Sócrates y Alcibíades

(Fragmento de la novela Aspasia)

-Pasa y sírvete vino -le dijo Sócrates.

Alcibíades se quedó un momento a solas… ¿Por qué amainaba el ala siempre que se acercaba a su maestro?… ¿No sería por falta de carácter? ¿Qué poder demónico tenía ese hombre sobre su conciencia?

Iba a servirse vino pero se contuvo. Empezaría a desobedecer en lo pequeño para poder rebelarse en lo grande.

Se sentó y recobró la fuerza de su orgullo… ¿Y si la presencia de Sócrates fuera un pozo oscuro, una trampa, en la que los hombres caían atraídos por el cebo de su dialéctica?

-¿Y el vino? -le dijo Sócrates.

-Sírveme tú.

Sócrates llenó dos copas y las depositó en la mesa de roble. Alcibíades ni se movió de su sitio. Estaba concentrado en las ideas nuevas que le afluían a la mente sin que él tuviera que hacer otra cosa que estarse quieto y sonreír de un modo ambiguo (al verlo, Sócrates pensó en el ídolo hindú de la sonrisa socarrona que le hacía acordar a Alcibíades).

Sócrates se le sentó enfrente.

Alcibíades no dijo nada. Ante todo, debía emanciparse de la influencia que ese hombre ejercía sobre él con su personalidad imperiosa.

Sócrates lo miró y respetó su silencio, y hasta imitó su inmovilidad.

“Déjame verte, Sócrates, sin el disfraz de tu elocuencia -pensó Alcibíades-. ¿De dónde has venido?… ¿Qué pretendes?… Interrogas a todos en el ágora para hacerles creer que nada saben, ya se trate de un médico, un soldado, o un atleta. Y al médico le muestras que no sabe qué es la enfermedad o la salud, a pesar de que tal vez  ejerza su oficio con maestría, y al soldado lo convences de que no sabe qué es la valentía, y al atleta le demuestras que ignora la diferencia entre el juego y la competición. Y así, todo el que se cruza contigo se aleja de tu lado con la sensación de haber vivido hasta ese momento en la ignorancia más lamentable”.

Sócrates lo miraba fijo, y podía darse cuenta de que Alcibíades le hablaba con el intelecto.

“¿Y por qué haces eso, mi amigo Sócrates? ¿Es que nadie advierte la trampa que has inventado para los transeúntes de Atenas con más ingenio que el mismísimo Artemón?”.

Aunque aún era de día, las dos antorchas de la pared estaban encendidas (Sócrates consideraba al fuego una compañía preferible a la de un perro, y una luz más lúcida que las inteligencias humanas).

“Y esa trampa, Sócrates, es tu habilidad para preguntar lo que ni tú mismo sabes… Pero lo que sí sabes, es que tus preguntas engendran la ignorancia. Cualquier médico sabe lo que es la salud, pero basta con que tú le pidas una definición para que sufra un vértigo de perplejidad. Cualquier soldado sabe lo que es la valentía, pero si tú lo interrogas sobre la esencia de la valentía, lo obligas a reconocer que es un ignorante, y hasta lo haces dudar de si en las batallas se comportó como un bravo o un cobarde… ¿Y eso por qué?… Porque inoculas en las mentes el veneno de la duda, haciendo preguntas que no sirven más que para enturbiar la certeza vital. Y así es como haces creer a todos ¡tú, hábil especulador! que no hay conocimiento sin definiciones, que no hay vida sin conciencia, que no hay felicidad sin búsqueda afanosa de la virtud, y todos acaban dudando de sí mismos: el enamorado, al ver que no es capaz de definir el amor, siente que no ama; el guerrero, al no poder definir la valentía, cree que no es valiente; el capitán de un barco, al no poder definir la esencia de la gobernabilidad, siente que ha sido un imprudente toda su vida… Y hasta la Vida misma, al verse juzgada en el tribunal de la diosa Virtud, siente que es impura y se vuelve contra sí misma, se muerde, se remuerde, se niega… ¡Ay! Sócrates, no sé si los dioses podrán perdonarte, pero sé que la vida no te perdonará, porque la has mancillado… Y también has mancillado a Atenas, que era la vida misma, con tus preguntas inoportunas y letales”.

Sócrates lo miraba a Alcibíades tan serio que parecía escucharlo, pero en realidad luchaba por vencer la influencia que ejercía sobre él la belleza de su discípulo. Sabía que el mejor modo de resistir a la tentación de la carne era empezar a dialogar sobre la naturaleza de la belleza, y de la amistad, y del amor, pero también sabía que si lograba contemplarlo a Alcibíades sin debilidad, sería una victoria mayor que la que podía alcanzar por medio de las palabras:

“Tú, Alcibíades, eres bello -pensaba Sócrates-, ¿pero qué es la belleza sino una pura apariencia y un engaño sutil de los sentidos? Y sin embargo, ¿quién no cae en su red? ¿Quién no se rinde a su esplendor?… Pero… ¿Y si la belleza no fuera un espejismo, sino un mensaje de los dioses?… ¿Qué clase de mensaje? La promesa de una belleza superior”.

Las llamas de las dos antorchas se agitaban en el muro, como si ellas fueran las inteligencias de Sócrates y Alcibíades debatiéndose en ese espacio inmóvil. Y sobre el rostro de Alcibíades se agitaba el fulgor del pensamiento de Sócrates, y sobre el rostro de Sócrates se agitaba el fulgor del pensamiento de Alcibíades, que en ese momento era:         “Has matado la tragedia, Sócrates, al interponer entre el hombre y la vida la perversa razón, y al matar a la tragedia has extinguido el fuego de la contradicción, has roto el arco de la tensión existencial, y has inventado en Atenas la cobardía, que antes no existía, al infundir en los hombres un sentimiento de desconfianza profunda que tú llamas sabiduría, humildad, y conciencia de la propia ignorancia”.

Y Sócrates:

“Creeré en ti, pero no en tu belleza, Alcibíades. Te amaré a ti, pero no a tu belleza. Amaré tu carácter, tu osadía, tu orgullo, pero no caeré en la trampa del deseo falaz”.

Y Alcibíades:

“Qué pequeño eres, Sócrates, sin tu elocuencia. Eres un Sileno feo y ridículo que se venga de su fealdad poniendo ante los demás un espejo que distorsiona las imágenes… ¡El espejo de tu dialéctica!… ¡El invento más perverso y genial jamás creado por el intelecto humano!”.

Y Sócrates, con el reverbero de las antorchas en su frente pesada:

“Ya no te deseo Alcibíades. Me he liberado”.

Y Alcibíades:

“Me rechazaste a mí, y también a Aspasia. Heriste nuestra vanidad y nos pusiste bajo tu pie. Pero ahora que he te he adivinado ya no volveré a dudar de mi fuerza, y romperé el espejo de tu dialéctica para volver a creer en mi divina locura, y en mi sagrada contradicción”.

Y Sócrates:

“Ahora puedo decir que amo a Alcibíades”.

Y Alcibíades:

“Sólo yo sé quién eres, Sócrates, sólo yo…”.

Sonó un golpe de puños en la puerta. Las dos antorchas del muro se aquietaron hasta inmovilizarse.

Sócrates se levantó.

-Iré a ver quién es.

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