Cultura y Decadencia

  Alsacia y la decadencia de la cultura

  Muy linda ciudad es Alsacia, pero debo decir que demasiado linda, porque tanto orden tiene su costo.

Esa perfección casi obsesiva, matemática, esquemática, no es muy humana, aún cuando pretenda quizás ser un «humanismo». Sólo mentes excesivamente racionales pueden crear una ciudad así. Puritanas. Cargadas de un «deber ser» milenario. Es algo muy estético, pero quizás el exceso de estética disimule un defecto de ética. Lo humano es más irregular, más creativo, más variado. Más arriesgado y riesgoso. No tan uniforme. Tan «pensado». Tan geométrico. Que haya un estilo vaya y pase, pero que ese estilo sea tan cuadrado, tan único, ya es inconcebible. En la arquitectura del lugar no hay matices. Parece un pueblo cuáquero sofisticado. Una maqueta hecha por un prusiano kantiano, cartesiano, aquinatiano…

Me asfixia y me deleita a la vez, como jaula de oro. No parece haber lugar para el disenso y la réplica. Quienes crearon esa ciudad, estaban enfermos de geometrosis. Peste que debió venirles de vaya a saber qué ancestro de tiradores y frente cuadrada. Puro. Correcto. Devoto. Ahorrativo. Culto. Y pedófilo (broma)… No puede ser que una fachada semejante no oculte algo muy oscuro (la Segunda Guerra nos mostró algo de la faz del monstruo). «Todo lago sereno esconde una terrible profundidad», escribió Nietzsche. Y en esa serenidad ordenada, seudo perfecta, seudo armónica, no veo más que la máscara de un rostro temible.

La vida no es un cuento de hadas. La sociedad no es un todo uniforme. Querer mostrar algo tan ordenado y pulcro, equilibrado y racional (civilizado), no puede ser sino el fruto de una soberbia infinita, de un puritanismo hipócrita, y de una concepción de la cultura tremendamente errónea.

Imagino que la ciudad de Quito, colonial, irregular, bulliciosa, y olorosa, debe ser más verdadera que esta ciudad falsa y pretenciosa, en donde la irregularidad y la rebeldía humanas, y la creatividad, no tienen lugar ninguno. Parece estar erigida en el fondo de una caja de música de terciopelo rojo.

Por primera vez, atendiendo a estas imágenes, creo vislumbrar la causa más oscura de la decadencia europea, y del fracaso de su cultura humanista.

Los extremos se tocan. El exceso de civilización es barbarie encubierta.

La cultura latina, en tanto que es menos racional y puritana, es más civilizada, en el buen sentido de esta incierta palabra (de la que hay que sospechar siempre).

En lo humano, el orden geométrico es signo de caos espiritual. Y, quizás, el orden cívico extremo no sea más que la obra maestra del espíritu burgués: suspicaz, previsor, prudente, desconfiado, avaro, honesto, simulador, dogmático, pulcro, discursivo, administrador, implacable, cínico. Alsacia es un monumento a ese espíritu sin espíritu, inflado de vanidad. Es decir. De nada. Porque si “pneuma” es soplo y es espíritu, el espíritu burgués es una burbuja de nada (de vanidad, o vacuidad, que es lo mismo).

Así como el diablo es siempre un pobre diablo, a pesar de la parafernalia solemne con que le rinde culto la imaginería popular, un burgués es siempre un pequeño burgués, no obstante la magnificencia de sus casas, palacios, templos y puentes.

Alsacia limita con Alemania y Suiza (fue fundada por los alamanes, y en la Primera Guerra pasó a manos de los francos). Y es una ciudad “administrativa” y sede de organismos internacionales. Una ciudad muy europea. Con la perfección bárbara (de barbarie) de los germanos, y la obsesión por la exactitud (y por el dinero) de los suizos, los cuales creen haber llegado al absoluto control del tiempo con sus máquinas cuenta-horas. Pero el tiempo real (lo decía Bergson) no es el cronológico, sino el del propio espíritu, que no puede ser medido, y cuyos ritmos y mareas son regidos por un relojero que no es de este mundo, y que tiene ajustada su hora con la eternidad.

Si la filosofía es no dejarse engañar por las apariencias, Alsacia es un caso ideal para desengañar a los sentidos. Para ejercitarse en el arte de mirar detrás del velo del mundo sensible, que nos oculta la verdad de las cosas. Y es que Alsacia, ciudad tan bella como engañosa, no es lo que parece… “Y menos lo que es, todo parece”, dice Miguel Hernández en un verso muy a cuento para esta ocasión.

Pero como la filosofía también es albergar al enemigo en nuestra propia casa, servirle un buen vaso de vino griego, y dejarlo hablar hasta el punto en que descubrimos que, puesto que nos contradice, es nuestro amigo más fiel y entrañable, es preciso callar para dar espacio a su voz. A nuestra otra voz quizás. De lo contrario, seremos tan cerrados y absolutos como presumimos que es esta franco-prusiana ciudad europea.

Cedo la palabra a mi contradictor. Yo ya dije lo que tenía que decir.

 

Cultura y decadencia

Cuando un pensador o artista piensa a través de los libros y no de su vida o de lo que observa en la realidad, se vuelve decadente. Cuando las ideas y los datos desplazan a los sentimientos y la percepción, el filósofo o el erudito es decadente. En realidad, ya la erudición es un estado de decadencia. No se ha tomado demasiado en serio a aquellos que en sus horas finales pidieron que se quemaran sus obras, como Kafka y Villaespesa. Ambos, seguramente, intuyeron en la hora final la vanidad de la palabra escrita, de la obra culta, de la literatura, y de todo arte que es puesto por encima de la vida real.

Urs Von Balthasar, Papini, que pudo ser un gran artista y un gran poeta pero predominó en él la pedantería libresca, Vintila Horia, Borges, son decadentes. En ellos el arte es auto referencial. Prima la teoría sobre la realidad, el dato sobre la observación, el arte sobre la naturaleza. Traicionan el principio aristotélico de que el arte debe imitar a la naturaleza. En ellos la naturaleza imita al arte. Y el arte es copia, artificio, eco, comentario, incluso el más sublime.

Nietzsche, que odió la cultura, vio esto con claridad, pero él mismo fue un decadente. Porque no llegó a advertir que la crítica es también un género decadente. Sólo la creación no lo es. Cayó –a mi entender- en el error mismo de Papini.

Sólo apartando la mirada de lo vano, oscuro, bajo, mediocre, es que se supera lo superfluo. Pero cuando se lo critica, hay contacto y contagio con lo que se quiere condenar o exorcizar. Es la gran trampa del orgullo. Y sucede con la crítica como con los malos pensamientos, que si son combatidos no hay forma de triunfar sobre ellos (sólo no pensando, o desviando la atención hacia otra cosa, es que son derrotados en forma eficaz).

El arte, la literatura, y la filosofía decadentes, no tienen frescura.

La verdadera cultura es fresca. El exceso de cultura, es contracultura. Sólo puede hablarse de cultura, propiamente hablando, cuando hay cultivo del espíritu. Cuando hay vuelo y avance, creación y recreación. Todo lo pesado, cerrado, crítico, grave, solemne, rígido, es la negación de la cultura genuina.

Crear. Crear. Crear. Que es sinónimo de vivir, vivir, vivir. Eso es cultura. Lo demás, es decadencia y antivida. Mírese el Palacio de Versalles, ese monumento a la anticultura, con sus árboles podados, sus pelucas fantasmales todavía ambulando por los dorados pasillos. ¿Se quiere algo más artificial, y racional, y cortesano? ¿Puede alguien imaginar algo más contrario a una cascada, a una brisa del bosque, a un mar encrespado, al lucero de la mañana?… He ahí a la naturaleza humana imitando al arte, y no al arte imitando a la naturaleza. He ahí lo contranatural por excelencia. Lo demoníaco. Lo vano. Lo aparatoso.

Cuando pienso en estas cosas, mis ojos se iluminan con las llamas de la Biblioteca de Alejandría, y todo mi cuerpo se enardece al arrimo de esa conflagración. Así como los bosques, cumplido determinado ciclo vital, arden para que de las cenizas se alcen nuevos y verdes retoños, con las civilizaciones pasa lo mismo, y también con las bibliotecas, en las que las hojas amarillas de los libros nada desean más que caer de sus ramas sobre la gran hoguera de la vida real, para arder, elevarse y volar libres como chispas vivientes (como luciérnagas) por bosques y praderas, por riscos y cañadas, por playas de oro, por mares, y por ciudades arrasadas y ardidas por el “azote de Dios”.

Machu-Pichu

¿Y en ese Paraíso hacían sacrificios humanos?… Tal vez sí. Tal vez no. Pero con ese escenario hasta un sacrificio debe haber tenido una solemnidad formidable (no para la víctima, por cierto). ¡Qué cima del mundo! Qué plataforma de la contemplación. Qué nido del hombre primitivo para que desde esa altura críe alas la imaginación. Qué barrancos para despeñar la mirada hasta el penúltimo abismo del éxtasis. Y cómo esos animales extraños, las llamas, tienen los cuellos estirados de tanto asomarse por siglos a esos bordes afilados y sibilantes.

Y pensar que en ese palmo de altura, de verde paño y piedras labradas, un puñado de hombres vivió. Soñó. Elevó su plegaria a la bóveda baja del cielo. Las mujeres concibieron a sus hijos sin la parafernalia de los modernos hospitales. Los padres criaron a las criaturas creadas allí, sin los manuales bobos de psicología freudiana, piagetiana, papanatiana… (perdón que dejé la poesía y planeé hasta el llano de estas apreciaciones inevitables).

Allí, los niños jugaron a la guerra con sus palos pelados. Las vírgenes sufrieron sus primeros rubores, y los jóvenes, alardearon luchando al filo de esos abismos anubarrados y ecoicos que multiplicaron los gritos de esos valientes efímeros por valles y cañadas, por riscos y cavernas, por días y por noches. Por siglos.

Ruinas del paso del hombre. Y esa planicie en lo alto, ¿qué otra cosa es sino una huella de gigante dejada en la altura? Y el eco de un nombre en la gruta del tiempo: «Machu-Pichu», como un balbuceo primitivo. O como diez letras (sonidos) que contienen un mensaje en clave que le llegó de las estrellas a esos hombres. O que ellos mismos trajeron del azul al caer del árbol cósmico a ese nido terráqueo por algún traspié original, genesíaco, dado en el «más allá».

Machu-Pichu. Y el ansia de ascención del hombre. Y las manos en alto, ensangrentadas, de un sacerdote pagano, intentando dejar sus palmas en la caverna celeste con la tintura ocre de un corazón humano.

Machu-Pichu. Verde. Corazón. Altura. Grito. Pelea. Precipicio. Canción ecoica. Abrazo. Parto. Juego. Cultivo. Danza. Llanto. Vagido. Risas. Susurros. Estertores. Ruina. Desolación… Silencio.