Dostoyevski: El crimen y el castigo
(relato inspirado en un hecho verídico)
San Petersburgo, 22 de diciembre de 1848.
Ha nevado toda la noche. En el horizonte comienza a vislumbrarse la primera claridad. Con sus cúpulas miliunanochescas, sus palacios, sus canales helados, San Petersburgo es una ciudad encantada. El río Neva refulge con opacidad lunar, y de su dura superficie se alzan aquí y allá jirones de densa niebla semejantes a embarcaciones fantasmas zarpando hacia el azul. Todo es de tal pureza angélica, que un fuego blanco pareciera haber abrazado al mundo en silenciosa y gélida conflagración. Los techos cubiertos de nieve humean… ¿Es posible que haya dolor y muerte en la ciudad más espléndida jamás vista?… Sus habitantes han de ser dichosos, fuertes y disciplinados, como monjes del medioevo. El frío intenso ha de obligarlos a moverse con determinación, a trabajar con esmero, a mantener siempre templada la voluntad, y a lucir un rostro rozagante, pletórico de vida y sano furor. ¡Ah!, y las jóvenes rusas, rubias y de caras redondas como soles, con sus ojos color turquesa o gris pálido, han de ser aquí menudas y laboriosas, de brazos rosados y firmes, sonrisa infantil y voz de Sirena, pero Sirena del Báltico, de voz fina y vibrante estremecida de frío polar.
Todo ha de ser en esta ciudad puro y grandioso, digno del zar que la fundó. Sólo Pedro el Grande supo hacer florecer en un suelo cenagoso columnas colosales, palacios imponentes, fortalezas, y los capullos multicolores de las iglesias bizantinas que esperan estallar con el advenimiento de la Primavera definitiva. Pero es cierto también que en este jardín de maravillas que es San Petersburgo, Pedro el Grande fue capaz de aplastar cruelmente con su bota imperial a su propio retoño, el zarevich Alexis, por haber encabezado una rebelión contra su poder omnímodo. De modo que hay tristes indicios de que el dolor y la muerte también existen en esta Venecia del Norte admirada por el mundo entero.
Indignado por las continuas revueltas de su hijo, Pedro el Grande mandó encerrar al zarevich en la imponente Fortaleza Pedro y Pablo; allí el heredero fue sometido a horribles tormentos hasta la muerte, sin que sus torturadores lograran arrancarle ni siquiera un nombre de los otros conspiradores: el rebelde honró así, involuntariamente, la sangre de los Romanov que hervía en sus venas. Desde entonces, el pueblo ruso, al pensar en la Fortaleza que lleva por nombre el de los dos mártires insignes de la Cristiandad, piensa también en el zarevich Alexis, y eleva una oración en su memoria.
Agucemos la mirada… ¡Allí!… ¡Allí se alza la célebre Fortaleza con sus torres soberbias! Con su manto de nieve inmaculada, ¿no parece un lugar de hondo recogimiento? ¿Un templo de las ciencias? ¿Una biblioteca monumental en la que un sabio hubiese reunido los libros más bellos de la historia?… Sin embargo, aún hoy, como en los tiempos de Pedro el Grande, Pedro y Pablo es un santuario del dolor y la tortura, un sepulcro blanqueado donde el zar Nicolás I manda encerrar a quien se subleve contra su régimen. Desde la rebelión de los decembristas, el zar ha olvidado su clemencia, y se ha acostumbrado a hacer correr la sangre de los insurrectos en tal abundancia, que si su impiedad se prolongara, el líquido vital de los sacrificados podría llegar un día hasta el Neva en pleno invierno, y descongelarlo y teñirlo de rojo (Pero esto no ocurrirá sino mucho años más tarde, cuando la dinastía de los Romanov sea exterminada, el nombre de la ciudad cambiado por el de Leningrado, y en el trono de la Santa Rusia se haya sentado el mismísimo demonio en persona: José Visariónovich Dzhugashvili, conocido por todos, simplemente, como Acero, que en ruso se dice Stal, o bien, Stalin).
Allí está la insigne Fortaleza. No es un palacio encantado. Es una cárcel lúgubre. No es una biblioteca opulenta. Es un lugar donde suceden acontecimientos que no quieren ser narrados ni por el más eximio de los poetas trágicos de Rusia; ni siquiera por Gogol, diestro en el arte de contar historias truculentas. Es el reino del dolor silencioso y la angustia paralizante, donde ninguna palabra humana sería capaz de resonar bellamente. Pero entonces… ¿Quién es el presidiario de esa celda oscura que escribe a la luz de una vela de sebo, y tiene ya cientos de hojas escritas amontonadas debajo de su miserable mesa de trabajo? ¿Quién puede hallar alguna inspiración en esa madriguera del infierno? ¿En ese agujero sin puertas ni ventanas? Este mismo hombre, cuando era estudiante de la Academia de Ingenieros de San Petersburgo, había diseñado una fortaleza sin puertas, espantoso error que le hizo exclamar a Nicolás I durante una inspección: “¿Qué idiota dibujó esto?”… El comentario del zar fue suficiente para que el torpe estudiante fuera dado de baja un 19 de octubre de 1844. Y ahora resulta que el diseño del expulsado había sido profético; que el joven estudiante no había proyectado una fortaleza sin más, sino una fortaleza vista desde una de sus celdas internas: la Fortaleza Pedro y Pablo en la que él, cuatro años después, se encontraría encerrado. Pero también las palabras insultantes del zar habían tenido algo de profético, en tanto que el aspirante a ingeniero habría de ser el autor de una de las obras literarias más extraordinarias de todos los tiempos, cuyo título sería nada menos que El Idiota.
El presidiario escribe. Sólo tiene veintiocho años, pero ha conocido ya la gloria literaria con sus novelas Pobres Gentes y Noches Blancas. Y ahora escribe, a la espera del veredicto de los jueces. ¿Será absuelto? ¿Será condenado a trabajos forzados?… Su brutal crimen ha sido participar en las reuniones del círculo liderado por Petrashevski, un revolucionario pacífico con ideales de igualdad social. Otros diez y nueve integrantes del círculo comparten su suerte, incluido su líder. Y hace ya ocho meses que ninguno de ellos ve la luz, y que se consumen en la más hórrida incertidumbre. Para todos ellos, el mundo ha dejado de ser real. Ignoran cuándo es de día y cuando de noche. Los mismos guardias les ocultan las horas del día, para que el estado de confusión en que se encuentran sea mayor y delaten al fin a otros posibles miembros del círculo. Pero ninguno ha delatado a nadie; ni siquiera Grigoriev, el más débil de todos, que ya ha comenzado a perder el juicio. La situación es extrema, inhumana, y algunos ya fantasean en cómo se quitarán la vida para librarse de ese suplicio. Sólo este hombre que escribe vertiginosamente con letra pequeña y prolija se encuentra animado, y más que eso, inspirado, creando una nueva obra que ha titulado significativamente: Un Pequeño Héroe.
Su mano vuela sobre el papel; en sus ojos grises destella la llama de la vela que ya está por acabarse: “Un instante más —piensa mirando su fuente de luz de vez en vez—, sólo un instante más”; pero la llama comienza a vacilar espasmódicamente… Y por un instante, Fedor Dostoyevski detiene su mano para contemplar el diminuto prodigio de la llama apagándose, y piensa: “Así debe agitarse mi alma durante los accesos de epilepsia”, y enseguida vuelve a su labor para concluir el capítulo que ha iniciado, antes de que el sol ínfimo de su celda se extinga. Se inclina más y más sobre el papel; la negra barba que le ha crecido en estos meses toca ahora la hoja; la llama se ha puesto verdinegra de asfixia, y chisporrotea: “Un instante más… Sólo un instante más”; pero Dostoyevski ya no puede ver las palabras que escribe, sólo puede imaginarlas, y tan poderosa es su concentración, que por instantes cree verlas fosforescer bajo sus ojos como a ígneos caracteres de un libro mágico. Moja la pluma en el tintero, ¡y es la tercera vez que hace este movimiento mecánico a ciegas acertando en el orificio del pequeño recipiente de vidrio! Y cuando la pluma llega al final del papel, y raspa la mesa, Dostoyevski cambia de hoja velozmente, y escribe…, escribe… ¡Nada puede detenerlo! Aunque la vela se haya extinguido, él prosigue aún con más entusiasmo que cuando veía. Ahora se exalta, y su voz resuena en las densas tinieblas de la cárcel: “¡Aunque quedara ciego podría seguir escribiendo! ¡Aunque muriera! ¡Aunque el mundo desapareciera!… Alabado sea Dios… Ya no le temo a la muerte”; pero el entusiasmo es efímero a causa de un pensamiento ingenuo: “¿Quién me proveería entonces de papel y pluma, y tinta?… ¿Dios?… ¿El diablo?… ¿Nadie?”.
II
San Petersburgo despierta lentamente. Aún el sol no asoma; pero comienzan a resonar aquí y allá los primeros sonidos matinales: el repicar de una campana que amenaza con hacer caer de las altas cornisas las estalactitas formadas en la noche; el trino de unos pájaros; el resuello vaporoso y azul de los caballos que bregan por arrastrar unos carruajes a través de la nieve; el grito enérgico de los que arengan a los corceles con sus látigos… Y también resuena en algún sitio de la gran ciudad un ruido extraño, como un retumbo siniestro, que pareciera provenir de las entrañas de la tierra:
—¡A dónde nos llevan!… —grita una voz anhelosa. Pero enseguida vuelve a imperar el ruido infernal, que no es otro que el de las cadenas que aherrojan los pies de quince presidiarios de la Fortaleza Pedro y Pablo. Sólo cuatro de ese grupo han quedado en sus celdas.
Los rebeldes son arrastrados por los guardias a través de un largo pasillo. Apenas tienen fuerza para mover las cadenas, y jadean como animales de carga que suben una pendiente imposible. Dostoyevski, que siempre ha sentido piedad por las bestias que el hombre maltrata, siente compasión de sus compañeros en desgracia, pero no de sí mismo. De algún extraño modo, él se había acostumbrado a vivir en esa celda tenebrosa gracias a un descubrimiento extraordinario: no era injusto que él sufriera ese encarcelamiento. Más aún, era lo más justo y maravilloso del mundo. Durante esos eternos meses de reclusión y martirio, Fedor Dostoyevski vio y comprendió que no hay un solo hombre inocente bajo el sol, y que todos son culpables de todo lo malo que haya sucedido, o suceda, en la historia del género humano. Este es el misterio de los misterios que debe ser proclamado a los cuatro vientos: la verdad de la culpa universal, que hace de los hombres hermanos en el dolor, y en el deber sublime de expiar, cada uno con su abnegada vida, algo de esa culpa cósmica. Desde que Cristo, el único inocente que haya visitado esta Tierra, vertió su sangre, el hombre es capaz de verter también él su sangre por la humanidad toda. Antes de que el Hijo del Hombre muriera y resucitara, este milagro no era posible, pues sólo sangre inocente y divina podía iniciar el rescate de todos los hombres. “Instinto de supervivencia”, dirán unos, “sabiduría visionaria”, dirán otros; pero una cosa es cierta: Fedor Dostoyevski, que apenas ha dormido una hora, es el único que camina erguido, y que no siente odio ninguno hacia sus carceleros, y ni siquiera hacia el implacable zar, al que aún sigue llamando padre en sus pensamientos. Por el contrario, él, en este instante, siente una compasión irreprimible por todos, guardias y prisioneros, y a todos quisiera abrazar y besar, y hacerles comprender que ninguno de ellos es feliz, y que no hay otro consuelo en esta vida que el dolorido amor por cada una de las criaturas de este mundo. Este amor sacrificado —piensa— es el único puente capaz de llevar al alma hacia la felicidad perfecta, allende el río de la muerte.
—¡A dónde nos llevan! —grita una vez más Petrashevski, el líder del grupo, que al sentirse responsable por la suerte de sus compañeros, comulga sin saberlo con las ideas místicas de Dostoyevski.
—¡Silencio! —ordena uno de los guardias desenvainando el sable.
Spechniev, que es el único violento del grupo, se inclina sobre el hombro de Dostoyevski, y le dice con la voz entrecortada:
—Nos van a liberar estos malditos. Así podremos vengarnos y prender fuego a San Petersburgo.
En los ojos celestes de Spechniev brilla una luz macabra: Dostoyevski piensa en la fosforescencia que adquieren en la noche los huesos de los animales muertos en medio del campo, y un temor infantil lo sobrecoge. Pero, por una feliz asociación, pronto recuerda los días pasados en la casa de campo de las afueras de Moscú durante su niñez. Puede ver a Aliona, la vieja criada que le contara los primeros cuentos de que tiene memoria, y al campesino Mariei, que era la viva encarnación de las más nobles virtudes del pueblo ruso, y a María Fiodorovna, su madre, arrodillada en la huerta una tarde de lluvia arrancando hortalizas como quien desenterrara pequeños tesoros, con su pañuelo rojo de seda, y…
Dostoyevski lanza un gemido. Algo le ha herido los ojos, y pronto comprende: han abierto las puertas de la Fortaleza, y la luz lo ha lastimado. Apenas está clareando, pero para él ha sido como mirar de frente el sol en pleno mediodía. Todos los presidiarios se cubren el rostro, y enseguida parpadean frenéticos para poder ver a dónde son llevados… ¿Es la hora del atardecer o del alba? Fedor Dostoyevski, que siempre ha escrito de noche hasta el amanecer, sabe reconocer al instante la atmósfera matinal que lo envuelve, y un optimismo repentino le inunda el ánimo:
—¡Fedor!…
Dostoyevski mira al hombre que acaba de llamarlo, pero en un primer momento no lo reconoce. ¡Ese espectro lívido de barba rala no puede ser Durov!… ¿Qué ha sido del fulgor de sus ojos? ¿Y de su porte aristocrático?… En sólo unos meses, un hombre fuerte y digno puede quedar convertido en un espantajo.
—¡Durov!
Han pasado ocho meses sin que los reclusos supieran nada el uno del otro, y la emoción los embarga. Con sus ropas colgantes como sudarios terrosos, y sus barbas y cabellos desgreñados, diríanse los primeros resucitados del día del Juicio Final. Pero… ¿Cuál ha sido o será el veredicto del hombre que representa en la Tierra el poder divino?
III
Los carruajes se ponen en movimiento. En cada uno viaja un presidiario y un guardia. Dostoyevski frota con la manga el cristal de la portezuela, pero es inútil, no puede ver nada: el exterior de la berlina está escarchado.
—¿A dónde vamos? —le pregunta al guardia de uniforme azul que está sentado enfrente suyo. Pero éste permanece impávido y rígido como un muerto al que aún no le cierran los ojos.
Desde la alta torre de una iglesia, un joven campanero de quince años, rubio y de ojos verdes pequeños, observa la procesión de carruajes y se persigna; luego da un saltito para colgarse de la cuerda atada al badajo, y se balancea picando con la punta de los pies en el suelo. Para Iván, éste es el momento más feliz: la ciudad blanca está sumida en un silencio profundo, y él, rubio ángel de las alturas, vuela en la torre de la iglesia para anunciar con su instrumento de bronce el nacimiento de un nuevo día, ¡y aún más que eso!, para hacer que el sol despunte en el horizonte. En los últimos años, Iván ha madurado en su fuero íntimo la extraña idea de que si él no hiciera sonar la campana, no amanecería en San Petersburgo. Esto lo hace sentir muy importante, y siempre que alguien le pregunta cuál es su oficio, Iván responde con gesto altanero: “músico”. Y dice verdad.
—¿Nos han condenado a muerte? —le pregunta Dostoyevski al guardia sin pensar lo que dice. Pero no es él quien ha hablado; sino su miedo… ¡Ese traidor! Y ahora que ha pronunciado esas palabras, siente que no hay salvación, y que él mismo se ha condenado a una muerte segura. Pero, inesperadamente, una voz íntima y potente desplaza el eco de la voz fatídica: “No es posible —suena en sus sienes—, Dios no me habría llenado el alma de historias y pensamientos si fuera a morir tan joven. Con la última novela se me habría secado la inventiva. Y apenas comienzo. No he dicho nada todavía. Sería absurdo. Además, no siento que vaya a morirme”.
—¡No es posible! —le dice al guardia con voz firme.
El guardia no se inmuta.
Los cascos de los caballos resuenan sobre una superficie hueca. Dostoyevski piensa en uno de los puentes que cruza el Neva. “No pueden matarme”, vuelve a pensar retorciéndose las manos heladas.
En el espacio exterior suena una campanada, y otra, y otra. Dostoyevski ama ese sonido. “Pronto será Navidad”, piensa, y sonríe con nostalgia.
Desde el campanario, Iván se pregunta qué estarán haciendo cientos de personas reunidas en la plaza Semionovski tan temprano, y “¿para quién habrán levantado ese entarimado?… ¿Fusilarán a algún rebelde?”; se frota las orejas, chasquea la lengua, y saca de un bolsillo interior una botellita de vodka, “es pecado matar a un cristiano en vísperas de Navidad”, piensa, y se persigna tres veces sobre el pecho, y apura la espiritosa bebida de un trago.
Los carruajes avanzan lentos a través de la nieve. Y tanto se bambolean que parece que fueran a volcarse.
El guardia lo mira a Dostoyevski sin mirarlo; su mirada es vacía; no está fija en el hombre que tiene delante, sino en el recluso, en el convicto que ha sido condenado a muerte por orden del zar; si Dostoyevski estuviera muerto, el guardia no lo miraría con mayor frialdad… ¿Y si supiera a quién están conduciendo al patíbulo, lo miraría de igual modo? ¿O acaso intentaría salvarlo a costa incluso de su propia vida?… Si ese hombre muere, Rusia perderá la ocasión de conocerse a sí misma, de sondear en las honduras y subsuelos de su alma, de cobrar conciencia de sus grandezas y miserias. Si un pelotón de fusilamiento hace fuego contra los ojos grises de Fedor Dostoyevski, Rusia habrá roto el espejo en el que podría conocer su verdadera faz… Pero esto aún el guardia no puede saberlo, porque Dostoyevski es todavía una cantera inexplotada; una voz naciente, y, al cabo, un pobre convicto cargado de cadenas y de sueños irrealizados.
Iván observa (a causa de la vodka, su respiración se ha vuelto más vaporosa que hace un instante). La multitud congregada en la plaza se abre como una gran boca para dar paso a los carruajes. La atmósfera es azul.
Por el silencio imperante, Dostoyevski no puede imaginar que su coche avanza ahora entre un centenar de miradas expectantes, y menos aún puede saber de las miles de miradas que lo observan desde la posteridad (y así es como el hombre pasa por el mundo, anheloso, solitario, sin percibir la multitud de seres invisibles que lo acompañan en su viaje por este mundo).
El carruaje se detiene y el guardia abre la portezuela. Dostoyevski se decide a bajar, pero cuando se inclina para tomar impulso, mira hacia fuera, y no puede dar crédito a sus ojos:
—¿Qué hace toda esa gente aquí? –le pregunta azorado al guardia, y éste, por respuesta, lo toma del brazo y lo saca del coche de un tirón.
Por las cadenas que aherrojan sus pies, Dostoyevski cae de bruces en la nieve sucia de tierra y pisadas… “Mi primera caída en este Calvario”, piensa antes de que el guardia lo levante del suelo violentamente. La multitud (monstruo infame que echa humo blanco por sus bocas) calla atónita, contenida por vallas y soldados.
—¡Mombelli!… ¡Grigoriev!… ¡Petrashevski! –exclama Dostoyevski al reunirse con sus camaradas. Pero la dicha del encuentro dura un instante, pues son puestos en fila para que un funcionario cumpla con las formalidades del caso.
Ahora sí, son obligados a ascender a la plataforma cuadrangular que ha sido erigida en medio de la plaza, y que está adornada en sus lados con crespones negros.
Los hacen formar dos filas y quitarse los gorros que los protege del frío infernal, y un funcionario administrativo, en uniforme de gala, les lee a cada uno la lista de crímenes por los que se los condena a muerte; las últimas palabras del discurso son: “El tribunal en lo Criminal ha condenado a todos a morir ante el pelotón de fusilamiento. El 19 de diciembre su Majestad el Emperador escribió personalmente: Confirmado”.
—¡Es imposible! –le dice Dostoyevski a Durov con los ojos desorbitados.
Durov le señala un carro que parece contener ataúdes.
Dostoyevski siente un vértigo de muerte.
Ahora un oficial los obliga a ponerse encima de sus ropas de presidiarios unas blusas blancas largas, que son sus mortajas, y un sacerdote les acerca a los labios una cruz para que los condenados la besen antes del gran viaje.
“Jesús mío”, balbucea Dostoyevski, y mira hacia la cúpula dorada de una iglesia en la que el primer rayo matutino reverbera bellamente: “¿En que habré de convertirme en un instante?”, piensa con el cuerpo estremecido, “¿En algo similar a aquel destello de luz? ¿En aire espiritual?… ¿Se elevará mi alma por encima de todas estas gentes y podré ver mi cuerpo como a un triste despojo en el que ya no habita ninguna sensibilidad?”…
—Fedor –le dice Durov, con los ojos anegados—, que Dios nos bendiga, y nos lleve con él… ¡No somos unos criminales! –grita mordiéndose los labios.
La voz de Durov le llega a Dostoyevski como venida del más allá, y piensa: “Si sobreviviera a esto, no perdería ni un solo momento de mi existencia; cada hora la aprovecharía como si fuera la última… Como si fuera esta hora… en la que yo y estos amigos míos de infortunio nos disolveremos en la nada… ¡Señor!… ¡Sálvanos!… Pronto será Navidad!”.
Ahora Petrashevski, Mombelli y Grigoriev, son bajados de la plataforma y atados a unas estacas para ser fusilados.
—¡Estaremos con Cristo! –les grita Dostoyevski para consolarlos.
El pelotón se apresta para ejecutar a los tres primeros reclusos. La multitud hace un silencio sepulcral. Un oficial quiere vendarle los ojos a Petraschevski, pero éste le aparta la cara con violencia: “¡Quiero ver a dónde voy a ir!”, dice desafiante, y sonríe despectivo.
Ahora sólo queda esperar la descarga de los fusiles sobre aquellos cuerpos amortajados. Los que aún permanecen en la plataforma cierran los ojos con fuerza, o se miran entre sí, o buscan con desesperación un rostro amado en medio de la muchedumbre; Dostoyevski vuelve a mirar la cúpula en la que reverbera el sol… Un redoble de tambores resuena en la plaza, y el aire se congela por la inminencia de los fogonazos; pero Dostoyevski, a diferencia de sus compañeros, ríe ampliamente y agradece a Dios con los ojos en alto… “¡Nos hemos salvado!”, les dice a todos con un rictus de llanto en su rostro demacrado: él es el único que ha sido oficial, y sabe que aquel redoble anuncia la suspensión de las ejecuciones… “¡Loado sea Dios!”, dice aún Dostoyevski viendo cómo los soldados bajan sus fusiles, y un oficial sube a la plataforma con un pliego que hablará de la compasión infinita del zar.
La multitud rumorea desconcertada; los reclusos se abrazan y lloran, y de pronto, de la masa anónima del pueblo que colma la plaza, se alza una voz clara y potente: “¡Dostoyevski!”… Fedor se vuelve y busca una mirada amiga en aquel mar vaporoso de rostros anhelantes, pero no reconoce a nadie, y su nombre suena nuevamente y lo penetra: “¡Dostoyevski!”… Un silencio absoluto lo envuelve, oye su corazón en los oídos, y es como si levitara en el vacío cósmico; y una vez más: “¡Dostoyevski!”… Este último grito le golpea el pecho, las sienes, los brazos, y su cuerpo es la jaula de un pájaro enloquecido…
—Fedor —le dice Durov al ver que su amigo tiene los ojos en cielo, y está a punto de desplomarse. Y lo abraza y lo sostiene…
Dostoyevski, durante toda su vida, recordará aquella voz como una exhortación divina, un llamado… Un bautismo de fuego.