Sócrates visto a la Luz de la “Apología”

( DIARIO LA PRENSA)

La sofística

            Sócrates siempre quiso diferenciarse tanto de los cosmólogos como de los sofistas, pero por sobre todo, de estos últimos, contra los que combatió toda su vida. La misma Apología comienza con unas palabras de Sócrates que no son otra cosa que una sutil ironía contra los sofistas que lo acusan: «No sé, atenienses, qué impresión han dejado en vosotros las palabras de mis acusadores, mas de mí sí puedo decir que, al oírlas, me ha faltado poco para olvidarme de mi propia persona: tal era el poder de persuasión de las mismas»  Poder de persuasión, he aquí la virtud del discurso sofístico. Antes que la verdad, la persuasión. Uno de los sofistas más famosos de esa época, Gorgias, solía demostrar la tesis del relativismo (lo cual no es otra cosa que la «verdad» del relativismo, contradicción siempre insalvable en este tipo de discursos), solía demostrar su tesis haciendo dos discursos que fueran antitéticos en cuanto a las ideas, pero igualmente persuasivos, vale decir, convincentes, que para los sofistas es lo mismo que decir «verdaderos». Que Gorgias fue idolatrado durante su vida, lo prueba la estatua de oro que se le erigió después de su muerte, y, por cierto, esto de que el monumento alzado en su honor fuera de oro, es un mal signo: el oro hace pensar siempre en la palabra «idolatría», el mármol, en cambio, es más humilde en su opacidad lunar, no pretende deslumbrar, cegar, persuadir, sino tan sólo develar la belleza oculta en su entraña, según era la creencia de Miguel Ángel. El oro, con su prepotencia solar, quiere tener luz propia, ser él un absoluto al cual deben remitirse todos los demás metales para conocer su valía; el oro quiere ser la medida de todos los metales, quiere cegar antes que develar, quiere brillar antes que echar luz. El mármol, en cambio, sólo desea fosforecer con el fuego blanco, purísimo, de una hoguera remota, absoluta, de la que participa divina y eróticamente. Cierto es que Platón se vale del sol como símbolo del supremo Bien en su mito de la caverna, pero el Bien es el sol, y no el hombre. En cuanto al oro, valga la magnífica metáfora de Chesterton, que repetirá Cernuda:el oro es fuego congelado; y nosotros agregamos: es carne de sol muerta, disecada, momificada, exangüe. El oro es fuego que ya no calienta, que brilla como fuego fatuo, como estrella muerta hace millones de años. Ciega, pero no abraza, brilla, pero no alumbra. El mármol es la memoria del sol, su reminiscencia, es luz de luna solidificada, y en su meollo, duerme un recuerdo supralunar, ultraterreno. Los  atenienses le erigieron a Gorgias, el de los brillantes discursos, una estatua de oro, y así el sofista se convirtió en el becerro de oro griego, enemigo acérrimo de toda ley absoluta… Al fuego se opone el oro, a la zarza ardiente el becerro áureo, a los mandamientos divinos el relativismo humano, a la ley la arbitrariedad, al concepto la opinión, al mármol el oro, a Sócrates… Gorgias. Para que Gorgias diera un poco de luz y calor, fue preciso fundir su estatua, derretirla, y eso es lo que siempre acaban haciendo los idólatras con sus ídolos, y el ídolo, no obstante su absoluto poder y esplendor, es absolutamente impotente para evitar convertirse en un charco de lava humeante.

Luego de su ataque sutil contra la sofística, Sócrates pone en claro que él no es un sofista, y dice: «En efecto, el hecho de que no sientan vergüenza ante la proximidad de ser puestos por mí en evidencia, y no con palabras, sino con hechos, una vez que quede patente mi completa inhabilidad oratoria, me parece lo más descarado de su conducta (que lo acusen de hábil orador), a no ser que llamen hábil orador al que dice la verdad. Si es ese el sentido de sus planes, tendré que reconocer que soy orador, mas no al modo de ellos».Sócrates desprecia la retórica sofística, su ornamento, su artificio: «Y no será un elegante discurso el que escuchéis, un discurso como el de estos, adornado con bellas frases y palabras; lejos de eso, emplearé las primeras expresiones que acudan a mi mente»; aquí la espontaneidad es sinónimo de sinceridad, aún cuando sea posible mentir espontáneamente, claro, pero no es el caso de Sócrates, quien no quiere pulir discursos «como un adolescente», sino utilizar la palabra como instrumento, y no como fin último.

Los cosmólogos.

            Tanto se quiere diferenciar Sócrates de los sofistas como de los cosmólogos. Los cosmólogos eran, particularmente, los filósofos presocráticos: Tales de Mileto, Anaxímenes, Anaximandro, Heráclito, Anaxágoras, Empédocles, etc. Todos estos filósofos, como bien dice Nietzsche en El Origen de la Tragedia, intentaban hallar el sentido del «cosmos» (orden), buscándole su unidad. Tales dijo que el agua era el elemento unitivo, Anaxímenes el aire, Anaximandro el «ápeiron» (lo indefinido), Heráclito el fuego, Demócrito los átomos, Empédocles los cuatro elementos. Seducidos, asombrados por la belleza del mundo, buscaban con denuedo qué era aquello que le confería un orden a las cosas. Los griegos llegaron a la idea de orden, de cosmos, a través del asombro por la belleza del mundo (la palabra «cosmética» es un derivado de la palabra «cosmos»). El más ilustre antecedente de los filósofos  presocráticos, es el mismísimo Homero. Los críticos modernos coinciden  en que el tema crucial de La Ilíada y La Odisea es la Belleza: los aqueos invaden Troya para rescatar a la que era la Belleza encarnada, Helena, y por ella combaten y mueren; y en La Odisea, el héroe griego Odiseo atraviesa mares y peligros sin cuento hasta alcanzar el regazo tibio de Penélope, su bella esposa; mucho se ha hablado de la simbología de La Odisea, pero en síntesis sería la siguiente: el mar representa la vida misma, tormentosa, cambiante, incierta, profunda e inmensa; la travesía marítima la existencia humana, azarosa, esforzada, riesgosa; y Penélope, la Belleza, el orden, la sabiduría hacia la que el héroe aspira. La Odisea sería, pues, un símbolo de la vida como viaje iniciático; siglos después, Virgilio retomará el símbolo en su Eneida, y luego aparecerá la versión cristiana de esa viaje en el mito celta del Viaje de San Brandán hacia las islas bienaventuradas. La Belleza, y en suma, el Orden, la Unidad de todas las cosas, sería el tema esencial de los poemas de Homero, que luego los filósofos presocráticos racionalizarían. PeroSócrates quiere tomar distancia de los cosmólogos, aún cuando los admira, lo mismo que a Homero. Él es algo muy distinto, no es un «investigador de los fenómenos celestes y de todo cuanto hay en las profundidades de la Tierra», sino un partero de la verdad, como veremos más adelante.

  La misión del filósofo.

             Sócrates es, además de filósofo, casi un sacerdote en su misión divina. No sólo es un amante de la verdad, un estudioso del hombre, y un maestro, sino que es un enviado: «sobre mí siento la influencia de algún dios y de algún genio». El oráculo de Delfos le ha revelado a un amigo suyo, Querefonte, que «Sócrates es el más sabio de los hombres», y es el más sabio (lo descubrirá Sócrates por sí mismo) por saber que nada sabe, pero este es un tema aparte. Lo importante aquí es la conciencia de misión que tiene Sócrates: «Este cometido, repito, me ha sido impuesto por la divinidad por medio de oráculos, sueños y por todos los procedimientos de que la voluntad divina se ha valido hasta la fecha para ordenar a un hombre que lleve a cabo cualquier cosa». Sócrates es un hombre piadoso, o, para decirlo con todas las letras, religioso. Esta es una idea clave para la comprensión del pensamiento socrático. De esta piedad religiosa surgen tres ideas básicas: el sentido de misión, el reconocimiento de verdades absolutas, y la enseñanza de una ética. De aquí el absurdo de que a Sócrates se le acusara de no creer en los dioses, y de corromper a la juventud. Sin la comprensión del profundo sentimiento religioso que Sócrates tenía de la vida, es imposible conocer a este filósofo griego que se sabía un elegido, y sufría por tener que dejar a la «polis» en la orfandad: «porque si me matáis no encontraréis fácilmente otro hombre como yo, un hombre, por así decirlo, aunque el símil sea un tanto irrisorio, a quien el dios ha puesto al cuidado de la ciudad, como si esta fuera un caballo grande y de buena raza, pero tardo a causa de su elevada talla y falto de ser aguijoneado por una especie de tábano…»; Sócrates, como todo hombre piadoso, tiene una actitud paternal con los atenienses, y sufre antes por ellos que por su muerte; también Juana de Arco, cuando las llamas comenzaban a abrazar su cuerpo, exclamó: «Ah, Ruan, Ruan, temo que tengas que sufrir por mi muerte». Las almas grandes, se saben elegidas por la divinidad, y conocen las consecuencias nefandas que puede llegar a sufrir un pueblo que asesina a los heraldos celestes. Quien mata a un enviado de Dios, o de «el dios», realiza un atentado contra Dios mismo: Sócrates, Moro, y Juana de Arco, lo supieron, y sufrieron por esto más que por su propia muerte, la cual, para el varón justo, no es más que la coronación de una existencia abnegada. Sócrates se sabía un enviado. Muchas veces los nombres son providenciales; en el caso de Sócrates, son significativos los nombres de sus progenitores: su padre se llamó Sofronisco (derivado de «sofrosine», sabiduría), y su madre, Fenarete (dadora de virtud). Asimismo, Aristóteles significa «el mejor», Amadeus «el amado de Dios», y… el clérigo que la condenó a Juana de Arco a la hoguera se llamaba Cauchón*, y ciertamente que era un cerdo ese falso clérigo al que Juana dirigió sus últimas palabras, aunque no sus últimos pensamientos: «muero por tu culpa», le dijo en el instante en que un fantasma de humo azul le tragaba el cuerpo desde los pies encadenados; pero si las llamas convierten a un ídolo de oro en un charco de lava, a una doncella la convierten en un ángel de luz.  Sócrates murió por culpa de Meleto y de muchos otros calumniadores, pero el veneno que le quemó la garganta, no acalló su voz, y mientras que la estatua de Gorgias hoy no existe, el monumento que Platón le erigió al maestro aún fosforece con la opacidad lunar del mármol en el ágora del mundo.

Planteo del problema ético.

            Para Sócrates el problema ético es el problema de la virtud: «Efectivamente, yendo de acá para allá, no hago otra cosa que tratar de convenceros, tanto a jóvenes como a viejos, de que no debéis cuidaros de vuestros cuerpos ni de la fortuna antes ni con tanta intensidad como de procurar que vuestra alma sea lo mejor posible: para ello os decía que no nace la virtud de la fortuna, y, en cambio, la fortuna y todo lo demás, tanto en el orden privado como en el público, llegan a ser bienes para los hombres por la virtud». La virtud, pues, es el mayor de los bienes, y para Sócrates la virtud puede ser enseñada, más aún, el hombre malo no es tal por maldad, sino por ignorancia. El hombre griego tenía al respecto cierta concepción ingenua de la naturaleza humana: la idea de Destino señoreaba de un modo absoluto hasta en las inteligencias más libres y lúcidas. Esto se ve con mayor claridad en los trágicos. Tanto Esquilo, como Sófocles y Eurípides (que era amigo de Sócrates) hablan de fatalidad cada vez que se plantea un problema de índole moral. Edipo es poco menos que un mártir, al igual que Medea y Clitemnestra. Cierto es que existe en el hombre griego la noción de culpa, no podría ser de otro modo, pero no hay sentido de pecado. En los trágicos prima la idea de Destino, en Sócrates el problema es la ignorancia, en Platón, suponemos, ambas cosas a la vez.

Para Sócrates, en el hombre hay más ignorancia que maldad, y hasta casi podría decirse que sólo hay ignorancia cuando no hay virtud. Tendrán que pasar muchos siglos para que el hombre sondee los abismos de la naturaleza humana. Tendrán que pasar muchos siglos para que Shakespeare forje con fuegos del infierno a su personaje Yago, a Macbeth, y a Ricardo III, y unos siglos más aún para que Dostoyevski de a conocer al lector las noches blancas de San Petersburgo, ciudad que se convertiría, bajo el hechizo de su pluma, en un museo de cera de homicidas sin rostro, inmóviles de rencor, lívidos, solitarios, pero vivos, y a punto de realizar un acto abominable. Pero para Sócrates hay ignorancia antes que maldad. Tal vez Meleto no tenía un alma menos tenebrosa que Yago, pero ni Sócrates, ni Platón, ni Meleto mismo, podían tener noción de las profundidades de la maldad humana, aunque, en realidad, nadie puede saber a qué grado de lucidez pudo llegar a este respecto la inteligencia de Sócrates en el momento en que la cicuta mojó los labios del filósofo.

            Sócrates quería enseñar a los atenienses a ser mejores, en suma, a ser más buenos. En este sentido es un moralista. Para Sócrates «el mayor bien para el hombre consiste en hablar día tras día acerca de la virtud…», porque «la vida sin tal género de examen no merece ser vivida».

Eliminación de saberes infundados y ejercicio de la crítica.

Sócrates no quiere instruir a los atenienses, al menos no como los sofistas, a quienes desaprueba de modo tajante: «Si escucháis decir a alguien que yo me dedico, mediante estipendio, a instruir a los hombres, tampoco eso es verdad. Aunque realmente me parece decoroso eso, si se les puede instruir al modo de Gorgias, Pródicos, e Hipias, los cuales van recorriendo las ciudades, y, pese a que los jóvenes pueden seguir gratuitamente las enseñanzas del maestro que prefieran entre los de su ciudad, los mueven a abandonar el magisterio de estos y hacerse discípulos suyos, con pago de honorarios, y quedar encima agradecidos». Sócrates toma distancia una vez más de los sofistas, a los que un pensador argentino calificó como “precursores de los modernos políticos”. Claro que, por su parte, Jaeger hizo una defensa de los sofistas en su Paideia, diciendo que estos, antes que precursores de los políticos, son los precursores de los maestros y los polemistas. Sócrates no quiere instruir, sino eliminar los saberes infundados, los prejuicios. He aquí, según él, el secreto de su sabiduría: hacerles ver a los atenienses que nada saben, pero que, casi paradójicamente, toda la verdad está en el alma de cada uno. Detengámonos en este punto.

Para Sócrates (o Platón), aprender es recordar, por aquello de la teoría de las reminiscencias. El alma, que alguna vez habitó en el Empíreo antes de caer en la tumba o cárcel del cuerpo, ha olvidado sus visiones del mundo inteligible. Lo que Sócrates llama ignorancia no es otra cosa, al cabo, que olvido, y una vez más, la memoria adquiere en Grecia un carácter soberano. En la mitología griega Mnemosine es nada menos que la madre de las nueve musas; de modo que la memoria tanto será para el hombre la madre de las artes, como de la filosofía, lo cual no deja de ser altamente sugestivo. Lo fue para Agustín de Hipona, quien, en el libro décimo de las Confesiones, hizo el primer análisis filosófico-teológico acerca de esa misteriosa facultad del pensamiento humano. Para Sócrates aprender es recordar; la memoria es el ánfora arcana que contiene el vino añejo de la sabiduría. Ortega y Gasset, a su vez, exaltó a la memoria por el carácter particularmente «afectivo» de esta facultad: la sede de esta facultad sería el corazón, órgano central del conocimiento intuitivo del mundo. Para Ortega, pues, recordar, es volver a traer al «cor»; de modo que memoria, conocimiento, y corazón son realidades misteriosamente afines para el pensador español. Algo semejante pensó Sócrates, para quien Eros, Memoria y Conocimiento están hondamente relacionados. Aprender es recordar, y el hombre recuerda impelido por el Eros ascendente que brega por devolver al hombre a su origen. En cuanto a la naturaleza del Eros, y su relación con la memoria omnisciente, nos vemos tentados a citar aquellas palabras con que Miguel de Unamuno cifraba todo el sentido de la existencia humana: «morriña de la eternidad».

Para eliminar los saberes infundados, Sócrates se vale de la Mayéutica, que no es otra cosa que el arte de ayudar a los hombres a que paran la verdad que está latente en ellos. Para esto se vale del ejercicio de la crítica, de la refutación, como cuando rebate a Meleto, diciéndole: «Y ahora dime: ¿no es verdad que tenemos la creencia de que los genios son dioses e hijos de los dioses? ¿Estás de acuerdo o no?» «Sí» «Pues bien: si yo creo en genios, como dices, si los genios son dioses, esto significaría aquello que me ha hecho afirmar que tú presentas en son de burla un enigma, o sea el hecho de que digas que yo, al tiempo que no creo en los dioses, creo, en cambio, en los dioses ya que creo en los genios» (…) «¿Qué hombre puede creer que hay hijos de dioses pero no dioses?».

Sócrates fue acaso el primer mártir de la verdad, le seguirían Boecio, Moro, Giordano Bruno… Pero la muerte no es un mal para el varón íntegro, que afronta siempre el misterio penúltimo de la vida con serenidad ejemplar. La Apología finaliza con estas palabras memorables del obstetra del pensamiento occidental: «Y no digo más, porque es hora de partir; yo he de marchar a morir y vosotros a vivir, ¿sois vosotros o soy yo quien va a una situación mejor? Eso es oscuro para cualquiera, salvo para la divinidad.»

 

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