40. CreatividadEl Secreto del Artista

(Relato de Novilunio)

—¡Masha!, ¡Pon a calentar el samovar!

La esposa de Iván preparó té en la antigua tetera rusa que había pertenecido a un médico del zar Alejandro II, y le preguntó a Teresa, según la costumbre, si lo tomaba con azúcar o con miel de abejas, a lo que Teresa respondió, como siempre, miel de abejas por favor. Iván, en cambio, lo tomaba amargo, porque decía que en donde él había nacido (un pueblo perdido de Siberia) se tomaba así; pero una vez que Masha se lo servía, daba unos pasitos hasta un armario, sacaba de allí una botella sin etiqueta, y con el pulso tembloroso y volcando el líquido por los cuatro costados, agregaba a las dos tazas, la suya y la de su alumna, un poco de espíritu del bosque, según llamaba él a la vodka casera elaborada por un amigo íntimo, ruso como él.

—Para haber empezado este año, has avanzado bastante —le dijo Iván a Teresa apreciando una talla en madera muy sencilla que representaba el perfil de un caballo.

—¿No parece más un potrillo que un caballo adulto? —preguntó Teresa disconforme.

Iván miró la obra con detenimiento, y dijo al fin arqueando las cejas frondosas:

—Mi madre era hija de un cosaco.

Teresa pensó que el anciano desvariaba, pero su maestro agregó, luego de un instante de meditación:

—Para un cosaco su caballo lo es todo. ¿Conoces a los centauros?

—Sí, son los caballos con torso de hombre. ¿Pero eso no es en Grecia?

Iván se sonrió. Amaba la ingenuidad de esa mujer niña de veinticuatro años que era Teresa.

—Sí, pero el centauro es un símbolo universal, y los rusos son también griegos de alguna manera. Lo importante acá es lo que significa ese monstruo. Los griegos antiguos amaron al caballo tanto como los cosacos, y llegaron a tener con ese animal una unión mística (Iván solía utilizar esta última palabra muy rusa, según decía él, cuando quería calificar aquello que estaba por encima del plano natural, y era así cómo tanto podía ser mística una mañana, como una mujer, o una copa de vodka).

—Algo leí sobre eso —agregó Teresa, acariciando su talla hecha con madera de lenga.

—El hombre más sabio de Grecia fue un centauro, Quirón, que aparece en la mitología como el maestro de Aquiles, y de muchos otros héroes griegos —dijo Iván entrecerrando los ojos—. Sí… ¡Todo es simbología! —agregó soltando una carcajada.

Teresa conocía esos arrebatos de regocijo intelectual de su maestro, y sabía que después de algunas efusiones de alegría, venía el discurso sobre el caso, siempre y cuando Iván no hubiese abusado del espíritu del bosque de su amigo, porque entonces todo moría en las efusiones y los aplausos, y su lengua no llegaba a verbalizar lo que su pensamiento había concebido.

—¿Qué simbología? —preguntó Teresa intentando aprovechar el impulso anímico de Iván.

Iván se refregó los labios, se echó hacia adelante (estaba sentado enfrente de Teresa), y dijo con satisfacción, empuñando tres gubias recién afiladas:

—El hombre que ama a su caballo, como mi abuelo, como Quirón, que debe haber sido un guerrero y no un monstruo de verdad, ya no es hombre ni caballo, es algo intermedio, es una misma cosa con eso que ama.

—¿Y entonces? —dijo Teresa fingiendo no entender nada de lo que oía (el rostro morado de Iván estaba iluminado por el rayo de su infantil picardía:

—¡Ah! —exclamó alzando las cejas, y sonriendo inteligentemente—, ¿y entonces?… ¿Y entonces?… ¡Quirón es el mismísimo símbolo de la sabiduría: porque sabio es el que amó tanto que llegó a convertirse en lo mismo que amaba!

Teresa sintió vértigo por lo que había oído. Iván era un hombre de apariencia simple, casi vulgar, y su condición de extranjero sin fortuna lo había obligado a ganarse la vida con humildes oficios, pero en el fondo era un artista, y un artista, sépalo o no, es también un filósofo, y un poeta. Iván, en sus momentos de inspiración, era capaz de decir con rudeza y en tres palabras lo que un pensador profesional podía llegar a decir, a lo sumo, en un extenso ensayo; él lo sabía, y gozaba con ello.

Teresa se abstrajo por un momento mirando en su imaginación el rostro del hombre que amaba.

—Lo mismo con la madera —dijo Iván tomando la talla de Teresa con sus gruesas manos—, si llegas a amar este trozo de madera, su peso, su piel —y lo acariciaba mientras hablaba—, su olor… ¡porque todas las maderas tienen su propio perfume!, entonces uno se va acercando, se va acercando… Y llega un momento en el que tocamos el fondo con la yema de los dedos, o con los ojos, ¡no lo sé!, y la madera se nos empieza a entregar… Uno puede sentir ese momento —agregó Iván alzando la talla con sus dos manos—, y al final ocurre el milagro, ¡y somos la madera, y la madera es nosotros!

Iván estaba emocionado, y se había llevado la talla de Teresa hasta la mejilla, y su anciano perfil coincidió por un instante con el del caballo que allí estaba representado.

—Teresa… Teresa… —dijo entre suspiros, con los ojos anegados—, todo es tan bello —y recobrando el aliento, agregó—: después de eso, ya no hay que hacer ningún esfuerzo, porque todo lo que hagamos, va a ser sincero. Miramos el mundo, y está hecho de madera, miramos un hombre, y lo mismo… Está hecho o de buena o de mala madera —agregó con suspicacia—; miramos un caballo, y su carne es madera también, ¿cómo no habríamos de hacerlo verdadero?… En definitiva, Teresa —dijo en voz muy baja, rendido por la reciente inspiración—, a partir de un amor, uno descubre que todo es lo mismo; si no llegamos a ese punto, ha sido en vano.

Suspiró profundo, y agregó con voz ahora imperceptible:

—No importa si uno talla, pinta, arregla máquinas, o revoca paredes, todo es cuestión de mística. De eso se trata. Por eso —dijo intentando recobrar el brío, pero fue inútil, y su voz sonó ronca y distante—, si amas a esta madera como mi abuelo amaba a su caballo…

Pero no pudo continuar, así que se levantó con esfuerzo como si sus ochenta y tres años se le hubieran venido encima, caminó arrastrando los pies hasta el armario, y tomó de la botella sin etiqueta un sorbo con fruición.

Recuperado, regresó a su sitio, y al llegar a la mesa comenzó a enfundar los instrumentos de trabajo dando por finalizada la clase del día, por lo que Teresa exclamó:

—¡Pero si no tallamos nada!

—Oh, sí —dijo Iván sonriente—, hemos trabajado como nunca… Porque si uno piensa y ama su obra, entonces hay trabajo de verdad; de lo contrario, sólo hay esfuerzo y desgaste; pero el trabajo es siempre algo de a dos. Uno trabaja, y la madera trabaja, porque está viva… Se talla primero con el pensamiento y con los ojos, y recién después viene lo otro. Se va de adentro hacia afuera, y no de afuera hacia adentro; y ese es todo el secreto; pero entonces después no hay afuera, y ese es todo el secreto.

Teresa guardó sus gubias, y se despidió del anciano.

—¡Adiós, Masha! —gritó antes de cerrar la puerta tras de sí.

Luego atravesó un pequeño jardín repleto de flores, que el mismo Iván cuidaba con esmero paternal, y echó a andar por el camino de tierra rumbo a su casa. El aire fresco de la tarde le ardió las manos y las mejillas, que se le sonrojaron… Y en sus ojos claros fulguró el oro de las retamas, como una aparición.

File not found.