imagen reatividadLa hora decisiva

No tengo más que mi sensibilidad. Mi verbo. Mi experiencia. Mi anhelo difuso… ¿De cumplimiento de mi misión? ¿De inmortalidad?… No lo sé. Pero sé que este anhelo es difuso en cuanto al fin, pero no en cuanto a su impulso. Sé que no debo pensar. Que debo lograr la liviandad del vuelo. Y ser fiel a la regla de trabajo elaborada por mí este año, y que se cifra en este brevísimo decálogo:

Despreocupación.

Ligereza.

Juego.

Concentración.

Rebeldía.

No hay otra forma de conquistar lo que Da Vinci no logró con sus máquinas pero sí con su genio: el vuelo. La derrota de la ley de gravedad, que en el hombre es ley de la materia que se opone a la del espíritu.

El espíritu es fuerza, rebeldía, acción, fuego, luz, espontaneidad. Bergson diría: movilización. Yo digo, fuego sagrado. Un poeta griego: “sagrado sentir de lo poético”, a lo que adhiero, pero haciéndolo mío: “búsqueda del fuego sagrado”.

Pero para que esa búsqueda no sea sólo eso, sino avance y conquista. Vértigo y revelación. Es preciso actuar. “En el principio era la acción”, qué magnífica sentencia de Goethe. Y esta otra del vate alemán: “Me es indiferente si hago ollas o fuentes, porque toda mi obra, al cabo, es simbólica, y es lo único que importa”. Y qué gran verdad.

De acuerdo. No importa lo que se hace. Lo importante es hacer. Y arder… Pero he aquí la cuestión. Porque… ¿Qué tan fuerte es en mí el anhelo que me mueve? ¿La pasión que me empuja?

No hay pasión sin desafío. Pero ese desafío debe ser, a la vez, de índole moral. Pero no moralista. Sino moral, es decir: superación de las debilidades a través de la creación, a fin de conquistar la vida plena, intensa, que no es otra que la que arde en fuego de verdad, de fuerza y de luz.

Para esto es preciso estar dispuesto a sucumbir. A olvidarse de todo: de la salud, de la prosperidad, del reconocimiento, de la paz. La belleza lo quiere todo… Pero, ¡ay! Dejemos esto de la belleza, que puede ser interpretado desde la Estética, cuando en realidad poco tiene que ver con una disciplina de academia.

La belleza es algo demasiado ligado a la armonía, a la proporción, a la mesura. Y la creación es lo desmesurado por definición. Es divina locura. Es salto. Y es derrota. Sí, hay algo de titánico en la vida del artista genuino, porque la victoria de su arte coincide con el ocaso de su genio (lo mismo ocurre con las civilizaciones). Fue así en el siglo de Pericles y lo sigue siendo en nuestros días.

Dejemos la belleza. Hablemos de vida intensa. De fuego sagrado. De odisea, y de riesgo. O de exceso. La belleza no está en la armonía de la vida creadora, sino en la llamarada de vida que nos consume para que demos lo mejor de nosotros. Y para que gocemos en esa espiritual conflagración.

Parecen frases literarias, pero no son meras frases, sino lo más real de este mundo. Lo más digno a lo que un hombre puede aspirar. Sin rictus trágicos, seudo heroicos. Sin imposturas teatrales. Sin farsa.

Esta aspiración debe cumplirse con la naturalidad con que el insecto pierde sus alas al posarse en la columna de fuego de una vela encendida (ese instante de auto sacrificio y de osadía es su mayor gloria, y a la vez su perdición).

Sí. Es verdad que jamás vi a un insecto arder de ese modo. Pero mi espíritu… Pero mi alma… “Divina Psiquis, dulce mariposa invisible”, dice el poeta. Y sí he visto a mi espíritu posarse en la columna de fuego de un anhelo insaciable, fosforescer y morir, para luego renacer de entre la cera derretida de la pasión una y otra vez, una y otra vez. Pero es tiempo de que Sísifo muera, y que de sus cenizas nazca Perseo, el constante, para que de la sangre de Medusa asesinada, nazca Pegaso vencedor.

¿Metáforas? Sí, pero Aristóteles tenía razón al decir que la poesía es más verdadera que la historia, y que el arte es una mentira que dice la verdad.

Mentiras verdaderas estas palabras mías de esta noche cálida de marzo. Ecos de un presentimiento antiguo sin otra manifestación material que este balbuceo nocturno. Ráfagas de voces que me atraviesan. Latido. Susurros. Y en el aire de mi escritorio, el ruidoso aleteo del ángel que ya me abandona, y da fin a su inquietante visitación.