El despertar de Eros

De camino a su casa, Sofía no sentía el suelo bajo sus pies. El mundo había perdido su habitual consistencia. A los colores sin embargo, los percibía con particular intensidad: las hojas de los álamos eran más plateadas, y el muérdago que siempre le hacía acordar a una tarjeta de navidad recibida de Italia cuando era niña, se le presentó a sus ojos tan verde y real que al observar sus hojas puntiagudas, se mordió y lamió la yema del pulgar con gesto de dolor.

No podía regresar tan pronto. Debía andar sin rumbo a donde el destino la llevase. Si su madre la veía en ese estado, enseguida adivinaría. Era preciso andar y andar hasta que su corazón se sosegara… ¡Le latía tan fuerte en las sienes! Y era como con el muérdago: hasta entonces, su corazón  había sido algo irreal, un dibujo infantil trazado con mano firme en un cuaderno de escuela, una figura coloreada, un símbolo de sentimientos tiernos compartidos por sus amigas más íntimas, y nada más. Ahora, en cambio, era una masa de músculos convulsa que le palpitaba dentro del pecho como con vida propia. No podía dominar su turbación, y el cuerpo le temblaba. Apretaba los labios, y sentía un deseo vehemente de llorar, o bailar hasta caer exhausta. ¿Cómo había podido vivir tantos años dormida?… Sí, un sueño había sido todo su pasado, vaporoso, encantado, pero un sueño al fin. Su cuerpo se lo gritaba con toda su sangre: había sonado la hora del amor, y lo demás no había sido más que un preludio de ese acontecimiento, una antesala de sueños abigarrados, caricias maternales y simulacros de pasión.

«Es imposible», pensaba, «es imposible», y se miraba al pasar en una vidriera para reconocer su nuevo rostro, y mirar su rizado pelo rubio a una nueva luz. Sí, ya era una mujer. ¿No se casaban antes a su edad?.

Antes de que anocheciera, volvió a su hogar. Su madre, angustiada, la esperaba. Sofía, sin decir nada se encaminó a su habitación,  y se arrojó en la cama hundiendo la cara en la almohada con los ojos verdes muy abiertos en la oscuridad.

-¿Dónde has estado? -le preguntó la madre con ira contenida, asomándose por el vano de la puerta.

Sus enojos eran de temer, pero Sofía -a diferencia de su padre y hermano-, tenía su carácter.

Apretando el rostro contra la almohada, se sonrió.

-Si tu padre hubiese vuelto más temprano hoy, ¿qué le hubiese dicho? ¿Que se quedase tranquilo, porque desde el mediodía nadie sabía dónde estaba su hija? ¿Eso tenía que decirle?…

«Sí», pensó Sofía, y volvió a sonreír. Pero la mención del padre ensombreció su alegría.

La madre dio un portazo y se retiró a la cocina para hacer comida sólo para tres.

Sin advertirlo, Sofía se quedó dormida. Entre sueños, oyó que alguien entraba en su habitación. No reaccionó. Seguidamente, sintió que alguien le besaba la mejilla; se incorporó violentamente y lo miró a su padre con verdadero pavor.

-Hija… ¿Estás bien?… Soy yo.

Sofía se estremeció.

-Sí, papá, estoy bien -le dijo rodeándole el cuello con los brazos-. Estoy bien. Estaba soñando.

El padre la besó en la frente, y la recostó en la cama con suavidad.

Sofía fingió quedarse dormida al instante. Pero ni bien su padre abandonó la habitación en puntas de pie, se contrajo hasta casi tocar las rodillas con el mentón, y estalló en un llanto angustioso que le duró hasta que el sueño la volvió a vencer.

A las tres de la mañana despertó. Y así se quedó, inmóvil, con los ojos abiertos en la sombra: si permanecía estática, quizás podría prolongar las sensaciones del sueño. Tenía la cabeza levemente ladeada, un pie fuera de las sábanas, y las dos manos abiertas encimadas sobre el vientre. El sueño había sido real, y ella lo sabía. De otro modo, ¿cómo podía sentir aún el peso de aquel cuerpo sobre el suyo? Y aún sentía en sus senos el ardor de aquella caricia. Su cuerpo, al igual que el muérdago y su corazón, había adquirido durante el sueño una realidad más concreta: se había sentido a sí mismo, palpado, y reconocido, y estaba ahora como dotado de una conciencia propia, y una nueva memoria, obsesiva y aguda como el deseo. Su piel, otrora infantil, había perdido la pura inocencia del olvido de sí misma.

Se levantó con sigilo, y abrió las cortinas. La luna, en cuarto creciente, hacía fosforescer con una tenue luz verdosa los picos nevados. La noche llenó la habitación de opacidad lunar. Con ademán femenino, Sofía desnudó sus hombros y dejó caer al suelo su vestido de dormir. Sintió frío, pero dejó que un escalofrío la recorriera sin inmutarse: era un modo de sentir su desnudez con mayor agudeza. Se volvió; caminó con paso de novia hasta el armario, y abrió una de sus puertas muy lentamente, sin atreverse aún a alzar la mirada…

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