La Dicha

Carta a Sissi Zwobada

              Heme aquí. Escribiéndote. Pensando. Añorando el estado lírico. Y hoy medité todo el día aquella sentencia de Schiller: “finalmente, hay que elegir entre alegría de los sentidos, o la paz del alma”, y es verdad. Sólo que mi naturaleza se niega a aceptarlo, o tal vez algo más obstinado que mi naturaleza, mi instinto, o peor, mis hábitos. Sí, creo en esa sentencia; me he convencido. Pero la belleza… Pero el placer…. ¿El placer? No, Sissi, no es el placer, es más bien la evasión. El placer no es la debilidad del hombre, sino la evasión, la desesperación al cabo. El placer es un cierto anonadamiento; un vaciamiento del pensar, una suspensión de la conciencia; y el hombre no soporta la vigilia del vivir. Precisa de narcóticos continuamente: el trabajo, el placer, el vértigo, el dolor. Todo, menos la vigilia. Pocas cosas son más raras de encontrar en este mundo que un hombre despierto. Todos los hombres nos arrojamos a la arena de los espejismos; nos embriagamos con fantasías y devenires, con conversaciones sin fondo y libros sin palabras. Y la sociedad moderna, como nunca antes en la historia, ha proporcionado al hombre infinidad de escapismos fáciles: la televisión, internet, la velocidad, el tumulto de las ciudades, la radio. El hombre puede al fin, sin esfuerzo, sin tener que acudir al opio o al alcohol, evadirse, huir de sí… El mundo moderno está lleno de boquetes por los que uno, de un breve salto, puede enajenarse sin sentir casi el suceso. Pero no importa esto ahora, mi amor, es así, y todo el mundo lo sabe. No digo que todos sean conscientes de esta fuga continua, de esta locura sin precedentes, de esta alucinación colectiva que es la vida moderna, pero en general no se desconoce el fenómeno, y se han escrito miles de libros al respecto. La nostalgia, por demás, la angustia, no ha sido erradicada, sino, tal vez, agravada. A mayor evasión, mayor angustia, y lo extraordinario de nuestra época es que esta angustia ha alcanzado a los más jóvenes; la melancolía, la depresión, el desgano de vivir, ha comenzado a gotear tempranamente en las almas púberes; esto es lo más alarmante… ¿Qué dimensión alcanzará la melancolía en estos hombres y mujeres agobiados prematuramente? No lo sé, pero imaginarlo me conmueve, por estar tan cerca de esta realidad en mi labor docente.

Mi amor. Es de noche. ¿Cómo tocar esta noche con toda mi mente, con todo mi espíritu? ¿Cómo entrar en este recinto?… ¿Cómo elegir la paz del alma de modo definitivo? Me dominan todavía prejuicios románticos: sin tristeza no hay hondura; sin caos emocional no hay poesía; sin soledad no hay creación… Y son prejuicios. Ideas arraigadas en mí en edad temprana. Sí, mi temperamento es romántico del algún modo… ¿Pero en qué sentido? Amo la soledad, las pasiones intensas, las mujeres imposibles, la tormenta, el mar sublevado, pero algo no está bien sin embargo. Y he aquí el dilema: ¿cómo encausar esta pasión sin matarla? ¿Cómo cultivar el pensamiento sin enfriar el sentimiento? ¿Cómo vivir una vida poética en la moderación y la vida muelle del hombre bien casado y con un oficio respetable? Te hablaba en el sur de mi temor al aburguesamiento; de mi pánico por la vida mediana; de mi fobia por la rutina paralizante. Pero comprendo, comprendo amor mío cuál es el camino ahora que te hablo al oído del corazón: todo el secreto está en no quedarse a mitad de camino. O la perdición o la salvación. La elección en suma de una vida extrema. Sí, le he temido estos años a la palabra “absoluto”, porque he sufrido por mi intolerancia adolescente, por mi idealismo excesivo; pero es ahí no obstante a donde tengo que retornar, cambiando simplemente la perspectiva: no siendo ya intolerante con el mundo, sino con lo mundano que hay en mí; no siendo absoluto con mi prójimo, sino conmigo y mis aspiraciones; no queriendo obtener la veneración de los demás, sino yo venerando al Altísimo y su Creación toda; no buscando la perfección de mi obra, sino de mi alma; no queriendo cambiar al mundo, sino a mi corazón… En un aula del Henry Ford, en la que yo daba clases todos los días, un profesor había colgado un cartel que decía “Hoy comenzaré a cambiar el mundo, por mí”, y yo, cada vez que leía ese cartel, tenía la tentación de arrancarlo para escribir en su lugar: “Hoy comenzaré a cambiarme a mí mismo, por el mundo”, y si bien no arranqué ningún cartel, sí coloqué el mío propio enfrente del que me disgustaba.

No se trata de sofocar en mí el romanticismo, sino de darle a mi alma romántica su orientación conveniente. En la vida, casi todas las cosas son rectificaciones, reordenamientos; y no opciones entre opuestos… Debo, sí, orientar mi voluntad hacia lo “absoluto”, pero no hacia las pasiones tendenciosas, sino hacia los elevados anhelos; y amar el mar, pero no en lo que tiene de inconstante, sino de potente e inmenso; y admirar a las mujeres imposibles, pero no por imposibles, sino por misteriosas y sugerentes; y amar las tormentas, pero no por iracundas, sino por bellas; y desear la soledad, pero no por misantropía, sino por necesidad de concentración… Se trata en fin de conquistar la vida, el entusiasmo, a fuer de valentía y obstinación, y confianza, y fe, y trabajo.

“La vida ya no es amada”, esta afirmación que leí en “El Hombre Rebelde” de Camús, y que ya se la había oído decir a Gabriel Marcel, es innegable. El hombre se ha alejado de las fuentes de la vida, y, pasada la primera juventud, se resigna a la tristeza, al trabajo tedioso, a la resignación… Los intelectuales, por su parte, cargados de monstruosos prejuicios, encuentran en las madrigueras de las neurosis a los personajes de sus libros; o en las cavernas de la locura. La alegría es motejada de ingenua, de pueril, y la gravedad, o el esoterismo (el lado más frívolo de la gravedad), abunda aquí y allá, como una marea negra que se traga la vida. Luego, la ficción, también omnipresente, o el realismo mágico (que de realismo tiene bien poco), y evasión, y evasión, y más evasión… Las épocas decadentes son anti¾realistas, y esta lo es en un sentido supremo. Tristeza, neurosis, evasión, y, en suma, cobardía, error, regodeo en las bajezas y las desidias. Porque la tristeza es lo contrario del trabajo verdadero, íntegro, que halla su origen en las vertientes del amor altivo, y su buena pendiente en la inclinación al bien. Pero el hombre de hoy no quiere oír de estas cosas. Yo sí, mi amor, y no voy a descansar hasta remontar las “fuentes turbias del torrente de la angustia” (Bernárdez).

De lo contrario, los cientos de libros leídos desde mi infancia, mis propias obras, el vuelo lírico, mi búsqueda afanosa de la verdad, mis desvelos, mi “prédica literaria”, las lecciones de mis maestros de escuela, los cuentos que mi madre me contó en mi primera infancia, la música de Bach que enalteció mi espíritu, mi meditación en la cima de Las Buitreras, los arrebatos místicos, las “Confesiones” de Agustín, y las de Papini, la carta a mis alumnos, las estrellas que contemplábamos subidos al techo de la casa del Gutiérrez, tu amor incansable, las mañanas y las noches, la conversación con esa adolescente que vivía en la montaña y escribía versos, los acantilados de Niebla, y el mar helado de esa Bahía, de un verde jade hondísimo… Todo, sin la conquista de la paz del alma, todo, amor mío, habrá sido en vano.