El drama de Narciso

Carta a Sissi Zwobada

¿Hace cuánto que no te escribo una carta íntima? Es porque yo mismo estoy lejos de mi centro. Sin saber qué escribir, por dónde empezar. Y me pasa algo terrible últimamente: sufro de la razón. ¿Qué es este mal? Que el pensamiento se anticipa a los actos y las palabras. Que me leo mientras escribo. Que una voz que no es la mía dice lo que quiero decir antes de que yo mismo me proponga pronunciar una palabra. Es como el eco antes de la voz. Este es el mal. Y es lo peor que puede sufrir un escritor, y un poeta sobre todo. Tan aguda es esta dolencia en mí, que hoy, al sobresaltarme por un ruido mientras estaba acostado con la luz apagada, me sorprendí de la simultaneidad de la causa y el efecto; de cómo mi ánimo, o mi temor, había reaccionado casi a la vez que sonó ese ruido en la oscuridad. Ni bien sucedió ese hecho sin importancia, cobré conciencia de lo que estaba padeciendo mi espíritu, con tanto pesar. La razón, la crítica, la maldita desconfianza. La autoobservación, la vigilancia suspicaz del intelecto… ¿Se puede vivir espontánea, libremente, bajo la mirada continua de un ojo escrupuloso que mide cada movimiento de la voluntad, y lo somete a juicio implacable? O peor: ¿que mide cada intención antes de que ésta se lleve a cabo? Es el mal del orgullo. Del egoísmo. Es el mal del hombre que ha perdido la inocencia, la fluidez, y el arrojo.

Cuando en mi infancia escribía versos, la razón iba detrás, y no delante, y la sombra que ella proyectaba delante de mí era lo que yo necesitaba para avanzar por el buen camino, a ciegas, pero sin perder el rumbo. Porque más que sombra, aquella noche era la sagrada tiniebla de la que hablan los místicos, y en la que habitan los locos de Dios.

Sé que es un mal de nuestro tiempo. La ausencia de creadores es evidente por esta causa. La era moderna es la era de la razón. Del criticismo paralizante. Todo es crítica, polémica, análisis periodístico: de los hechos históricos y las vidas particulares. No hay contemplación, ni afán de conocimiento. No hay confianza ciega en la vida que avanza por buen derrotero, a pesar de la maldad de los hombres, y de la impudicia de las mujeres, que en nuestro tiempo ha cobrado dimensiones alarmantes (el poder de la imagen, que es de la misma naturaleza que el espejo, ha crecido en el siglo a la par de la vanidad e histeria femeninas). Y la imagen, a la vez que la razón, es reflejo de alguna cosa, y no la cosa misma; se trata acaso de las dos caras de un mismo mal. Hablo de la razón lógica, fría, analítica, y no de la inteligencia contemplativa, o del pensamiento meditativo. El hombre ha perdido contacto con el mundo. Con la realidad. Y si le sumamos a este fenómeno de distanciamiento el vértigo de la velocidad, queda en evidencia el estado de abstracción del hombre moderno. Porque la velocidad, al igual que la imagen y la razón, impiden al hombre tocar el mundo. Sentir su rugosidad, su latido, su consistencia. ¿Y hay felicidad sin este amoroso contacto? No, porque el drama del alma humana es su soledad…

Tengo hambre de verdes praderas, olorosas, ondeantes, salpicadas de flores rojas… De amapolas como cálices colmados de luz solar. ¡Ah!… ¡Quién nos diera ser por una tarde uno de esos abejorros de la Península de San Pedro! ¡Qué espectáculo verlos meterse en aquellas campanitas colgantes, y libar una a una las vainas de oro traslúcidas! ¡Qué bodas para un epitalamio!… Cuando veía agitarse la sombra de un abejorro en el interior de uno esos recintos, bebiendo ávidamente el néctar, tenía la sensación de estar violando la intimidad purísima del jardín con mi mirada. Qué reales son las flores, a pesar de su levedad. El color, unido a la fragancia, y a la forma, les da un peso y una presencia singulares. Están ahí, y es imposible no ceder al impulso de libar su aroma hasta colmar el pecho vacío.

Mi amor, ahora mismo sufro el mal del que te hablé. ¿Qué debo hacer? Cuántas limitaciones se interponen en mi camino de realización como escritor. Cuántos obstáculos que intento saltar desde niño. Comprendo que el motivo es que estoy volcado hacia adentro. O caído más bien dentro de mí mismo, como en una trampa. La soledad es cómplice de ello, y la tristeza. Lo sé bien. La soledad, leí alguna vez, es un estado de remordimiento, y he aquí otra causa de mi mal: los pesares, las melancolías, que no son inocentes. Son hijos del egoísmo y el desamor. La alegría en cambio, la alegría verdadera, honda, espiritual, es apertura al mundo, y despreocupación. Lo demás, es duda, temor; la cara visible de un absurdo sentimiento de omnipotencia. Porque es claro que si estamos apesadumbrados, es porque creemos cargar al mundo en los hombros, cuando en realidad, el mundo estuvo antes, y seguirá estando, después de que nuestro pie deje de hollarlo. “El mundo, amigo, era muy viejo cuando nosotros éramos muy jóvenes”, le dijo Chesterton a no recuerdo quién, con la humildad que le es propia.

La alegría es un estado de gracia. De confianza. De paz. “Hay una sola tristeza, no ser santos”, dijo Bloy a su vez. Pero no quiero citarte a mis queridos ausentes, sino decirte que el hombre es para sí mismo una trampa, un pozo, en el que está siempre a punto de caer. Le place con excesiva frecuencia sentarse en el brocal para mirar su imagen, y ahí se queda, pensativo, nostálgico, admirando su hondísima desgracia, o sus defectos, o virtudes, da igual. Por eso tengo esta sed de jardines olorosos, y de espectáculos naturales. Porque el encierro de mi aislamiento me ha vuelto hosco, atribulado, reconcentrado. Pero el que pierda su vida la ganará, dice el Nazareno… Es decir, el que se olvide de sí mismo y esté abierto al mundo y a los hombres, sin temor a las traiciones, los fracasos, y los deseos. Y esto es lo que anhelo: olvidarme de mí, no mirar ya mi pena, no vigilar mis movimientos, no vivir en una corriente de reflujo continuo, de reflexión, sino de avance y contemplación. Narciso mira hacia abajo, hacia la imagen que se refleja en el lago, donde también se reflejan el sol y las nubes, pero no puede ver nada de ello, porque su rostro sobre la dura lámina de agua lo imanta. Está preso en su obsesión. En el hechizo del reflejo. Hoy, en la Era del cine y la televisión, sabemos cómo posee la imagen un poder hipnótico, y cuando esa imagen es la de uno mismo, el hechizo es más hipnótico aún. Es, literalmente, caer en un pozo profundo, pero es peor todavía.

El que se preocupa por sí mismo en demasía, el que se mira y vigila, y analiza, y contempla, sufre más que el que ha caído en verdad en un pozo, porque éste, al menos, puede mirar hacia arriba, y ver por la noche a las estrellas rodar por la bóveda (vos sabés bien, Sissi, lo magnífico que es esto: mirar el cielo desde el pozo en el que se ha caído); pero cuando se trata del pozo de la mirada, del agujero negro de la pupila, es distinto, y suceden cosas extrañas. La primera, es la fijación. El que se mira experimenta un estado de obsesión, o, lo que es igual, de inmovilidad, de sujeción, y tiene la espantosa sensación de su propia quietud. Es lo mismo que sucede frente a un espejo. Si nos plantamos frente a uno, y nos miramos un instante, pero también paseamos de vez en vez nuestra mirada por los objetos reflejados en el cristal, sin mover la cabeza, cada vez que tornamos a clavar nuestra mirada en los propios ojos sentimos que ellos no han girado en sus órbitas, y que siempre hemos estado allí, con las pupilas fijas en su fría copia. Es una experiencia sencilla, pero digna de ensayarse, porque además de conocer una trampa del espejo, podemos conocer cómo es que una estatua ve pasar a los transeúntes de una plaza sin ponerse en evidencia. Cada vez que la mirada vuelve al punto de fijación, se siente que el movimiento de los ojos ha sido ilusorio; y la razón es sencilla: el ojo sólo se capta al detenerse en el punto de su propio reflejo, y ese punto es tan fino, tan exacto, que se cae en la creencia de que nunca se ha salido de él. Lo mismo con Narciso: la obsesión por sí mismo le causa una agobiante sensación de inmovilidad estatuaria, de quietud búdica. Habrás notado que los narcisistas son tardos de movimientos, y que mantienen la cabeza quieta como si sostuvieran sobre ella un ánfora caediza. Y es que sufren el mal del espejo, o ilusión de inmovilidad, o bien, digámoslo psicológicamente, el complejo de estatua. No quiero decirte con esto que yo sufra de esta quietud, pero intuyo que mi tristeza sí es una clase de narcisismo, acaso porque toda tristeza es narcisista por definición, y de aquí la importancia del “yo” en el romanticismo filosófico y literario.

Pero el espejo del agua posee más trampas aún para Narciso. Su rostro en el espejo no es su rostro “doblemente”. ¿Qué quiero decir con esto? Que ya el rostro humano no es un rostro sino una máscara, porque el hombre en esta vida no es él mismo en forma plena, y podrá conocer sus verdaderas facciones en una dimensión trascendente, y ante el espejo de la divina pupila: “persona” en griego se dice prósopon, que significa máscara. El rostro entonces, ese aspecto facial que nosotros vemos al mirar a alguien, es sólo eso, un aspecto, una apariencia; un reflejo infiel de la persona, y no la persona real. El rostro reflejado, entonces, es el reflejo de un reflejo, pero también, la máscara de una máscara, porque la máscara es aquello que vela el rostro. Me dirás: ¿pero no es la sola y única máscara de su rostro lo que ve Narciso espejarse en el lago? No. Ve una máscara de su máscara, porque el pensamiento que surge sobre sí mismo a partir de esa visión, no es el mismo que tendría si se pensara sin mirar su aspecto superfluo. En el caso de este egotista, no es la persona la que se piensa, sino la máscara, y de este modo hay un desdoblamiento en el que Narciso se piensa desde otro que no es él, sino su vanidad encarnada. Y he aquí como esto de distar Narciso dos veces de sí mismo ante el espejo, entraña un doble mal: la alienación (o alejamiento de su esencia), y la mirada de ese otro yo que finge ser la persona reflejada, y no es más que un farsante, un cínico, y un adulador.

A fuerza de mirarse con fijeza, Narciso acaba mirándose desde su imagen, y lo que ve, siempre, es un rostro bello, aún cuando las facciones lo desmientan, porque la belleza no está en los rasgos, sino en la ilusión de superioridad que padece este romántico esteticista, que se espía con admiración a través de los ojos vacíos de su máscara-espejo, como quien se hubiese puesto la máscara de la luna para representar el drama de su bella tragedia: la egoistíada (digo esto en alusión a una famosa trilogía teatral, la Orestíada, que narra las desventuras de Orestes)

Y aquí está la otra trampa del espejo: la representación. Porque es el caso que la máscara engendra a su hija más amada: la tragedia, que nace de los amores incestuosos del hombre consigo mismo. El espejo engendra por medio del desdoblamiento al actor, y la máscara del rostro engendra a la tragedia (o a la melancolía, que es lo mismo)… ¡Qué extraños sucesos espirituales acaecen en torno al drama de la mirada! Y es que la mirada es la inteligencia, con todas sus virtudes y males; y la inteligencia es el alma del hombre, su espíritu, su corazón pensante. Ciertamente, un estudio de la mirada nos daría la dimensión plena del drama humano: de su intimidad, de sus amores, de su destino… El hombre está enfrentado consigo mismo, posee conciencia de sí, conocimiento, y esto es ya un mirarse el hombre, un saberse inteligente; y en cómo el hombre se sabe a sí mismo, radica el secreto de su estado espiritual; el meollo de su desgracia íntima o de su santa felicidad. E intuyo, Sissi, que Narciso se ignora a sí mismo, que no se posee verdaderamente, sino que cree mirarse, y en realidad sólo mira en la máscara de su máscara un espejismo de sí… La idea de una idea. El reflejo de un reflejo. La sombra de una sombra, al decir del poeta Píndaro. Y puesto que toma al reflejo de su máscara por el rostro real, representa para su vanidad halagüeña el dramático espectáculo de su vida, que es dramático por considerar el actor demasiado gravemente su papel, y por no ver el muy solipsista a otro protagonista que a él mismo en el vasto escenario del cosmos.

¡Qué diferencia entre Narciso y el abejorro del jardín de la Península!… El insecto, vibrante de gozo, zumbador, entraba en las flores con la devoción con que un monje entraría a comulgar en la milenaria iglesia de Santa Sofía. ¿A qué se debe esta asociación espontánea?… Tal vez las flores en forma de campanitas me remitieron a la idea de campanario, es decir, de templo; tal vez los abejorros parecían vestirse un hábito monacal al entrarse en las corolas (a pesar de que mi instinto me sugiriera otra cosa); tal vez el néctar de las flores me hizo evocar el pan de los ángeles… ¿Y acaso no pensé en Narciso por haber evocado un jardín florido, además de discurrir sobre la hipnosis de la imagen? Pero no era la flor del Narciso lo que libaba el místico abejorro, porque de haber sido así, esa flor se habría mirado en los verdes ojos del insecto ¡minúsculos espejos aduladores! y habría desmayado de amor sobre la húmeda tierra.