Zorba y el Dios de Kazantzakis

Del libro “La Tentación del Abismo” De Sebastián Dozo Moreno

          Dios es una fuerza ciega, pánica, inexorable, dialéctica, extática y dionisíaca, que danza a través de los siglos creando y destruyendo una y otra vez el mundo, y, con el mundo, creándose y destruyéndose a sí mismo una y otra vez. Dios es Naturaleza. No está en todo, sino que es Todo. Y Todo no anhela sino anonadarse a cada instante, liberarse de sí mismo, volverse espíritu y hundirse en la Nada consoladora. El Gran Todo es el gran juego de la vida y la muerte. Es torbellino erótico. Vida moviente que en su marcha desaforada va quemando el combustible del Ser Ilusorio de que están hechas todas las cosas, y en el camino sólo queda una estela de humo azulino que se deshace en el aire: “Seguía con la mirada las volutas de humo que se enroscaban y se desenroscaban en el claroscuro antes de esfumarse lentamente -dice el narrador de Zorba, el Griego-. Y mi alma se enlazaba al humo, se perdía lentamente en espirales azules. Largo rato pasó, mientras yo iba comprendiendo, sin ayuda de la lógica, con indecible certidumbre, el origen, el desarrollo y la desaparición del mundo. Como si estuviera inmerso de nuevo (…) en el alma de Buda. Este humo es la esencia de su enseñanza, estas espirales moribundas son la vida, que desemboca impaciente, feliz, en el nirvana azul…”.

Todo desaparece y vuelve a aparecer, arde y se extasía, y vuelve a arder. Todo fluye, y la guerra es el padre de todas las cosas. Dios es la danza guerrera de todo lo que existe, y es a la vez el fragor de la danza y su éxtasis orgiástico. Y Dios es una fuerza danzante porque el mundo es un “ritmo” de opuestos, lo que equivale a decir que Dios no danza por superabundancia de vida y libertad creadora, sino porque Dios es cierto mecanismo que funciona de un determinado modo lógico, rítmico… dialéctico. Aun cuando Kazantzakis hable de danza y de éxtasis, y declare que “nuestro Dios no es una abstracción, ni una necesidad lógica, ni un sabio y armonioso andamiaje de silogismos y de fantasía”, si el ritmo de opuestos es el modo necesario que posee la vida (o Dios) para fluir, hay que decir -parafraseando a Nietzsche-, que Dios es un guerrero que danza encadenado, y que de ningún modo danza “mas allá de la lógica”, puesto que está sujeto al ritmo fatal, automático, ¡sistemático!, de los opuestos en pugna: “¿Cuál es mi deber -dice Kazantzakis en El Jardín de las Rocas-. Comprender el gran truco. Desarmar la muñeca de la Tierra, descubrir en su vientre el sonido y el pequeño mecanismo ingenioso que la hace germinar, florecer, fructificar, morir y renacer” (toda construcción racional del mundo es de un modo u otro sistema abstracto, lógico, y mecánico). Tal vez Kazantzakis, al decir que su Dios danza más allá de la lógica, quiso decir que Dios está más allá de lo que el hombre puede llegar a concebir como posible, pero -paradójicamente-, al hacer de Dios un ritmo sistemático de opuestos, Kazantzakis está concibiendo al más lógico de los dioses imaginables… y, sólo en virtud de esto, al más inconcebible de los dioses, pues Dios está más allá de toda necesidad lógica, o no es Dios… Y, de hecho, el Dios de Kazantzakis no es Dios, sino que es una fuerza ciega personificada, lo mismo que Dionisos, Shiva, Krisna… y Zorba.

De Zorba ha dicho Kazantzakis: “¡Bendito sea! Él les dio un cuerpo bien amado y cálido a las nociones abstractas que tiritaban en mí”. Zorba representa la fuerza instintiva de la Naturaleza. Esla Naturaleza misma encarnada en el cuerpo y alma de un hombre cabal. Es el único hombre que haya conocido Kazantzakis (fueron amigos en la realidad) que no renegó jamás de su origen terreno, y que  siempre se dejó llevar tanto en actos como en pensamientos por el torbellino danzante de su atávico instinto: “Cada hombre lleva en su interior una porción del divino torbellino -dice el narrador pensando en Zorba-, y por obra de él consigue convertir el pan, el agua y la carne, en pensamiento y en acción”. Zorba guarda una unidad indisoluble con la Natural. No enfermó nunca de la razón (entendida esta facultad como capacidad lógica tan sólo), y por tanto jamás hubo distancia alguna entre sus pensamientos y sus actos, entre su voluntad y sus deseos, entre su cuerpo y su alma, entre él y su naturaleza (Zorba, el Griego es, ciertamente, la versión novelada de Así Hablaba Zarathustra, de Federico Nietzsche)

Zorba es una encarnación fiel del Dios pánico de Kazantzakis, y por eso dice Zorba lleno de fe en sí mismo: “¿Quién te dice que yo no me parezco más a Dios que el pope Stéfano? Dios se regala, mata, comete injusticias, trabaja, emprende cosas imposibles, lo mismo que yo. Come lo que le agrada, se lleva las mujeres que quiere…”. Solo él, Zorba, ha permanecido fiel a la Tierra, sin caer en los lazos de la civilización, ni de las grandes ideas, ni de los pequeños dioses que el hombre ha creado a su imagen y semejanza; y es por eso que es la viva encarnación del hombre primitivo y esencial de antes de la historia, cuando hombre y naturaleza -según Kazantzakis, y también Nietzsche y su antecesor, Juan Jacobo Rousseau-, eran un solo cuerpo y un solo espíritu: “Los salvajes de África -dice el narrador de la obra-, adoran a la serpiente porque toca con todo el cuerpo a la tierra y conoce de este modo los secretos del mundo: palpa a la madre nutricia, se confunde con ella, es una sola unidad con ella. Lo mismo ocurre con Zorba”; y en otro pasaje: “De pronto vi que Zorba se levantaba, se desvestía arrojando las ropas sobre el guijarral, y se lanzaba al mar. A ratos advertía a la luz de la naciente luna, la cabezota que salía del agua y volvía luego a desaparecer. De cuando en cuando lanzaba un grito, ladraba, relinchaba, cacareaba: su alma en la noche desierta retornaba hacia la vida animal”.

Zorba es Naturaleza. Y La Naturaleza, el Gran Todo, es una danza insaciable y delirante de opuestos, y es además el frenesí extático del eje de esa orgía santa que mueve el sol, las estrellas y los hombres. En el capítulo de Carta al Greco que Kazantzakis dedica a Alexis Zorba, leemos: “En las antiguas tragedias griegas, los héroes no eran sino los miembros dispersos de Dionisos que se enfrentaban entre sí. Se enfrentaban porque eran elementos separados, porque cada uno no representaba sino un fragmento de la divinidad, porque no eran un dios entero. El dios entero, Dionisos, estaba de pie, invisible, en el centro de la tragedia y regía el nacimiento, el desarrollo, la purificación del mito”. Dionisos es la Naturaleza toda, es tanto la conflagración danzante del mundo, como el centro abismático en el que los opuestos se extasían y desaparecen volatilizados. Lo mismo Zorba, “el bailarín, el guerrero”, que más que un mortal, es Dionisos embriagado, es Shiva creando y destruyendo el mundo, es Krishna en el centro del corro de las pastoras, es la Naturaleza orgiástica y santa en su extático fluir, es el bailarín único de innumerables semblantes que danza al correr de los siglos en la flor de sus veinte años, inmortal: “Entró en el torbellino de la danza -cuenta el narrador- dando palmadas, brincando luego, girando como una peonza en el aire, dejándose caer en elásticas flexiones de las piernas, volviendo a dar botes con las piernas dobladas, como si fuera de goma. Alzándose de repente en un impulso que parecía destinado a quebrantar las leyes de la naturaleza para echarse a volar. Advertíase en el carcomido cuerpo la lucha del alma por liberar a la carne y lanzarse con ella, como un meteoro, en las tinieblas. Sacudía con fuerza el cuerpo, que volvía a caer por no hallar cómo sostenerse en lo alto; sacudíalo nuevamente, despiadado, y conseguía llevarlo esta vez un poco más arriba; pero el pobre volvía a caer, jadeante”. El alma de Zorba es un torbellino que arrastra al cuerpo en su vertiginoso delirio a fin de lanzarse entera, como un cuerpo celeste, ¡divino!, en el ojo tenebroso del mundo: la Nada, y así liberarse definitivamente de este universo de apariencias efímeras. “También yo -dice Kazantzakis en su ensayo Ascesis-, como todo ser vivo, giro vertiginosamente en torno de ese centro del Universo. Soy el embudo de gigantescas corrientes, todo danza en torno mío y el círculo se estrecha, cada vez más impetuoso, y la tierra y el cielo se vierten en el foso rojo de mi corazón que ha clamado”. Y el romántico Poe escribía un siglo atrás en su cuento Manuscrito Encontrado en una Botella: “Pero será muy poco el tiempo que me quede para meditar sobre mi destino, porque los círculos se hacen rápidamente más pequeños, caemos irremediablemente hacia el interior de la vorágine, y entre los rugidos, los bramidos y el fragor del océano y de la tempestad, el buque se estremece, ¡Dios todopoderoso!, y… ¡se precipita en el abismo!” (la mayoría de los románticos fueron panteístas, y el panteísmo trae aparejadas consigo tanto la superstición de la bondad del hombre natural, como las ideas de vértigo místico, y de disolución en el Todo devorador).

Zorba no es, pues, un ser simplemente instintivo que ha sabido vivir su vida con espontaneidad feroz, sino que él es la Vida misma hecha carne en el cuerpo telúrico de un hombre íntegro. Y puesto que la Vida, es decir, Dios, es una orgía santa, un juego extático entre el Ser y la Nada, Zorba es también él un pequeño Gran Extático “cuyo fin es el de vivir la vida del universo entero: hombres, animales, plantas, astros”, todo lo cual no es sino “la misma sustancia que está empeñada en el mismo terrible combate. ¿Qué combate? Pues el de transformar la materia en espíritu” (“espíritu” es en Kazantzakis, a menudo, sinónimo de “nada”). Zorba es una reproducción en miniatura de la Vida Universal, y en cuanto tal, es dionisíaco y asceta a la vez (lo mismo que Dios), pues su delirio báquico es un continuo extasiarse en el ojo ciego de su propio frenesí creador. Y ese delirio extático de Zorba no tiene otro fin último que el éxtasis definitivo en la Nada liberadora, que será cuando el arca del cuerpo se precipite en el remolino oceánico de la muerte con el velamen de la pasión hecho jirones (incapaz ya de embolsar los vientos vanos del Deseo y la engañosa Esperanza), y el alma humana, en pie en la proa del pensamiento y con la mirada fija en el vacío como un Ulises anciano, acepte su trágica verdad heroicamente: “Dios es un corazón de pie frente al abismo”, ha dicho Kazantzakis, y Nietzsche había dicho a su vez: “Corazón tiene el que conoce el miedo, pero domeña al miedo; el que ve el abismo, pero con arrogancia”. Asimismo, Pan -del que Zorba no es más que una ínfima manifestación-, se encamina, de éxtasis en éxtasis, de choque erótico en choque erótico, a la Gran Nada liberadora; “liberación”, y no “libertad”, es la palabra clave de la obra kazantzakiana, así como de la mayoría de los escritores románticos. Rimbaud, en su libro de poemas Una Temporada en el Infierno, hace un elogio de las santas orgías de los hombres salvajes, y dice: “¡Gritos, tambor, danza, danza, danza! No veo aún la hora en que me despeñaré en la nada”. Y en Simposio, Kazantzakis dice: “Busco la fuente de mi vida, es decir, de la vida universal y la justificación de mi esfuerzo. Llámalo Religión, Dios, Quimera, Canción, Engaño, ¿qué me importa? Yo lo llamo Liberación”.

Zorba, como Dios mismo, es un asceta que desea liberarse. Dios, como Zorba, es una danza de apariencias que busca el anonadamiento en el éxtasis de la embriaguez. El mundo todo es un juego de apariencias salido del pensamiento de Dios. Dios es el pensamiento de Dios consumiéndose a sí mismo en su dialéctico fluir. Todo es apariencia que busca desvanecerse, y por eso Kazantzakis llama también Buda al mundo. El mundo es un Buda que se sabe apariencia, y que busca su propia aniquilación desencadenando en su pensamiento el gran juego de la vida y la muerte; dice Kazantzakis en su tragedia Buda: “Una danza ligera, etérea, devino todo Buda. Cada elemento de su carne, cada elemento de su espíritu se alza, se libera, se vuelve un danzante y desaparece danzando. Se abre la tercera puerta, Mogalano: ¡la tercera puerta de la inexistencia! (…) Sus ropas quedaron vacías. No toques en vano. Levanta su hábito amarillo y no hallarás dentro nada. Todo Buda (es decir, el universo) ha entrado en la inexistencia (…) Nada de su cuerpo ha dejado Buda sin liberar. ¡Tolo lo transformó en espíritu! El ángel de la muerte vino y no halló nada que tomar. Vino el ángel de la vida y no halló nada que tomar. Buda entero se ha liberado de la vida y de la muerte: ha entrado en la inexistencia”; y es entonces cuando el Mago se quita la máscara y anuncia que “la representación ha terminado”, pues se acabó la guerra de los opuestos; Buda (o Dionisos) ha juntado sus partes dispersas y hostiles, y las ha reconciliado en el éxtasis final de la inexistencia. La gran síntesis ha dado fin a la conflagración de la fantasía de Dios.

Zorba, pues -que es Dionisos encarnado-, es en el fondo un asceta que busca liberarse de sí mismo en el éxtasis de su danza vertiginosa. Sólo que -a diferencia del monje o el místico-, no busca la liberación por medio del renunciamiento, sino del hartazgo, lo mismo que Dios: “oye lo que te digo -dice Zorba-: solamente así se libera el hombre, hartándose de todo; no haciéndose ermitaño. ¿Cómo quieres, viejo, expulsar de ti al diablo, si no eres tú diablo y medio?”. A los ojos de Kazantzakis, Zorba no es menos asceta que un eremita, y aún es más asceta quizá, pues su camino de liberación es el mismo que el de la divinidad. En este sentido, resulta para nosotros altamente significativo que Shiva, el rey danzante de la mitología india que crea y destruye al mundo en el fragor de su delirio, sea adorado tanto en la figura del falo, como en la imagen de un asceta cubierto de cenizas y con un cinturón de cráneos ciñéndole el hábito descolorido.

Y ahora podemos ver, una vez más, que en Kazantzakis no hay contradicción alguna, y que, verdaderamente, siempre sustuvo una misma teoría del mundo: cuando el narrador de la obra se debate entre seguir el camino del budismo, o el que Zorba le enseña (el del hartazgo), aquél no está debatiéndose en realidad entre dos caminos antagónicos, sino entre dos caminos distintos que llevan a un mismo fin: la liberación, y aún más que dos caminos distintos, se trata de un mismo camino con diversas etapas. Cuando el narrador se lamenta de no poder ser como Zorba, y hasta llega a decir que Buda es el gran “No” que le carcome el alma, y que quisiera liberarse de ese Dios, vale decir, de la idea de la liberación, no lo dice porque Buda, a quien llama “la Nada”, sea un camino falso, sino porque Buda es el final del camino, y no el comienzo, y es preciso “vaciarse” de todas las pasiones hartándose de todo, viviéndolo todo, antes de alcanzar la disolución penúltima. En la tragedia Buda, una prostituta, que simboliza a la vida misma (en Zorba, el Griego, la vida es llamada “la gran ramera”), dice: “… ¡ay, una larva devora las telas de mi corazón! Buda, Buda, no estoy preparada aún; mi carne no se ha vuelto todavía entera espíritu. Tengo hambre, siento dolor, amo, quiero hacer el amor aún: conoces mi secreto, Buda; saca de mí tu gracia: no la quiero todavía; saca de mí, que no la quiero aún: ¡tu salvación!”. Es necesario antes que la vida se vacíe de todo deseo, para que se cierre el círculo: “Buda, Buda -clama la prostituta más adelante-, hazme también a mí cumplir todo mi ciclo, amar, hartarme, liberarme…”; y el narrador de Zorba, el Griego, dice a su vez: “Buda es el alma pura que se ha vaciado; en él no hay nada, él es la Nada (…) Era una gran lucha a muerte entablada contra una gran fuerza de destrucción emboscada en mí -dice el narrador de la obra-, un duelo con el gran No que me carcomía el corazón”, y luego agrega: “Buda es el último de los hombres. Nosotros sólo estamos al comienzo, no hemos comido, ni bebido, ni amado bastante, no hemos vivido todavía. Nos ha llegado demasiado pronto ese delicado anciano sin aliento. ¡Que se marche cuanto antes!”.

En Zorba, el Griego, el dilema del narrador (portavoz de Kazantzakis), es, pues, relativo: todo su aparente drama se reduce a la cuestión de si tomará el camino heroico del hartazgo, o el camino de los que no se atreven a vivir, el de la abstinencia, es decir, el de los popes y los “escritorzuelos”. El primero es el camino de los hombres fuertes capaces de cerrar con sus brazos robustos el círculo de la existencia luego de haber cumplido todo “el ciclo”, el segundo, es el camino de los cobardes que quedan al margen de la vida y son un día aplastados por la rueda del tiempo, y todo por no haberse atrevido a colocarse en el eje del torbellino vital de un solo salto pleno de destreza y delirio, vale decir, por no haberse atrevido a vivir al ritmo dionisíaco de la divinidad: “Dios es un brinco, y una dulce lágrima”, dice Kazantzakis. Pero el caso es que ambos caminos llevan a la misma liberación: la Nada, y por tanto, no hay un verdadero drama, sino tan sólo un dilema entre dos opciones de vida que conducen a lo mismo. Habría drama si el narrador se debatiera entre la fe y el escepticismo con respecto a la existencia de Dios, pero semejante problema no tiene relevancia en la obra del cretense.

Ciertamente, la angustia por la inexistencia de un Dios personal y todopoderoso, está casi ausente en Niko Kazantzakis. Cuando en Cristo de Nuevo Crucificado aparece el planteo acerca de la existencia de Dios, se debe -a mi entender- a que esa es la obra más dostoyevskiana de Kazantzakis, de modo que dicho planteo -omnipresente y genuino en la obra del novelista ruso-, deviene en la obra del cretense “clishé” literario. Y es de notar que en esta cuestión Kazantzakis está lejos tanto de su maestro Federico Nietzsche, como de Unamuno y Fedor Dostoyevski, los cuales sí vivieron torturados por el interrogante acerca de Dios. Albert Camus, en cambio, está más cerca de Kazantzakis, en cuanto que el autor de La Peste sólo cree con ciega convicción en el hombre (sin embargo, hay algunos aspectos de su obra que permiten suponer que -de no haber muerto joven-, habría llegado a creer en el Dios de los cristianos). Pero Kazantzakis es el hombre del día después del nihilismo. A diferencia de sus maestros -y no obstante su obsesión por la religión cristiana-, no pasó por las terribles crisis religiosas de sus antecesores. Él siempre estuvo en paz con su idea del mundo, y esto -según el mismo Kazantzakis-, gracias a Nietzsche, el cual se sacrificó por una nueva generación de hombres absolutamente libres e “inocentes”, que verdaderamente estuvieran más allá del bien y del mal, sin tormentos de conciencia ni esclavitudes morales. Nietzsche, el padre de Zarathustra, vertió su sangre por el hombre futuro. Cargó sobre sus hombros la cruz de su deicidio para liberar a la humanidad no del pecado, sino de la idea del pecado, para luego acabar sus días clavado en los maderos retorcidos de la locura: “Dionisos crucificado” lo llamó Kazantzakis en Carta al Greco. Gracias a su “martirio” la duda ha sido superada, y es posible el advenimiento del hombre superior. Nietzsche lo ha matado a Dios (a la idea de Dios) para que el hombre pudiera llegar a ser Dios él mismo: “¿Cómo nos consolaremos nosotros -se pregunta Nietzsche en La Gaya Ciencia-, asesinos entre asesinos? Nuestro puñal ha vertido la sangre de lo más sagrado y poderoso que el mundo ha tenido hasta hoy…”, y luego agrega: “… y sean lo que sean los que nazcan después de nosotros, pertenecerán, por causa de ello a una historia más alta que ninguna otra hasta el presente”. En Zorba, el Griego (como en la mayoría de las obras de Kazantzakis), no existe un dilema entre dos opciones de vida contrapuestas, y mucho menos, un dilema de carácter religioso.

Dios es Dionisos, y Dionisos es el Gran Extático, es el abismo embriagador -o aniquilador- en el que el “tumulto caótico” del mundo se precipita. Pero Dios es también el torbellino de las fuerzas remolineantes que se abisman en la nada consoladora. Es el eje de la danza, y la danza guerrera. Es el centro anonadador del torbellino universal, y es el torbellino del universo que se anonada en el ojo ciego de su vórtice. Ahora bien, cuando Kazantzakis se refiere a la nada en la que el universo se precipita de continuo, habla de Dios como de “el Gran Extático”, cuando se refiere al proceso de autodestrucción del universo, vale decir, al fragor guerrero de los opuestos en pugna, habla de Dios como de “El Gran Combatiente”. Pero en realidad guerra y aniquilación son lo mismo; el proceso de anonadamiento del universo (danza guerrera), y la nada en la que el universo se precipita a cada instante (éxtasis), es algo simultáneo. Esta idea está contenida de un modo gráfico y sugestivo en unas líneas de Carta al Greco en las que Kazantzakis evoca un suceso de infancia: “Me levanté tarde, el sol primaveral penetraba sonriente e iluminaba, encima de mi lecho, el bajorrelieve amado que mi padre había hallado, yo no sabía cómo, cuando era niño, y lo había colgado sobre mi cabeza (…) Era un monumento funerario: un guerrero desnudo, que no ha abandonado su casco ni siquiera a la hora de su muerte, ha doblado su rodilla derecha y con las palmas de las manos estrecha su pecho, mientras una apacible sonrisa se dibuja alrededor de sus labios apretados. El grácil movimiento del cuerpo hace que no pueda discernirse si es la danza o la muerte. Danza y muerte juntamente”.

Dios es Materia y Espíritu en perpetua guerra. Y el Espíritu es el elemento activo o masculino, y la Materia es el elemento femenino. Pero Dios es ambos elementos en obstinada guerra concupiscente. Más aún; podemos decir que Dios no es tanto la Materia y el Espíritu en guerra, como la guerra de la Materia y el Espíritu: “La esencia de mi Dios es la lucha”, leemos en El Jardín de las Rocas. Es la guerra lo propiamente divino, y por eso Kazantzakis personifica esa “esencia”, o delirio bélico, y habla de “El Gran Combatiente”. Dios es impulso marcial; es un Espíritu Feroz que brega por quemar en el horno de su furor bélico la Materia que lo tiene aprisionado en el reino de las apariencias: “Tu cuerpo está lleno de memoria -le dice Kazantzakis a su Dios-. Como un prisionero llevas tatuados en los brazos y en el pecho árboles y monstruos, aventuras peligrosas, gritos y fechas”. Y este animal divino, este prisionero colosal en perpetua fuga, que no es otro que la Naturaleza personificada, brega por liberarse de esos tatuajes, de esos fantasmas de su cuerpo, trasudándolos en el torbellino de su danza frenética, quemándolos, digiriéndolos, sublimándolos a fin de que el cuerpo del prisionero se libere de su pesada materialidad y se disgregue en el éter. “Su cuerpo humeaba”, es una caracterización frecuente en las obras de Kazantzakis cuando el novelista quiere dar la idea de que un personaje se halla en la plenitud de su vigor; y la misma caracterización vale para este Dios guerrero (el universo), que quema la materia de su cuerpo en un belicoso afán por alcanzar la cima suprema de la inmaterialidad: “Está cubierto de heridas -leemos en Ascesis-, sus ojos son huraños de miedo y tozudez, sus mandíbulas y sus sienes están rotas. Pero no cede, trepa con pies y manos, sube rechinando los dientes”. ¿Hacia dónde sube?, lo hemos dicho ya: hacia la cima de la inmaterialidad, hacia la Nada, lo que equivale a decir que -paradójicamente-, esa ascensión es una caída en el abismo, en la nada liberadora, es una caída hacia arriba… Para Kazantzakis el universo posee una elevada intencionalidad, que es la de volatilizar la Materia: “¿Cuál es la esencia de nuestro Dios? La lucha por la libertad (…) Bien es todo lo que se lanza hacia lo alto y ayuda a Dios en su ascensión. Mal es todo lo que gravita hacia abajo e impide la ascensión de Dios”; y en otro pasaje: “La guerra contra la Materia es el combate para conquistar lo aéreo”, vale decir, para transmutar la Materia en Espíritu…

He aquí la concepción de kazantzakis sobre “su” dios. He aquí el leit motiv de su inmensa y apasionada obra.

 

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