El Loco de la Plaza
I
¿A quién dirigirle mi voz? ¿Cómo hallar un espacio para mi palabra silenciosa, entre tanto bullicio? ¿Debería subirme a un banquillo en medio de una plaza provisto de un megáfono, y gritar a los vientos mi sentir y mi pensar esperando a que un transeúnte ocioso o benévolo, o simplemente curioso, se detenga a escucharme? Bueno, eso es, después de todo, lo que estoy haciendo ahora mientras escribo: alzo mi voz en medio de la plaza pública, y tú, lector mío, te detienes a oírme un instante. Y ahora que te has detenido, y que me miras a los ojos con una especie de desconfiada impaciencia, vacilo, y temo no poder decir nada que te retenga, y por un momento, pero sólo por un brevísimo momento, dudo de mi voz, y compenso mi confusión con un ademán declamatorio, con un gesto desesperado que logre, en forma artificiosa, mantener tu atención hasta que recupere el equilibrio perdido. Sí, tu mirada, ávida de una palabra significativa, me ha causado un extraño vértigo en estas alturas irrisorias del banquillo al que me he subido para hablarte. Ha sido la profundidad de tu mirada, y no la breve altura en la que me encuentro, la causa de mi vértigo.
Pero mi vehemencia no ha sido convincente, y te has ido. Y veo, resignado, cómo te alejas por la plaza, lanzas distraídamente un papel a un cesto, cruzas la avenida, y te pierdes en un mare mágnum de máquinas y hombres, de ruidos, y letreros que, con sus colores histéricos, codiciosos, falsos, te devoran los ojos, e intentan seducirte con su pintarrajeo indecente. Letreros que no son más que eso: letra; letra muerta, que por la noche brillará con una luz… ¿luz?… ¡Qué profanación de esa divina palabra! ¡Letra muerta que brillará con la intermitencia, con el pasmo del deseo carnal siempre insatisfecho, con la palidez verdosa, incandescente, del enfermo cuyos nervios se electrizan en forma convulsa!… Lo sé, he comenzado a desvariar como un demente, o como un solitario que desespera porque ya se ve, una vez más, solo y mudo en medio de los hombres… ¡La luz es la sombra de Dios!… ¡La luz es la sombra de Dios!… grito de súbito al cielo con el cuerpo tenso hacia adelante -como un ángel del Juicio-, esperando llamar tu atención con esa frase que leí en algún libro… ¡La luz es la sombra de Dios!… pero no te vuelves para mirarme. Es imposible que puedas escucharme a semejante distancia y entre tanto alboroto. Además, no sé lo que me digo, y he gritado lo primero que me ha venido a la boca. Ya no puedo verte, y me he quedado parado en este banquillo con el megáfono en los labios, petrificado, como un monumento grotesco.
Sin embargo, no puedo callar. El dolor por mi estatuaria situación, me acicatea en vez de aplacarme, me punza en vez de cedarme. Tengo algo que decir, y lo diré aunque deba ir de plaza en plaza, de un oasis a otro oasis de la metrópoli… ¿Y qué es eso que tengo que decir tan urgente que no puedo callármelo? Ni yo mismo lo sabré hasta que comience a decirlo. ¿No es así la vida misma? Nadie sabe qué es lo que debe hacer hasta que comienza a hacer algo, y lo único que sabe uno, con absoluto convencimiento, es que quiere hacer alguna cosa, algo preciso, sí, muy preciso, pero que se concretiza en la acción misma, y no en la premeditación cobarde del que mide cada palabra y cada movimiento. ¡Al diablo con eso! Como dijo el poeta Goethe: «en el principio, era la acción», es decir, en el principio, no hubo principio, sino creación, acto absoluto contenedor de todos los momentos posibles, iniciales y finales, anticipados y postreros…
Alguien se acerca, y me mira por mera curiosidad, o acaso para distraer su hastío por un instante… Y este que se ha acercado es el que acaba de perderse allá, en la vorágine de la multitud. No. No es el mismo que me escuchara hace unos momentos. Pero es el mismo. Su mirada es humana también. Su mirada es también tu mirada, lector, y es mi mirada, y la de todos los hombres que pasan sin mirarme, y sin que yo pueda mirarlos. Tú, el que acaba de llegar, eres el que acaba de irse, y a ti me dirigo, vuelvo a dirigirme con la misma palabra, pero con una palabra nueva, recién creada para tu asombro naciente. No es verdad que todo ha sido dicho. Eso es cosa de almas vetustas, anquilosadas, que no saben que nada ha sido dicho todavía, porque ni el «ha sido» existe ya, ni el todavía existe todavía, puesto que sólo el ahora «es» verdaderamente, el ahora siempre nuevo y siempre eterno en su actualidad creadora. Sólo aquello que llega a ser, permanece por los siglos de los siglos, porque queda vivo en la memoria del alma imperecedera… ¿imperecedera?… Pero qué pocas cosas «son» en verdad, qué pocas cosas son vitales. Cómo vivimos de lo que fue y de lo que aún no ha sido. Cómo no somos quienes somos, y cómo vivimos sin atrevernos nunca a obrar, pero a obrar de verdad, libremente, sin la prisión de los condicionamientos y los pareceres, y los temores, y las premeditaciones, y sin la peor de las cárceles: la esclavitud del lujo, o peor aún, el lujo de la esclavitud… Quisiera desdecirme. No. Lo que en verdad quisiera es tener el genio de mil poetas para expresar mi sentir con palabras de bronce, memorables y lúcidas. Pero no tengo más que este verbo de viento y barro para erigir mi palabra. Y acaso, una vez que lo haya dicho todo (lo cual no es posible) un dios quiera insuflar en las narices de mi obra un soplo de fuego…
Yo, que no soy conocido por ti, ni por muchos de los que creen conocerme, puesto que sólo me conoce el que me ama, y nada más que éste (por aquello de Agustín de que solo conoce el que ama), yo me siento con el derecho absoluto de pararme en medio de la plaza pública, y alzar mi voz, aunque sólo me escuchen los pájaros, los árboles, y las estatuas. Y así como Luis IX les dijo a los moros que lo tenían cautivo: «mi cuerpo me lo podrán matar, pero mi alma no», yo digo: «mi boca me la podrán amordazar, pero mi pensamiento no, nunca, ¡jamás!». ¿Que no soy un sabio? ¿Que no tengo autoridad moral? ¿Que ni siquiera soy un escritor eximio? No lo niego, pero es por eso mismo que grito en la plaza, y no en el templo, ni en el aula; y es por eso que me paro en un banquillo, y no en el púlpito del que tiene la cabeza nimbada, ni en la tarima del catedrático que huele a libro viejo de «Rimas y Sentencias». Si una cita me viene a la mente, no es porque yo ande buscándola para impresionar a nadie, sino porque algún autor que he leído se da cita por sí mismo en mi pensamiento, se impone con su voz vigente y humana, y habla por mí mismo y a través mío. No me lleno yo la boca con su pensamiento, sino que es él quien se vale de mi boca para decir su palabra; no lo cito yo a él, sino que es él quien se da cita en mí en el momento más oportuno e inesperado de mi discurso… discurso que desconoce la oratoria, pero no la plegaria… Y te diré aún más, lector que pronto cruzarás la ancha avenida como si fuera el mismo Leteo, te diré que no hay falsía en mis gestos, ni hay grandilocuencia alguna en mi actitud… yo sólo declamo si clamo, pero entonces, soy un orador que ora… Te has ido también. ¿Sabes qué iba a decirte? ¿¡Lo sabes!?… Que acaso no perdías tu tiempo escuchándome… Que yo pienso con Platón que el tiempo es la imitación móvil de la eternidad… ¡Que el tiempo no es una moneda de peso, porque, simplemente, el tiempo no tiene peso…! En vano lo cotizas en oro. El tiempo es de la naturaleza del fuego, pero el oro… ¡El oro es fuego congelado!… ¡El oro es fuego congelado!… grito frenético por ver, nuevamente, si estas palabras de un hombre célebre te impiden cruzar el río de lava de la ancha avenida, el río enfriado hace millones de años, cuando la tierra aún estaba caliente y el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas, y el pie blando y tibio del primer hombre hollaba el mundo, y su huella (eco de sus pasos) permanecía intacta por generaciones para que los hijos conocieran el rumbo de los padres, y para que los hijos de esos hijos conocieran el rumbo de los padres de sus padres… Pero ahora, el hombre que pasa no deja rastro alguno… «Iba mi pie sin tierra, qué tormento…», dice el poeta. El hombre que pasa sin que su pie se hunda en la tierra, no siente el peso de su cuerpo, y pronto olvida que ha sido fundado desde la linfa sensitiva y frágil de sus plantas, pronto olvida que ha sido fundado… «Desde que fui fundado»… dice Miguel Hernández en el verso más hondamente metafísico de la literatura española… ¡Que todos los angustiados! ¡Que los que padecen del mal universal de la inconsistencia, se descalcen a orillas de un mar infinito, y hundan sus pasos en la arena innúmera como quien caminara por la mismísima Vía Láctea! Y que el mar epiléptico, sí, místico, cósmico, genial, epiléptico como Mahoma, Napoleón, Dostoyevski, Flaubert y Van Gog, que el mar les arroje al pecho la espuma de su éxtasis divino, y fecundo: por cada ola convulsiva… ¡un pez de plata!…
La plaza ha quedado desierta. Sólo veo ante mí, a contra luz del sol poniente, la estatua de una mujer que sostiene con un brazo un cántaro que reposa en una de sus caderas. Me quedaré inmóvil un momento sobre mi pedestal humilde, y así, mudo y frío, y sediento, seré, en esta tarde antigua, su amante.
II
He querido venir a la plaza antes de que amanezca. Veo a un hombre, o tal vez una mujer, dormir sobre un banco de piedra; está cubierto con papeles de periódico. Es un bulto trágico. Acaso ese no sea un hombre, ni una mujer, ni nada humano, sino el mismísimo día de ayer envuelto en su propio sudario de palabras y sucesos efímeros. ¿Qué ha ocurrido con todo lo acaecido hace sólo unas cuantas horas? Con el dolor del enfermo y del moribundo, y del solitario, y de los endemoniados de la tierra. Con la risa beatífica e indulgente de la niña que ayer pasó a mi lado sin temerme. Con la mujer que, al cruzar por la plaza, aminoró el paso, se soltó el cabello cobrizo, se detuvo un momento, y alzó la cara al sol con los ojos cerrados como una sacerdotiza del fuego. Con el hombre que pasó a toda prisa por ningún lado, puesto que al pasar nada vio (ni fue visto por ninguna persona, excepto por mí), y cuyo traje gris burló, de seguro, la clarividencia de los ángeles. Con el anciano que atravezó la plaza como si caminara por el fondo de un lago, sin hacer ruido, lentamente, con una lentitud ofensiva para un mundo correntoso y superfluo… Un anciano es el que ha tocado el fondo de sí mismo. No es un hombre acabado, hundido, sino sumergido en su memoria, inmerso en su pasado oceánico. Y qué ha sido de ese hombre que ayer, en un ínfimo instante de su vida, me miró a los ojos sin detenerse, y yo, con una indecible nostalgia, lo vi luego cruzar la plaza, y alejarse y perderse para siempre en una multitud de hombres sin rostro… ¿para siempre?… Que no sea así, ¡que no lo sea! puesto que en él duerme un dios, puesto que acaso aliente en él un pensamiento eterno, un alma inmortal… ¡Que la abstracta multitud no se lo haya tragado para siempre como un cíclope sensual y guloso!… Pues entonces me volveré un Ulises moderno, y luego de embriagar al mundo con el vino de mis palabras, le clavaré al Hombre en su ojo lascivo mi pluma de acero!… ¡Me volveré un detractor, un insurrecto, un escritor panfletario y un orador jacobino!… ¿No ha sido también un día, ese transeúnte fugaz, niño e inocente? Y, en cuanto que niño, ¿no tuvo, una vez al menos en toda su existencia, la mirada lúcida del místico y el artista que penetra en la belleza del mundo? Asimismo, ¿no ha amado, cuando adolescente, con un amor tan alto como el del más excelso de los poetas que jamás haya habido? ¿No fue una vez un poeta sublime…? Pienso, en verdad pienso que si ese oscuro amante hubiera sabido expresarse en el momento del arrebato amoroso, habría asombrado a la humanidad con la magnificencia de su estado y el esplendor de sus visiones… No puedo contenerme, me paro de un salto en mi banquillo, empuño el megáfono y grito en la madrugada dirigiéndome a nadie, o acaso al sordo fondo de mí mismo, en donde, de algún modo, moran todos los hombres, mora el hombre primigenio que yace dormido en las subnapas de la memoria, el hombre sempiterno, desde el primero al último, desde el antecesor al postrero… «en cada hombre se manifiesta el primer hombre», dice el filósofo… tomo el megáfono, y grito: ¡Dichoso y breve trance de nuestra vida, el del amor, en el que supimos que las estrellas habían sido encendidas para que nuestra pupila estelar las mirase, y se reconociese en ellas! ¡Dichoso y breve trance de nuestra vida… el del amor!… Mi voz resuena en el silencio matutino, ¡qué extraño que mi voz pueda oirse en la babélica metrópoli!… Sí, pero, paradójica, irónicamente, puede oirse ahora que nadie, o casi nadie, la oye… pero tal vez un insomne…, o, sí, don Vicente Aleixandre, tal vez me oiga aquella mujer que camina presurosa «como si fuera abrir las puertas a la aurora», o una inteligencia celeste, o… callo, y me siento, y veo que una paloma vuela entre unos árboles, y pienso en la mujer que amo, y cierro los ojos, y sueño con que hoy habré de encontrarla en el mundo.
Pronto me repongo, emergo de mi ensueño, abro desmesuradamente los ojos, y torno a pensar en el hombre que ayer vi perderse en la muchedumbre y que acaso ya no vea nunca, ese hombre… «hermano de mi aventura viviendo en el mundo», al decir del poeta, ese hombre… sí, hermano de mi aventura, ¿o acaso él, como yo, nunca se desveló en una noche infinita por el pensamiento pavoroso de la muerte? ¿Y nunca despertó, sobresaltado, a causa de la voz susurrante, interna, sibilante como el viento que se cuela por la grieta de un muro… nunca despertó sobresaltado, me pregunto, por la voz aguda del remordimiento que nos da alcance en sueños, a nosotros, los hombres, los fugitivos, los «acróbatas de un telar que hila el torbellino de una fuga», según le oí decir a un poeta ignorado en algún bohemio tugurio de Buenos Aires? ¿Nunca despertó sobresaltado a causa de una voz sibilante ese hermano mío que ayer pasó a mi lado, y que acaso ya no vea nunca?…
Miro ahora al que está echado en el banco de la plaza arropado con un montón de hojas de periódico; y una brisa suave, que ya empieza a enhervarse con el fragor de las máquinas, una brisa suave mueve los bordes de las hojas impresas, y el dormido, o la dormida… me da la impresión de estar flotando sobre el banco de piedra, como si levitara en un vano intento de abandonar el mundo… ¿o quizás sólo quiera abandonar esta ciudad de cal y…? No; ciudad es una palabra demasiado buena, digamos, más bien, urbe, metrópoli… ¡megalópolis! Mas no puede elevarse. La memoria del mundo lo aprisiona y lo ahoga. Un día extinto pesa sobre su cuerpo. Una sábana lo amortaja. La brisa mueve ahora el sudario, y una hoja de periódico, rasgada, aletea levemente en el hombro del vagabundo, y me parece ver moverse el ala rota del angel del tiempo que ya no se alzará de entre los hombres… ¡Un momento! ¿Que no se alzará?… Veo al hombre removerse en su lecho ascético. Sí, es un hombre después de todo. Y es, ante todo, un hombre. Se despoja lentamente del sudario, muy lentamente, como si emergiera de las arenas movedizas del sueño, o del mismo pantano de la muerte, y las hojas de periódico se esparcen por la plaza como velos, o jirones de niebla, o… ¡sí!… como hojas secas del Arbol de la Ciencia que, caídas del cielo, fueran a arrastrarse por la cuidad otoñal, centro del saber humano y la sudorosa labor.
El hombre se pone en pie con dificultad, y al erguirse, lo alcanza el primer rayo de sol matutino, y le nimba la atormentada cabeza… Yo, a mi vez, me empino sobre el banquillo, y exclamo, a toda voz: ¡Un nuevo día ha renacido! ¡No creáis que el día pretérito estaba muerto! ¡Sólo dormía su breve muerte lazarina! ¡Yo lo he visto alzarse de entre los muertos, y lo he visto andar, y dejar a su paso un estrépito de palomas! ¡Un nuevo día ha renacido! ¡Un día nuevo y eterno! ¡Un nuevo sol antiguo arde en el horizonte dentado de edificios terribles, que se tragan la luz, y los ojos del hombre! ¡Piedad por los niños en este día penúltimo!… ¡Piedad por los seres más blandos, silenciosos y puros del orbe! ¡Piedad por esos poetas sublimes! ¡Por el niño que duerme y la niña que sueña! ¡Por Natalie, que ama, y Tamara que espera, y Silvia que dibuja, y Mariana que reza, y Eduardo que calla, y Sebastián que ríe, y Pablo, que no comprende!… ¡Que no sean lanzados a la gehena del erotismo! ¡Que no se los inmole en el altar de los dioses inmundos del dinero y la carne! ¡Que un demonio de lengua infesta no les babee sobre el hombro un pensamiento impío, una sugestión deletérea!…
Hombres y mujeres han comenzado a cruzar la plaza, y a todos me dirigo, a cada uno de los que no sepan que una nueva mañana es una mañana nueva, y no… «una nueva mañana». ¡Piedad por los niños del mundo! ¡Piedad por los seres más blandos, silencioso y puros del orbe!… ¡Piedad!…
Pero me detengo ante una escena conmovedora. El pordiosero, el resucitado, el del paso lento y la cabeza atormentada por un viento ignoto, ultraterrereno, se ha arrodillado al pie de un banco, y ha sacado de su bolsillo raído un trozo de pan, y han caído algunas migas en derredor suyo, y una paloma con las alas transparentadas por el sol ha descendido del cielo para posarse sobre él. Ahora parte el pan dorado, y lo devora con fruición. Ante semejante cuadro de humildad, y de esencial beatitud, no me siento digno ni de atarle el cordón de los zapatos a ese anacoreta de la ciudad… pero… si él es un asceta, un penitente… ¿quién soy yo? Empuño el megáfono, y grito con voz conmovida: ¡Yo soy la voz que clama en el oasis de la plaza! ¡Yo me alimento de raíces, de la raíz humana, del meollo espiritual del hombre! ¡Y el más pequeño de los hombres de esta urbe fragorosa es más grande que yo! ¡Y visto la piel de un animal viejo que aún no me cae, reseca, de los hombros! ¡Y he perdido la cabeza por veinte Salomés lascivas de senos de oro! ¡Y Cada día ingiero una sabandija del pedregal de mi entraña! ¡Cada día me subo a este pobre banquillo porque soy el más pequeño de esta metrópoli!… Y cada día, al cabo, alzo mi palabra, para ser más grande que yo mismo, en mi clamor.
Ahora preciso descansar. El tumulto del nuevo día me ha extenuado. Con el megáfono alicaído en mi diestra, arrastro el banquillo a través de la plaza, y busco la sombra frondosa de un ombú centenario. He ahí mi lecho: dos raíces que, de tan robustas, se me antojan prehistóricas. Me acuesto en la tierra, y mientras voy perdiendo el sentido como un orador agonizante al que han derribado de su tribuna, balbuceo: piedad por los niños… piedad… por Mariana que reza y Sebastián que ríe, y Silvia que dibuja, sí, que dibuja, y Virginia que ama, y Natalie que sueña. Os lo pide una voz. Os lo implora esta voz que clama en el oasis de la plaza. Os lo pido yo, hombre, yo, que me alimento, que subsisto, que vivo… de tu raíz eterna.