Un Mundo Pacifista

 La reciente guerra de Irak, que corremos el riesgo de olvidar demasiado pronto, desató en el mundo una ola de indignación sin precedentes. La humanidad entera se declaró pacifista de un modo tan global y rotundo (en plazas y avenidas, pantallas y periódicos), que resulta extraño creer que el género humano se haya desangrado durante siglos en infinitos campos de batalla, llegando a hacer de la guerra un arte y de la conquista un derecho de superioridad… ¿No parece haber entre la actual “imagen” de universal pacifismo, y la eterna belicosidad de nuestra especie, una flagrante contradicción?

Pero esta contradicción es aún más escandalosa si pensamos que nuestros tiempos son quizás los más violentos jamás habidos, gracias a determinados avances de la técnica, el fenómeno de la superpoblación, y la instalación de una cultura de la violencia a través del cine efectista, la televisión provocativa, el arte deshumanizado, la música estrepitosa, y el estilo de vida moderno signado por la velocidad y el estruendo  de las grandes urbes (para no hablar del bullicio de las mentes en un mundo sin filosofía, y del desorden propio de una sociedad sistemáticamente erotizada en aras del consumismo)

¿Acaso el mundo repudia en masa la guerra, pero no la violencia?… ¿O es que la civilización reacciona sólo cuando se atenta contra la integridad física de las personas, y sus derechos ciudadanos, y no cuando es la integridad moral lo que se avasalla y destruye?… Se me objetará que una imagen violenta de cine o televisión no ingresa en el seno de un hogar con el poder devastador de un misil Tomahawk, y es verdad, pero habría que preguntarse si no es la cultura de la violencia que todos consumimos y sustentamos, lo que engendra a esas mismas guerras que después repudiamos agitando pancartas de paz y amor ante una cámara televisiva. Y, por demás, no desestimaría los destrozos morales que provoca en la psiquis de un niño (o de un adulto) una imagen cruel que aparece en una pantalla con el inocente disfraz del entretenimiento. ¿No criamos día a día, sin conciencia, a los cuervos de la violencia que un mal día les sacan los ojos a los niños, mujeres, y hombres inocentes de Irak, Kosovo, Afganistán, Bosnia, etc., etc.,.?

Parecerá una exageración, y sin embargo se cree desde antiguo que cada época posee su propia atmósfera, y es a lo que se llama “espíritu del siglo”, y que de la formación de ese clima espiritual son responsables todos y cada uno de los hombres que alientan en un mismo periodo histórico. Según esto, cabe conjeturar que la lluvia torrencial de misiles que vimos caer sobre suelo iraquí, provino en ultísima instancia de los densos vapores de cientos de miles de pensamientos violentos que ascienden cotidianamente a la bóveda, formando aquí y allá nubarrones de odio cargados de rayos homicidas. Es más fácil demonizar a Bush y sus secuaces que aceptar esta teoría mística de la responsabilidad universal, pero también es más fácil no ser culpables de nada, y no tener que hacer otra cosa contra las aberraciones de una guerra, y otros males del mundo, que desfilar por una avenida, enviar e-mails, y lucir una remera con el símbolo de la paz, cuando es muy probable que el pacifismo real consista en una secreta lucha del hombre con sus propios demonios, y no en hacer pasar siempre el eje del mal por otras mentes y otros corazones, que es lo que precisamente hizo Bush para justificar sus delirios maquiavélicos de poder.

En suma, el pacifismo del que hicieron alarde tantas multitudes en distintos puntos del globo, no sólo es ineficaz (pues no detuvo la maquinaria de destrucción puesta en marcha por dos superpotencias), sino en cierto modo deshonesto, o en todo caso, incongruente, porque aún cuando el pacifismo es un “no” a la guerra, no  necesariamente es un sí a la paz verdadera, que es la que se construye y defiende en el fuero de cada conciencia humana días tras día, mediante una auténtica “lucha interior” no exenta de esfuerzos y de sacrificios. ¿Cuántos activistas del pacifismo estarían dispuestos a privarse de ver un film violento para no contribuir a la proliferación de la maldad en el mundo, y para salvaguardar ellos mismos su serenidad íntima? En la novela “Demonios” de Fedor Dostoyevski, un personaje exclama al ver cómo las llamas consumen unos edificios: “¡El fuego no está en los techos, sino en los corazones!”, expresando así de un modo simple y visionario las secretas causas de las guerras y demás catástrofes que aquejan a la humanidad desde el tiempo de las cavernas. Y Carl Jung, desde la sicología, dijo algo semejante al afirmar que todo hombre tiene su propia sombra, y que si esa sombra no es aceptada, se la acaba proyectando irresponsablemente hacia fuera: sobre el prójimo, una raza, un país lejano, o los techos en llamas de unos edificios vecinos.

Lo contrario de la guerra, no es el pacifismo universal (cómodo, masivo, y acusador), sino la bondad individual de aquellas personas capaces de violentarse a sí mismas cuando sus malas inclinaciones las inducen al odio, la venganza, el orgullo, la desidia, y otras miserias semejantes. De modo que la clave del pacifismo genuino, valeroso, y eficaz, quizás no esté mejor cifrada que en un verso de ese hombre bueno y sensato que se llamó Antonio Machado: “Yo vivo en paz con los hombres, y en guerra con mis entrañas”.