui la clave: el agua es la fuente toda; es el cuerpo y el alma de la fuente. Es principio vital. Si la fuente fuera una palabra inspirada, el agua sería el pensamiento que sostiene e impulsa a esa palabra, si la fuente fuera el ojo de una mujer enamorada, el agua sería la mirada que divisa el alma del amado, y que a cada momento se derrite en la cima de su admiración… Sí, veo en el chorro de agua un tallo, tanto en su impulso inicial, como en su apertura y derramamiento; un tallo que a cada momento brota, se abre y se renueva, para sostener sin quemarse, en su cúspide, la margarita cósmica del sol.

Pero te hablaba de mi alma de niño, y de cómo manaba como una fuente en los instantes de inspiración; pero no como cualquier fuente de cualquier lugar; no como las fontanas italianas que ostentan en su centro recios tritones, o ninfas, o afroditas de muslos redondos y siempre mojados por las miradas lúbricas de los paseantes sedientos, y de los áridos de espíritu; sino como las fuentes de Sevilla, como las fuentes de esos patios íntimos que no tienen otro sentido, otra vocación, que la de ser centros acústicos de aquella agua que sacia y enardece, y asciende y se vierte, y dice por lo bajo, sin cesar, y en angélico idioma: «Vida soy, y de adentro vengo… Vida soy y hacia el cielo voy; vida soy que mana y que canta; tallo sagrado que da a luz al sol»… Y estos versos que de mí brotan sin que los piense siquiera, nacen sencillos y prístinos, saltan a la superficie del mundo con impulso fontanal, y mi cuerpo se vuelve patio acústico de la palabra poética, y el verso es el tallo que sostiene el Sol del Sentido de la Vida, que arde en el cielo de una Sevilla celestial… ¿No decían los antiguos que todas las ciudades tienen en el Paraíso su arquetipo? ¿No existe acaso una Jerusalén celestial?… La ciudad de Dios, diría Agustín. Pues bien; yo la imagino como una Sevilla celeste, y al Rey de Reyes lo puedo ver ascender por la rampa de la Giralda en su caballo de fuego, para admirar desde lo alto de aquella torre el paisaje de su Creación. ¡Pero si la Giralda es un monumento musulmán!… Sí, pero Dios no se pasea sólo por el barrio de la judería, ni sólo visita a los penitentes de La Cartuja. También es musulmán, y el rey Al Mutamid es su profeta.

Mi amor, si pudiera contemplar al menos por una hora, cada día, una fuente sevillana, sería más sabio, más paciente, más poeta, y sabría cruzar el puente de Triana en paz, con el corazón niño, el pensamiento anciano, y el cuerpo vuelto un patio íntimo y resonante, en el que, inacabable, el tallo de la vida asciende, se abre, y se renueva, para sostener en su cúspide, sin quemarse, la margarita cósmica del sol.

                                                 

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