La primera regla de la Creatividad
(Fragmento de la novela Nigredo)
-Quiero que en esta obra esté todo.
-Eso no es posible.
-¿Por qué?
-Porque… -y entrecerró sus ojos grises y pequeños. Redondos. De filósofo observador-, porque simplemente no es necesario… Entiéndame Lucio. En cada parte está el todo.
-Bueno, no sé si lo entiendo.
-Creo que sí.
-¿Qué hay de malo en querer poner todo lo que un hombre aprendió y vivió en una novela?
-Esa intención –dijo Alonso Gayman, risueño-. Le pesará inútilmente. Y hará de su obra un mamotreto. Algo denso y desesperado. Escriba muchas obras, y el todo estará en cada una de ellas. Confíe en mí. Déjese de proyectos titánicos. Además… -le dio un sorbo a su copa de vino-. Esa obra colosal con la que sueña. Surgirá de un proyecto menor. Se pondrá un día a escribir un cuento, y escribirá una novela épica. A la vida le place jugar con nosotros –soltó una risita carrasposa, como si fuera él quien jugara ahora con Lucio Canevari y no la vida. O acaso la vida, a través suyo.
-Está bien. Escribiré una novela corta entonces.
-No. Ni corta ni larga. Una novela y punto. Y que ella crezca lo que le plazca.
-Usted, Alonso, habla de la vida y de las novelas como si tuvieran vida propia.
-Porque la tienen. El que no entiende esto no sabe nada del universo… ¿No sabe acaso que el psicólogo suizo Carl Jung, cuando se retiró a su torre de Bollingen, hablaba con las sartenes de su casa?
-No me sorprende que él hiciera eso.
-¿No?
-No. Un solitario le habla a sus zapatos. La cuestión es saber si las sartenes le respondían.
-Sí, tiene razón –y volvió a reír del mismo modo cansado y pícaro. Sin perder la compostura. Flaco, desgarbado, y siempre vestido con camisas blancas de cuello gastado, Alonso Gayman era un artista con pinta de contador o de prestamista. Agazapado. Sereno. Sonriente. Meticuloso… Su escritorio en cambio, semejaba más una buhardilla de poeta decimonónico. O la sentina de un galeón hundido. Que el escritorio de un profesor circunspecto. En el aire flotaba un humo sutil. En el cono de luz de la lámpara de hierro ese polvillo atmosférico se arremolinaba de un modo extraño, como si lo agitara una presencia invisible. Con su aliento.
-Me iba a hablar de las claves de la creatividad –dijo Lucio, tras mirar su reloj.
-Sí. Lo sé. Lo tengo anotado en este cuaderno –rebuscó en un cuaderno negro sus anotaciones, pero no las encontró-. Bueno… sí. Me acuerdo bien. Dígame.
-No. Usted es el profesor. ¿Qué tengo que tener en cuenta antes de lanzarme a escribir?
-Lucio… lo que le diré es triste, pero es la verdad. Nosotros no somos rusos.
-No. No lo somos.
-Lo que pasó con Rusia es algo extraordinario. Y hay que aprender de ellos.
-¡Ah! –dijo Lucio, que no tenía idea hacia dónde iba esa conversación.
-Estamos fregados. Se lo digo sin rodeos.
-Le creo –Lucio se acodó en la mesa. Cerró con lentitud su propio cuaderno. Sabía que debía dar tiempo a ese hombre introvertido a que desplegara sus pensamientos poco a poco.
-Cuando Rusia entró en el escenario de la cultura europea, en el siglo XIX, Europa llevaba siglos de cultura. De sofisticación intelectual. De teoría literaria y de naderías por el estilo.
-Sí, es verdad.
-Y de golpe, después de mil años de silencio, ese gigante se despierta, y escribe poemas sin pensar. Sin saber lo que hace. Compone música. Novelas. Construye teatros. Representa la vida. Gime. Canta. Llora. Medio ebrio y con los miembros pesados. Pero con el brío de un oso que pasó siete meses sin comer ni beber en estado de hibernación, y ahora va por lo suyo, en estado de exaltación letárgica.
-¡Ah!
-No olvide esto. El hambre.
-Sí.
-Es lo que hizo que los rusos escribieran, cantaran, compusieran, con las vísceras. Y no con esta masa fosfórica llena de viento y cenizas. De historia y literatura. Que es el cerebro nuestro.
-¿Y entonces?
-Nosotros, que somos europeos a nuestro pesar. Racionales. Lúcidos. Cultos… Perdimos la espontaneidad brutal, salvaje. Del hombre libre. Del salvaje que danza vertiginosamente y que con sus giros y ademanes, recrea las leyes esenciales del cosmos… Por cierto. ¿Sabía usted que Sócrates bailaba como un oso cuando estaba solo en su casa?
-No.
-¡Pero era un oso de circo!… una bestia domesticada. Un decadente. Y por eso danzaba en su casa y no en el campo abierto. O al borde de un río, o debajo de un olivar.
-Sí, seguramente –dijo, Lucio y su mirada se clavó en el grueso lomo de un tomo en el que relucía, en oro, el nombre de David Thoreau. “La vida en los bosques”, era el título del libro. Y fue una rara coincidencia. Pero de seguro él sabía que ese título estaba ahí, y por eso giró la cabeza y miró en esa dirección. Hacía tres meses que acudía a lo de Alonso Gayman en busca de asesoramiento literario. Para poder escribir una novela.
Gayman se refregó la cara con las dos manos.
-Me estoy yendo de tema.
-¡No! Está bien.
-La primera clave es que debe neutralizar la razón –dijo sin más, y lo miró a los ojos.
-De acuerdo.
-Para que usted sea un creador y no un fabricante.
-Bien –respondió Lucio en forma automática, a la espera de indicaciones prácticas.
-A la hora de crear debe ser un ruso. Un oso salvaje. Un medio asiático. Un inculto. Un ser impulsivo y colérico. Incontrolable. Alguien que ríe con la misma facilidad con que llora. Un hombre libre, y no un escritor de oficio. Un artista y no un literato. Nada más triste que un cagatintas superconsciente y pedantesco, incapaz de efusiones y de barbaridades –el rostro afilado de Alonso Gayman se había transformado. Su nariz y orejas se habían puesto rojas como las de un borracho. Y el pulso le temblaba. Se contenía. Y sonreía. Pero su sonrisa ya no era plácida, búdica. Sino la de un mongol de tiempos de Tamerlán, que desde lo alto de una colina, y de la grupa de su corcel negro, ya tiene cercada en su pupila a la aldea que está a punto de asolar con sus hordas hambrientas de vino, sangre y mujeres. Tenía cerrado el puño huesudo sobre la mesa. Y la mirada fija. Intimidante. Lucio no se acostumbraba a estas transformaciones, pero ya conocía bien el momento en que el cuerpo enjuto de Gayman se crispaba y crepitaba como zarza que arde. Y que habla.
-Tengo que ser un bárbaro, entonces.
-Sí.
-De acuerdo. ¿Y cómo logro eso?
-Primero. Quiebre su equilibrio habitual –Gayman abrió su mano y suspiró.
-¿De qué modo?
-¡No lo sé!… Beba unas copas de vino. Fume cigarros fuertes. Póngase a escribir cuando esté agotado y listo para irse a dormir. Escuche a Chaikovski de fondo –mientras decía esto, movía los brazos como aspas, y giraba los ojos de un modo extraño-. ¡No lo sé!… Vuelque en sus venas unas gotas de veneno –al decir esto, se agazapó. Lucio permaneció callado. El humo sutil de la atmósfera que se arremolinaba incesantemente debajo del cono de luz de pronto se aquietó.
-¿Qué quiere decir?
-Piense en la mujer que lo traicionó. En el trabajo que perdió… Piense que es un fracasado. Un eunuco. Un hombrecito obediente y civilizado marcado por la máquina de estampar de la sociedad estupidizante.
-¡Ah! –dijo Lucio y se cruzó de brazos. Ceñudo.
-No ponga esa cara. Es fácil de hacer esto. Todos somos un poco ese esclavo estúpido. Ese amante despechado. Ese perdedor olímpico. De hecho, todos estamos condenados a muerte, así que cualquier clase de éxito es al fin de cuentas una ilusión.
-Bien.
-¡No! Mal. Debe romper la impasibilidad de su ánimo. Arrojar una piedra al estanque de la mente quieta. Y recién cuando sienta el vaivén de la sangre. Las ondas excéntricas de un movimiento de fondo, emocional, que lo marea. Recién ahí. Debe empezar a escribir. De lo contrario. Hará literatura. Y mejor que eso, es ir a revolcarse a un burdel. O irse a dormir la mona. Que es lo mismo.
-Romper el equilibrio.
-Sí. Es la primera clave.
-Tengo un buen vino en casa.
-Pero si tiene uno malo, que le queme el garguero y le escueza el estómago. Mejor –y al decir esto, se pasó tres dedos por la nuez de la garganta. Con el cuello estirado. Y la mandíbula saliente. Y vació su vaso de una vez.
-¡Ah! –dijo Lucio. Empezaba a comprender. Pero estaba impaciente por dar inicio a su obra-. ¿Y la segunda clave, Gayman?… Suponga que yo… ya rompí el equilibrio. Que soy un aprendiz de ruso.
-¿De brujo?
-¡Ja!… ¡Ja!… Sí. También. Lo soy mientras lo escucho. Lo sé bien. Lo que quisiera saber. Es cómo mantengo ese estado de alteración. Cómo logro que la razón no me dé alcance. Y que la impulsividad inicial no se agote en la primera hoja escrita.
-La segunda clave. Es de orden práctico… ¡Anote!… que no debe olvidársele. Es más. Si va a ser un ruso. Un mongol. Como Tolstoy, como Rimbaud. Entonces tatúese esta clave en el dorso de la mano. Para no olvidarla jamás.
Lucio apartó el papel. Apoyó la palma en la mesa de pino, que tenía rayones como el pupitre de un alumno de escuela. O la mesa de dibujo de un niño. Y clavó la punta de la lapicera en el dorso de la mano. Dispuesto a escribirse en la piel la segunda clave de la creatividad. Que Alonso Gayman le estaba por revelar.
-Me lo tatúo en la piel, con esta tinta.
-Está bien… Sí… Está bien –dijo Gayman, y entrecerró los ojos-. Ahora le diré la clave. Pero recuerde también esto que ahora le digo.
-Lo escucho.
-¿No lo sabe?
-No. Qué cosa.
-Lo más profundo en el hombre, es la piel –y entonces sí, reconcentrado. Se inclinó sobre la mesa para susurrarle lo segundo que debería tener en cuenta para llegar a ser un creador. Y no un literato banal. Un eunuco. O un torpe griego danzarín-. Ahora sí escriba esto y no lo olvide…