Sócrates y Eurípides

(Fragmento de la novela Aspasia)

En los distintos terrenos del Liceo -el campo de deportes mandado a construir por Pericles en el lado este de la ciudad-, se celebraban ese día distintas competiciones en honor a Palas: carreras de caballos, pugilismo, lanzamiento de disco y jabalina, salto con pértiga… Los atletas más afamados se reunían allí y en la Academia (lado oeste de Atenas), para hacer gala de su fuerza y destrezas, pero sobre todo, para lucir desnudos sus cuerpos escultóricos, de bíceps de bronce y piernas fuertes como columnas. En esos estadios quedaba claro que el hombre era el más bello animal, y que el cuerpo no era algo despreciable -como pretendían algunos sofistas escuálidos, cultores del intelecto descarnado-, sino el prodigio máximo de la naturaleza y el mayor regalo de los dioses a los hombres… ¿Qué sería del hombre sin su cuerpo?: un alma desmemoriada como las que habitan el mundo subterráneo; un río seco en el que no podrían espejarse las nubes y las bellas muchachas; una voz sin máscara incapaz de celebrar las glorias del amor y la gimnasia, de la sal marina en la piel y el vino caliente en la garganta… ¿Qué ería del hombre sin un cuerpo?… Una sombra… ¡Un muerto! Un viento en pena sin velas que tensar ni cabelleras que embestir, y una abeja sin aguijón en un paraíso repleto de flores.

Sentados en unas gradas del inmenso estadio, Sócrates y Eurípides, el dramaturgo, esperaban para ver la pelea entre los campeones Diágoras y Guatón. A lo lejos, una multitud vitoreaba a los corredores de doscientos metros, y más lejos aún, se veía a los saltadores de pértiga elevarse por los aires.

-Pero entonces -dijo Eurípides alzando los hombros-, ¿qué sentido le encuentras a estas competiciones estúpidas?

-Es sencillo -dijo Sócrates, como si ya lo hubiera pensado antes-. ¿Has visto lo que hace la criba con el trigo?

-Sí, elimina la cascarilla del grano.

-Y esto es igual. La gimnasia elimina las impurezas del cuerpo para dejarlo tan desnudo y puro como al trigo sin la cáscara.

-¿Te refieres a las grasas?

-Y a los pensamientos insanos, y a todo lo que sobra en el hombre. Durante la pruebas gimnásticas, la sangre que bulle y los músculos que arden eliminan aquello que vuelve fofa la carne y flácidos los razonamientos. El cuerpo del hombre se convierte en una hecatombe viviente dedicada a Apolo, el dios vigoroso de la salud… ¿O no has visto cómo humean los cuerpos durante los juegos y ejercicios?

Eurípides lo miró con el rabillo del ojo. Ese hombre decía las cosas más extrañas con la mayor naturalidad, y a plena luz del día, sin necesidad de soledad y concentración. Él, en cambio, sólo podía concebir ideas agudas en su escritorio, en medio de la noche, y sin haber probado bocado, para que la pesantez del cuerpo no lo traicionara.

-¿Y el alma? -preguntó Eurípides, por decir algo.

Sócrates le señaló los caballos que entraban por una puerta del Liceo, lustrosos y magníficos, espantándose los insectos con sus colas largas y brillantes (pronto correrían como pegasos alados por la pista recta del Liceo).

-En esta vida el alma y el cuerpo son lo mismo. Sólo después de la muerte se diferencian. Y sino mira a esos corceles… ¿Puedes distinguir en ellos entre la carne y el vigor que los mueve? ¿Entre la masa de músculos y la belleza que da armonía al conjunto?

Eurípides permaneció en silencio.

-Lo mismo con el hombre, que es manifestación de lo espiritual en lo material: palabra en el barro, mirada en el agua, percepción en la carne, idea en el viento, voluntad en la sangre. Materia que ama y que espera, que sueña y medita, que late y que crea… Corteza que roza al mundo y lo conoce; árbol que lleva a rastras su raíz… ¿Ves esta frente? -y se la golpeó con los nudillos para mostrar su dureza.

Eurípides miró los senos frontales del filósofo, que ahora parecían más protuberantes, como hinchados:

-Es piedra que piensa… ¿Y este pecho? -y se lo tocó con dos dedos-. Es carne y sangre que ama… ¡Pero mira! -exclamó, como si lo que había dicho no mereciera ninguna consideración.

Los pugilistas acababan de aparecer en el terreno para hacer los ejercicios previos a la gran pelea de esa mañana. Las gradas empezaban a ocuparse.

Guatón, el hombre fornido oriundo de Halicarnaso, tenía el pelo hirsuto y las aletas de la nariz abiertas como un toro. Se había hecho tatuar en un brazo a Tarasipo, el demonio de la lucha (con garras en vez de manos y ojos rojos que despedían fuego), y en el otro, a Simirna, la prostituta de labios gruesos que enloquecía de deseo al recibirlo en su cubil después de una pelea, cuando al hombre-toro le había quedado la cara hecha un amasijo de tierra, sudor, y sangre reseca, y el cuerpo -grasiento por los ungüentos- repleto de contusiones verdinegras y de heridas supurantes.

Un esclavo se le acercó y le dio lo que tenía que ponerse en las manos: unas correas de piel de buey con trozos de cuero duro y puntiagudo, y reforzadas con clavos de cobre y bolas de plomo. Diágoras ya había entrado al terreno con las correas puestas, y saltaba sobre el cuadrado de arena dando golpes al aire con una velocidad asombrosa, y haciendo un juego de piernas más propio de un danzante que de un pugilista.

Ante el espectáculo ridículo de su contrincante, Guatón se cruzó de brazos y miró hacia el público haciendo una mueca de estupor con la boca abierta, que provocó la risa de todos. Diágoras no se dio por aludido, y siguió moviéndose de una manera como nunca se había visto. Además, su aspecto era más el de un gimnasta que el de un boxeador: cuerpo blanco y fibroso, piernas flacas pero musculosas, y una liviana agilidad que contrastaba con esa masa compacta de músculos y ojos bizcos que respondía al nombre de Guatón.

Eurípides, que estaba ahí por Sócrates, y no porque le interesara la pelea, dijo para ganar la atención del amigo:

-Dijiste que el cuerpo y el alma no se diferencian, pero esa armonía de los caballos no se ve jamás en el hombre.

Sócrates dejó de admirar las destrezas de Diágoras.

-¿No? -dijo, concentrándose en el rostro del dramaturgo. Sócrates no podía conversar sin observar detalladamente el rostro de su interlocutor; ningún gesto le pasaba inadvertido, ningún mohín, ninguna pliegue del labio o fruncimiento de la frente… Era un instinto en él: adivinaba el pensamiento profundo del otro (sus matices y procesos) por esos signos visibles que él sabía descifrar aún mejor que Menexeno, maestro en fisonomías.

-No -dijo Eurípides-, y encimó el labio inferior sobre el superior, desafiante-. El hombre no es nada armónico. Está dividido en mil partes. Desgarrado por sus pasiones y arrastrado por sus placeres. Más que un corcel digno y majestuoso, es un zorro, un lobo hambriento, una cabra ambiciosa, un cerdo revolcón, y un gato traicionero.

Guatón descargó el primer golpe sobre su adversario, pero Diágoras lo esquivó con un salto y un giro de cintura. La multitud congregada empezó a gritar.

-No se rige por la razón, sino por el instinto y el interés -siguió diciendo Eurípides, que con su nariz ganchuda y los hombros en alto parecía un ave de presa-. No lo mueve la voluntad, sino alguna clase de picazón, como el deseo o la estúpida curiosidad; no busca la compañía de los mejores, sino de aquellos que le festejen sus liviandades y sandeces, para no tener que enfrentarse con el mico en el que se convirtió después de la primera juventud; no acude a la guerra para forjar su voluntad y poner a prueba su valentía, sino atraído por el saqueo de las ciudades vencidas, y por la viudas y doncellas que podrá raptar y gozar a su antojo.

Sócrates lo oía atentamente, y en el modo en que Eurípides torcía la boca mientras hablaba, podía ver que su amigo se expresaba con sincera amargura, y no por el gusto morboso de enlodar al género humano con sus acusaciones, o para endilgarle sus debilidades a la naturaleza.

Guatón lanzó uno y otro golpe contra el ridículo saltimbanqui sin vellos en el pecho, y una y otra vez se fue con todo el cuerpo detrás de sus golpes, sin dar en el blanco ni una sola vez: empezaba a sentirse aturdido, como mareado, y era porque Diágoras le saltaba alrededor como un insecto molesto, enredando los pies en el aire en cada salto, e inclinándose de un lado al otro con los puños a la altura de la boca, al modo de las suplicantes de los templos; pero Diágoras no suplicaba, sino que soltaba golpes tan rápidos y certeros, que Guatón, después de los impactos, tenía la impresión de que su adversario no había estirado los brazos para pegarle ni una sola vez (el dolor de boca y mandíbula desmentía esa impresión).

-De acuerdo -dijo Sócrates, sin quitar los ojos del rostro lívido del dramaturgo-. El hombre es una bestia, pero una bestia que puede ser educada para convertirse un día en un hombre.

-¿Educada? -dijo Eurípides, y soltó el aire por la nariz-. Pero antes la bestia debe querer que la eduquen, ¿verdad? Y en la mayoría de los casos esto no sucede. Pero… Todo esto que digo, Sócrates, no es lo que quiero decir.

-¿No?…  ¿Y qué es? -dijo Sócrates sin mostrar impaciencia: sabía que su amigo se acercaba a los problemas filosóficos dando mil rodeos, así como el águila desciende en círculos concéntricos y recién se arroja en picada sobre su víctima en el instante más propicio.

-Yo sé bien -dijo Eurípides, y se encogió soltando un suspiro-, que el hombre también tiene su lado noble. Pero lo importante es saber cuál es su lado predominante, y a mi entender, es el irracional.

-Precisamente -dijo Sócrates-, y por eso hay que desarrollar en el hombre su lado racional.

-¿Pero hasta qué punto? -dijo Eurípides, enérgico-. Porque yo no veo que lo irracional sea mejor que lo racional. Al contrario, a la razón la veo como una fuerza neutralizante del entusiasmo; como un soplo enfriador del ímpetu vital.

Sócrates sintió una presión en las sienes: esas palabras le habían llegado hondo, e ignoraba por qué.

-¿Un soplo enfriador? -repitió el conversador invencible, que jamás había mostrado hasta entonces, durante un diálogo, duda o turbación.

El fornido Guatón le tomó el tiempo a uno de los giros de cintura de Diágoras, y le descargó un golpe tan fuerte en la mandíbula al nacido en Atenas, que lo hizo girar como una peonza.

La turba soltó una exclamación unánime, y Sócrates ni miró hacia el cuadrángulo.

-Pero tampoco esto es lo que quiero decir -dijo Eurípides-. Sino que la verdad está en el punto medio entre dos extremos.

Sócrates frunció el entrecejo. ¿No era ese el fundamento de su prédica filosófica?… No. No lo era. Eurípides quería decir otra cosa: lo adivinaba en el tenue brillo de astucia de sus ojos negros y pequeños:

-Y el punto medio no es la prudencia. No es la moderación cobarde y senil. No es la conquista de la virtud paralizante, que nos hace sabios a costa de nuestra fuerza jovial. El punto medio es un nudo de tensión, y no es un nudo, es un ojo de tormenta, y no es un ojo, es un corazón que late discorde en un pecho que se ahoga por su exceso de pasión… Por eso, Sócrates -le espetó, yendo al grano del asunto-, es que no puedo comprenderte, aunque me esfuerce.

-¿Comprenderme? -dijo Sócrates, que había bajado la guardia, y no pensaba en utilizar la espada de su dialéctica, ni el escudo de su ironía, para vencer a su amigo, o para salir airoso de esa conversación.

-Sí, porque todo esto que te digo tú lo sabes mejor que nadie.

-¿Qué cosa? -dijo Sócrates, en el paroxismo del asombro.

-Que el hombre verdadero, el íntegro, el fuerte, vive en el centro de la contradicción como pez en el agua. Y que el sabio de verdad no es un domador de fieras, sino un cazador; ni un equilibrista que se balancea sobre la fina cuerda de la pureza, como un ave liviana, sino un auriga que suelta las riendas y salta sobre el corcel más brioso para sentir en la sangre el vértigo de la carrera, como hizo Crotón en Olimpia cuando tenía prácticamente perdida la competencia, y ganó.

En el aire había un olor indefinido, mezcla de aceites, sangre y establo. Y en ese día azul y límpido, la única nube era la que levantaban los caballos a lo lejos en la pista recta y polvorienta del Liceo.

Diágoras, el boxeador danzante hizo con los pies unos dibujos intrincados en la arena, rodeó a su adversario dos veces dando saltos cortos con las piernas abiertas, amagó con soltar la zurda, luego la diestra, y al final le descargó a Guatón un golpe tan directo en el centro de la cara, que el toro de Halicarnaso sólo supo que había caído sentado en la arena cuando vio que su adversario -de pie enfrente suyo- era mucho más alto que él, cuando en la realidad era de menor estatura.

La multitud se quedó estática y en silencio, y en el aire quieto de esa expectación sólo sonaron las voces de Sócrates y Eurípides, que debatían acaloradamente sobre el misterio de la naturaleza humana, y de otros asuntos más álgidos:

-Pero tú quieres que el hombre sea un domador -dijo Eurípides en tono de escándalo-, un virtuoso que modere sus pasiones y se vigile de continuo como un tirano de sí mismo.

-¡O como un padre con sus hijos descarriados!

-¿Descarriados? -exclamó Eurípides, mirándolo con carácter-, pero si la vida, Sócrates, es algo descarriado, imprevisible, que no puede ser dominar como a un esclavo díscolo. La vida es algo… ¡Pero dejemos esto de la vida!… El hombre verdadero-y al decir esto ahuecó la voz y bajó la barbilla-, no busca la moderación, sino la fuerza, y se ríe del mal, y de las borracheras, y de las hetairas del puerto, y del dolor, y de sí mismo; pero no ríe por cinismo, sino por abundancia de vitalidad, y por entrega al misterio de esta vida incomprensible, amasada con carne y espíritu, como tú mismo dijiste antes de la pelea.

El griterío de la multitud le llegaba a Sócrates de a oleadas, como se oye la sangre en los oídos después de un gran esfuerzo físico:

-¿Y por qué me dices todo esto? -le preguntó el filósofo, sabiendo que el amigo no le había dicho todo lo que pensaba.

Eurípides miró por primera vez el cuadrángulo, después a los que peleaban en él, y por último a Diágoras, que tenía un ojo hinchado y el labio partido, pero que al lado del robusto Guatón estaba en óptimo estado: Guatón tenía la cara, el pecho, y el abdomen, ensangrentados, y se tambaleaba dando golpes a la nada como un pugilista ciego, o un demente.

-¿Has notado la agilidad de ése? -dijo el dramaturgo señalándolo a Diágoras. Pero Sócrates había perdido todo interés:

-¿Qué es lo que no comprendes de mis lecciones?

Eurípides juntó valor:

-El autodominio que tú enseñas -dijo, al fin-, es para los que no saben vivir en dos mundos, sin perder pie.

-¿Dos mundos? -dijo Sócrates, que jamás preguntaba de ese modo anheloso.

-Sí, el de la inteligencia y la pasión -dijo Eurípides serenándose, ahora que él mismo sabía lo que quería expresar-. El hombre intenso es el que vive en perpetua tensión, logrando autodominio en medio del desenfreno, sin perder jamás la lucidez en los arrebatos de la guerra y el amor; pero también es el que logra un estado de desenfreno en medio de la moderación.

-¿Es eso posible?

-Lo es, cuando no le temes a tus ideas y deseos, y sientes bullir la vida en ti como un mar encerrado en una vasija, y echas espuma por los ojos a causa de tu heroica y pasajera contención. Pero que la virtud y el autodominio sean la única regla…

Sócrates supo en ese momento que había algo más poderoso que la dialéctica, y era la sinceridad con la que Eurípides le hablaba, como si el amigo leyera directamente -sin ironías pedantes- en su corazón.

-A los fríos y los débiles -dijo Eurípides-, les cabe esa teoría de la virtud como anillo en el dedo. Ni siquiera deben esforzarse para ponerla en práctica, porque se sienten más cómodos y seguros dentro del límite de una vida moderada y buena. A ellos, el desenfreno los envilece porque no pueden mantenerse alertas en medio de la pasión. Pero tú, Sócrates… -dijo Eurípides negando con la cabeza-, ¡yo mismo te he visto luchar en Egina como un león! ¿Cómo es, entonces, que predicas esa filosofía de viejas melindrosas? ¿No sabes que para el hombre de espíritu es un crimen aguar el vino de la sangre con esas ingenuidades de la prudencia y la impecabilidad?

Sócrates buscó argumentos para defender sus ideas, su vida, ¡su misión! Pero no encontró ni una palabra ¡Él que siempre era un dechado de ingenio y locuacidad!

Diágoras llegó al colmo de sus ridículas destrezas: dio un giro completo en el aire y le dio a Guatón un golpe tan certero en la frente, que el gigante cayó hacia atrás como un árbol talado, con los ojos en blanco y los brazos sueltos al costado del cuerpo.

La multitud estalló en un grito eufórico. Eurípídes agarró a Sócrates de la muñeca, y le dijo al oído:

-Si estuvieras convencido de tus prédicas, no andarías queriendo convencer al mundo para convencerte a ti mismo. No andarías pretendiendo que todos fueran Sócrates… Practicarías tu virtud con naturalidad y en silencio. Pero esa vehemencia que pones, y esa filosofía tan contraria a tu naturaleza, no tiene sentido -y le pegó más aún los labios contra el caracol de la oreja-: ¿me dirás tu secreto?

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