creatividadLa Creación Artística

“Se piensa en el corazón de las palabras”… En las reglas del decálogo de un escritor, esta es la primera regla sin duda. Porque sin ella, simplemente, no hay creación. Sin el arrojo al vórtice del huracán verbal. Sin la entrega a ese fluir inteligente que posee su propio orden, su propio tiempo, sus propias leyes asociativas y reflexivas (la ensoñación tiene su propia norma, su lógica superior, su razón trascendente e hipervital)… Sin comprender esta norma, que es un acto humilde de confianza y de entrega. De sana despreocupación. No hay creación verdadera, sino a lo sumo, construcción. Pero no creación. El espíritu, decía Bergson, es aquella realidad que puede sacar de sí más de lo que posee. Por definición es una realidad superabundante y trascendente, en el sentido de que está ligada ontológicamente al Ser, del que recibe su ímpetu y su decir. Soplo y forma.

La vida en el arte se alcanza por medio de ese salto, de esa confianza, de ese instalarse de un salto en el centro del corro de las palabras. Se piensa en el corazón de las palabras. Esta frase de Bachelard está plena de sentido. Contiene toda una concepción filosófica, una visión, una estética. Cuando el escritor, o el orador, entra en ese fluir verbal, en ese río de ignota vertiente, se ve conducido, arrastrado a veces, por una fuerza profunda, a la que pertenece y no pertenece, o bien, de la que misteriosamente participa, en el sentido platónico del término. Es una experiencia, es un dejar la voluntad de dominio de lado… Y de aquí la importancia de cierta actitud lúdica fundamental.

Para acceder al corazón de las palabras, hay que volverse un poco como niño. Porque es acceder al ámbito de la admiración. Del asombro. De la alegría fresca y gratificante que aliviana las potencias sin debilitarlas, sino más bien, sensibilizándolas consigo mismas. La inteligencia se sabe a sí misma, se saborea, se degusta, se regodea de sí. Igual que la imaginación. Se asombran estas potencias de sí mismas (y el verdadero placer conlleva necesariamente el asombro, la inocencia del descubrir y el poseer en la entrega, es decir, el poseer por añadidura y no por voluntarismo de la inteligencia, o bien, por despotismo de la voluntad) El verdadero creador se sorprende de su propia creación, y siente que las palabras, las ideas, las felices asociaciones, le salen de continuo al encuentro de entre la verde hierba del valle espiritual. Se sorprende y se alegra, y si no sucumbe al vértigo de no poseer el control, y se deja llevar en vilo de ese soplo o entusiasmo (endiosamiento en griego), entonces prosigue y se habitúa a las limpias alturas, a los imprevistos cambios de rumbo, a los paisajes exóticos que por momentos lo abarcan y desorientan. Si no sucumbe al vértigo del viaje, y por el contrario se place en vivir esa divina aventura (que tantas veces supone las humanas desventuras), entonces el artista se pone de parte de los astros, al decir del poeta, y un orden superior es el que lo mueve y deslumbra.

Una experiencia de esta naturaleza no puede ser expresada más que de este modo ambiguo y esotérico, porque no se trata de algo común. Es una experiencia sobrenatural, extrasensorial, cuando se trata en verdad de creación artística. Describir este acontecer de otro modo sería traicionar la esencia misma de lo que se describe, sería como hablar del amor desde el rencor. Y esto ocurre tantas veces… Se habla de la libertad de modo esquemático y racionalista; se habla de Dios de modo abstracto y prepotente; se habla de literatura de modo crítico y antivital. Es lo que ocurre en las universidades. Las obras que han sido escritas para ser gozadas, o bien entendidas con inteligencia emotiva, con ánimo participador o vivencial, son abordadas desde la fría lógica, desde el helado esquema, desde la distante (y pedante) interpretación. Se hace lectura de la lectura. Se hace del acto de leer algo complejo y múltiple, se lo vuelve un acto ajeno a la obra. Se desdobla al acto de leer y se lo enfrenta consigo mismo (es lo contrario a la creación, que es, decíamos, un acto de autodegustación de las humanas potencias). Es la lectura que se lee. Que se contrapone a sí misma, que se critica y se neutraliza. Es la esquizofrenia del conocimiento… Leo un libro, pero mientras lo leo, lo estudio, lo observo, lo espío… con suspicacia y desconfianza, con espíritu burgués y calculador. No soy un receptor humilde y paciente. No bebo el contenido. No lo asimilo haciéndolo parte de mí (para comprender a Kant hay que ser kantiano mientras se lee a este filósofo, decía Ortega) No me mimetizo. Por el contrario, soy el espejo frío e implacable que enfrenta al texto consigo mismo, que lo hace entrar en conflicto, en discordia consigo mismo. No soy el lector conciliador del sentido. No soy el lector-creador que completa la obra con su participación. Soy la piedra del escándalo. Soy el enemigo del autor pacífico que, hasta mi llegada, estaba en paz consigo y con el mundo, a la espera de un amable visitador.

Para hablar del acto de la creación hay que respetar su esencia. El modo es una disposición anímica, y no una mera formalidad. O es en todo caso, en el peor de los casos, la formalidad que no admite otra forma que la propia, que violenta a la realidad ajena y desoye la elocuente mismidad de las cosas… Por eso hablo de la creación de este modo. Léase sino a Berdiaef, su libro sobre la creación, es un ejemplo de fidelidad a la realidad tratada. De la poesía hay que hablar poéticamente, del mar, con espíritu marino (como Conrad), de la música, con espíritu armónico, del amor, con espíritu amoroso y abierto…. de la belleza, con entusiasmo y arrobo místico, como Homero, que dedicó su obra a Helena, la bella de Grecia. De la creación artística con ánimo divagador, o deambulatorio, viajero. Los artistas rusos sólo pueden pintar íconos si son monjes y hacen ayuno. Es la misma ley de fidelidad a lo real, de respeto, de unión y comprensión. “Ama para entender”, decía Agustín. Quien no esté a la altura de la realidad a tratar, que se llame a silencio, que se avergüence de hablar de Caruso con voz de falsete, de Beethoven con ánimo mezquino, de Dostoyevski con remilgos de puritano.

Se piensa en el corazón de las palabras. He aquí toda una revelación de Gastón Bachelard. Pero entonces, ¿las palabras tienen corazón? ¿En qué sentido metafórico tienen corazón las palabras? ¿Corazón como sinónimo de interioridad? ¿De sensibilidad?… ¿Pero es que puede haber lo uno sin lo otro? Lo primero a entender es lo evidente, y es que las palabras tienen corazón, es decir, vida propia. Esto ante todo. Son algo que late por sí mismo, que palpita en no se sabe qué recóndito pecho del mundo. Digámoslo con rudeza: son una cosa independiente del hombre y su inteligencia. La inteligencia humana se adentra en las palabras para pensar dentro de ellas, como dentro de una caverna resonante en la que sopla un viento hablador, una caverna de aterciopeladas paredes. La inteligencia, el alma humana, penetra en un ámbito, y se deja poseer por el aire del lugar. Se deja atravesar. Se compenetra, se baña espiritualmente en él. Quien ha descendido a sus profundidades, quien se ha conocido, o percibido por un instante en el relámpago de la conciencia abisal, sabe de lo que hablo. La inteligencia, el hombre, está sustentado por algo superior, por el ser, por la palabra, por el Verbo. El ser no es una fuerza anímica irracional, ciega. Hablamos de viento hablador. El ser es Verbo. Pensamiento. Conciencia si se quiere. No es impulso ciego… Es fuerza inteligente. Y esa fuerza, ese soplo que nos anima y sostiene, y mueve, y hace de nosotros seres pensantes, esa fuerza en suma, que nos inteligiza, es una fuerza expresiva (no podría ser de otro modo) y toda expresión, toda exteriorización o manifestación, es lenguaje, palabra, signo que devela, que comunica, que espeja, que rebosa sentido. La palabra es la luz de las cosas. Es la irradiación inteligente, llena de sentido, de las cosas. Es el sentido de que rebosan las cosas. La realidad no puede callar su ser, y lo grita a los cuatro vientos, en los mil y un dialectos de los colores, los sonidos, y las formas… Y el modo de combinarse, de relacionarse, de solazarse esos dialectos, consigo mismos y con lo otro, es el drama de la realidad, es la trama del tiempo, su acción, su devenir histórico, su orden biográfico. No sólo hay vida en el hombre y en las cosas, sino que hay historia, biografía, porque hay un desenvolverse inteligente de las cosas, hay una dirección, una intencionalidad, una finalidad, diría Aristóteles. Porque hay sentido (dirección) hay sentido (orden y valor) en el universo.

¿Y cómo he llegado hasta aquí? ¿Por qué rodeos y devaneos? No lo sé ni quiero saberlo. Porque querer saberlo es buscar el control, el poder sobre uno mismo, y esta clase de conocimiento es fruto prohibido, no porque sea prohibido el fruto, sino porque es fruto el fruto, y porque es un fruto muy peculiar… El fruto del conocimiento es como la manzana de oro de los cuentos de Hadas, que no es para ser devorada, sino contemplada, asimilada con los ojos. No debe ser arrancada no porque esté prohibido, sino porque arrancándola, separándola de la rama que le da luz y calor, no puede ser conocida, ni saboreada con los ojos de la inteligencia. La prohibición preserva el conocimiento en vez de vedarlo. Lo que está prohibido no es el conocimiento, sino el ultraje al conocimiento. La ignorancia en suma, o mejor, la necedad.

Se piensa en el corazón de las palabras. Las palabras, pues, poseen vida propia. Las palabras son algo trascendente al hombre. Son la voz de las cosas. Su expresión luminosa. Su manifestación. Son la belleza, la luz, la irradiación del ser. ¿No decía Tomás de Aquino que la belleza es el esplendor de la verdad? Lo mismo da decir, pues, que las palabras son el esplendor del ser. Toda expresión genuina es belleza pura, porque es la desnudez de las cosas, su pobreza, su despojo, su esencia. Su pureza. El niño es bello porque es todo expresividad. Todo palabra. Todo desnudez. Por eso no necesita aún de la palabra articulada que le haga de intérprete. No hay máscara… No ha salido aún al teatro del mundo. Las palabras, o La Palabra que da a luz a las palabras, es algo independiente, con vida propia, trascendente, y rebosante (expresión pura), manifestación elocuente y profunda que contiene en sí al universo y lo hace sabedor de sí, o saboreador de sí, que es lo mismo. Sabio. Sapiente. Sensitivo…

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