La Filosofía y las Situaciones Límites
Carta a un amigo enfermo
Amigo, sé que se está «solo» en estas cosas, que uno es el que pasa por los malos trances y que los demás están «ahí». Creo que estas son las situaciones existenciales en las que se palpa la humana condición, que es de relativa soledad. ¿Quién puede sufrir por uno, o luchar?… Por más que hay tanta gente que nos quiere hasta el sacrificio, creo que los momentos de prueba son los que nos dejan librados a nosotros mismos, a nuestros ángeles y demonios, a nuestras fuerzas y debilidades. Se pone en evidencia algo que suele estar oculto, y es que la sociedad, que los amigos y conocidos, que los familiares, que el mundo todo, forma parte de nuestra realidad, de nuestro corazón, pero no de nuestro ser total. Nuestro yo se ve de golpe enfrentado a sí mismo, como en el vacío, intentando hacer pie en no sabe qué suelo espiritual o metafísico, anímico o intelectual, pero ni la fe ni las palabras, ni los pensamientos, ni el sueño, llegan a ser un suelo sólido en el que pueda uno sentirse seguro. Y el cuerpo… Creo que hay una conmoción de conciencia extraña en la que se siente que el cuerpo es algo extraño a nosotros, que no somos nuestro cuerpo, que estamos encerrados en él.
Los filósofos suelen decir que la filosofía comienza en ese punto en el que el hombre, por una experiencia de situación límite, comprende que él no es “sólo su cuerpo”, sino el espíritu que lo anima. Claro que esta revelación es dramática, porque hasta que algo no viene a gritárnoslo al oído de la conciencia, uno cree que cuerpo y alma son una y la misma cosa. Más aún, que el cuerpo tiene una realidad más real, más palpable, y de ahí que el alma no sepa en donde hacer pie cuando se ve distinta del cuerpo (ese cuerpo que hasta entonces parecía ser su cimiento, su base, y su sentido de ser).
Con esto no quiero decir que cuerpo y alma estén separados por completo, sino que no están tan unidos como uno piensa, o, al menos, que no son la misma “cosa”.
Pero para qué cansarte con estas disquisiciones. A lo que voy es a que esta crisis de conciencia en la que uno se ve distinto a cómo se veía, y se descubre un “espíritu” que intenta sanar un cuerpo que es y no es parte de él, esta crisis, digo, es muy difícil en sus comienzos. Pero en la medida en que ese espíritu, que esa conciencia profunda, se ve, se siente, y se reconoce superior a ese cuerpo que él anima, entonces cobra confianza en sí misma, en su fortaleza y en su eterna esencia, y el miedo de sentirse uno “sólo” un cuerpo enfermo y en estado de peligro, mengua, y se recobra la paz y la esperanza regeneradora.
Es un trance difícil, sin duda. Es como haber empezado a cruzar el Mar Rojo sin saber si las aguas van a abrirse para que uno pase. ¿Es acaso tan fuerte este espíritu nuestro como para dominar los elementos, la voluntad, el pensamiento, y el cuerpo mismo? Los maestros del espíritu dicen que sí, ¿y por qué habrían de mentirnos?
Pero claro, también nos advierten que para que el alma (que de pronto se vio sola y desvalida ante un hecho que la arrojó ante sus propios ojos) se fortalezca y pueda desplegar sus recursos sanadores, debe aguzar la conciencia de sí misma, es decir, proveerse de los alimentos que a ella, y no al cuerpo, la nutren: lecturas espirituales, oración, caminatas gratificantes, luz, aire, espacio, apertura a la realidad exterior (para hacer contrapeso a ese dolor y a ese miedo que quieren humillarnos, cohibirnos, doblarnos, y hacernos creer que somos un cuerpo enfermo y culpable sentado en el banquillo de la enfermedad, a la espera de lo que “tenga que suceder”)… Sé que esa no es tu actitud, amigo mío, sólo describo las acechanzas a las que nos exponen las situaciones límites; sólo eso.
Pero no creo que se trate sólo de aguzar la conciencia, rezar y abrirse al mundo. No. Creo que es preciso también que aflore el orgullo viril. Que se desprecien los cuidados extremos y las consolaciones. Que se mire al peligro con desdén altivo y desafiante. Que nazca en uno un sentimiento feroz, absurdamente alegre, capaz de ponernos por encima de la mirada común del pequeño burgués, para el que la vida larga y cómoda, el placer, y la prosperidad, son los máximos valores.
Cuando uno se queda, por causa de la enfermedad o la locura, o la pobreza, al margen de la civilización “bienpensante”, es preciso dar lugar al artista que hay en nosotros, rebelde, intransigente, transgresor, que, como el Aquiles de la Ilíada, prefiere una vida “breve pero heroica” a una vida larga pero tibia (y sé bien que en vos hay un artista intenso e hipersensible).
Y ese artista que desprecia las buenas maneras e ideas, el confort y la vida ordenada, sana, y sensata; ese artista que preferiría mil veces la enfermedad y la locura a una vida sin sangre ni contratiempos, sin dolores y sin alma… Ese artista dormido en nosotros, ve a la debilidad como enemiga de la creación. Ve al miedo como a un dios burgués ávido de beber nuestra savia vital, y de consumir nuestra fuerza varonil. Ese artista que está “más allá del bien y del mal”, sabe que las palmadas de aliento nos debilitan, que las miradas blandas nos envenenan, que la piedad es un espejo macabro en el que nuestro mal se mira con morbo narcisista para peinarse lánguidamente sus cabellos de patética Medusa.
¿No sabe él acaso, el artista “en nosotros”, el sabio “en nosotros”, que la vida es efímera de cualquier forma, y que, como afirmaban los antiguos romanos, la vida es “militia” sobre todo, es decir, lucha y desafío, guerra y superación de la adversidad? ¿Entonces por qué habría de amedrentarse el hombre cuando la adversidad es mayor?… ¿Acaso, entonces, la vida no es más intensa en la mayor adversidad, puesto que alcanza su “sumum” en la lucha más que en el placer, en los extremos más que en la vida moderada y sin sobresaltos? Si la vida es pasión, ¿por qué habríamos de despreciar aquello que la tensa hasta el peligro de romperla, aquello que la enciende hasta el riesgo de extinguirla?
Sí, ya sé, Ezequiel, amigo mío, que estos no son los valores habituales, civilizados, lógicos. Pero precisamente, el artista, como el santo, no mira las cosas desde la perspectiva acostumbrada y correcta. No. Más bien, la mirada del hombre que elige la vida a la razón, es motivo de escándalo e incomprensión para el común de las gentes. “¡Ah!, es un orgulloso”, es la acusación más vulgar. Pero no se trata de orgullo, sino de verdades más hondas, de actitudes más osadas, de valores más altos. Y después de todo, ¿qué importa no ser comprendido si esa mirada es lo que nos fortalece y hace vivir de un modo intenso y avasallador? Y no hablo de avasallar a los demás, sino a los mil y un condicionamientos y prejuicios que nos empequeñecen y acobardan.
Y a propósito de condicionamientos, creo que el gran obstáculo a sortear es la educación. Pero no la de nuestros padres o profesores, sino la que es propia de toda cultura, ya que la cultura busca el bien de la mayoría antes que el del individuo. Y en esa búsqueda del bien común, es inevitable que la cultura privilegie el orden racional y las buenas costumbres antes que las virtudes más vitales y humanas. Y he ahí, creo, el desafío de la persona en tanto que individuo (y en tanto que persona), que es aprender a vivir dentro de la cultura como un infiltrado que aprovecha sus avances y bondades, pero que secretamente no vive según sus cánones y mandatos, sino según valores más vitales y viriles (o femeninos, según el caso), más arriesgados y propios, más irracionales y fervorosos.
Y entre esos valores absurdos y vitales está el desprecio de la seguridad, ya que la seguridad es un espejismo del miedo, en tanto que la vida se define por su incertidumbre y su osadía creadora. Y entre esos valores está el aprecio de la “alegre fuerza” como virtud orgullosa y viril, y el desdén de la búsqueda de la fuerza a través de la razón analítica y especuladora. Y también, creo, el valor del salto más allá de uno mismo, a partir del pensamiento vertiginoso de que entre las billones de galaxias que laten en el espacio infinito, somos importantes, pero no el centro del universo (algo que nuestras melancolías egocéntricas se obstinan en hacernos olvidar), y que entre las miles de generaciones y civilizaciones que han rodado sobre esta Tierra, somos importantes, pero no el eje de la Gran Rueda, y que otros centenares de hombres han sufrido lo mismo que nosotros, hoy y en la época de los faraones… Al punto de que nosotros somos nosotros mismos, y somos algo más grande que nosotros. ¿Y no es gratificante mirarse desde la cúspide de este pensamiento para advertirnos como un punto luminoso en la ingente Constelación del Hombre, conformada por un sinfín de corazones convulsos y latientes? Esto hace que nuestros miedos y debilidades pierdan su ilusoria magnitud, y que emerja en nuestra conciencia una serenidad cósmica que tiene su cimiento en saberse uno parte del vasto, y eterno, y sobrehumano cuerpo de la Humanidad, en cuyo cielo tenemos la dicha de brillar un instante, y de dejar la huella de nuestro pie y de nuestra voz, de nuestras palmas y de nuestro sentir…
Y bueno, amigo, eso es todo. Te mando un abrazo, fuerte pero no compasivo, sino el de un hombre a un hombre, el de un poeta a un músico.